Para el día de hoy (30/10/17)
Evangelio según San Lucas 13, 10-17
El Shabbat era una de las instituciones más fuertemente arraigadas en la religión y la cultura del pueblo de Israel. Día sagrado de la semana en que la comunidad se reunía en la sinagoga -cuya etimología, precisamente, responde a congregación- a estudiar y a reflexionar la Torah y a honrar a Dios.
Luego de una de las derrotas militares más catastróficas, la gran mayoría del pueblo judío fué deportada al exilio; viviendo lejos de su tierra, en una cultura extraña y rodeados de una religión ajena corrían el severo riesgo de disolver su identidad, contaminados de todo aquello tan distinto. En esos menesteres, el Shabbat es la respuesta a una identidad de un pueblo que se considera único y que no quiere disiparse ni perderse en relativismos de idioma distinto.
Durante el trascurso del Shabbat se debía evitar toda tarea, para que ese tiempo libre y de reposo pudiera dedicarse plenamente a Dios y a restablecer los vínculos familiares. Pero con el correr de los años, se acentuó la observancia del precepto hasta extremos intolerables, al punto de estar prohibida cualquier clase de actividad.
Quizás el problema de fondo era que el precepto devenía como fin en sí mismo, relegando a ese Dios que había inspirado ese día como punto de reencuentro.
Jesús de Nazareth es un fiel hijo de su pueblo y respetuoso de las tradiciones de sus mayores. Como todo varón judío, concurre y participa en la sinagoga de las celebraciones del Shabbat. Pero Él siempre tiene por horizonte a su Dios, un Dios que es Padre y Madre, que es vida, felicidad, cuidado. Por eso en numerosas ocasiones chocará con ciertos hombres religiosos y severos que imponían esa obligación intolerable, opresiva, intrascendente.
En la ocasión que el Evangelio para el día de hoy nos ofrenda, acontece mucho más que un milagro de sanación.
En pos de una comprensión más profunda, no podemos soslayar la situación de la mujer en el siglo I en Palestina; las mujeres carecían de derechos legales, sociales y religiosos, excepto aquellos que le otorgaba el esposo o, en su defecto, el padre o el hijo varón. El no tener derechos implicaba que careciera de voz propia, y por ello no hablaría con nadie fuera de su hogar, y a su vez tendría un espacio relativo y menor dentro de la sinagoga. A ello debemos añadir la creencia perdurable de considerar a las enfermedades como consecuencia de un pretérito pecado, transformando al enfermo en un impuro ritual condenado al ostracismo comunitario, pues esa impureza poseía visos contagiosos.
En ese Shabbat suceden varios escándalos. Más allá de toda torpe discusión de géneros, la congregación miraba hacia otro lado, vuelve invisible a la mujer y, peor aún, a una mujer enferma. Dieciocho años de estar doblegada en su columna y agobiado su corazón en acostumbrada resignación que tiene los colores fúnebres de la injusticia. Sólo Jesús de Nazareth la mira y la vé, la vé como mujer y como hermana -hija de Abraham-, y no vacila en imponerle sus manos, en un gesto que tiene la taumaturgia propia de la bondad y la compasión, aún corriendo el riesgo de impurificarse irremisiblemente Él mismo.
Ella -que callaba y nada pedía, ni siquiera unas migajas de auxilio- se yergue íntegra, vida en pié, vida florecida en liberación que canta en gratitud la gloria de un Dios que se expresa en el amor y en la salud.
Con Jesús de Nazareth se ha inaugurado un tiempo nuevo, definitivo en la eternidad que germina en la cotidianeidad. Un día ofrecido al Señor es importante y necesario, pero es más importante aún que por esa asombrosa Encarnación el tiempo es kairós, tiempo santo de Dios y el hombre, y cada instante es tiempo sagrado, tiempo de bondad, de gratitud, de salud, de Salvación, de felicidad.
Paz y Bien
Luego de una de las derrotas militares más catastróficas, la gran mayoría del pueblo judío fué deportada al exilio; viviendo lejos de su tierra, en una cultura extraña y rodeados de una religión ajena corrían el severo riesgo de disolver su identidad, contaminados de todo aquello tan distinto. En esos menesteres, el Shabbat es la respuesta a una identidad de un pueblo que se considera único y que no quiere disiparse ni perderse en relativismos de idioma distinto.
Durante el trascurso del Shabbat se debía evitar toda tarea, para que ese tiempo libre y de reposo pudiera dedicarse plenamente a Dios y a restablecer los vínculos familiares. Pero con el correr de los años, se acentuó la observancia del precepto hasta extremos intolerables, al punto de estar prohibida cualquier clase de actividad.
Quizás el problema de fondo era que el precepto devenía como fin en sí mismo, relegando a ese Dios que había inspirado ese día como punto de reencuentro.
Jesús de Nazareth es un fiel hijo de su pueblo y respetuoso de las tradiciones de sus mayores. Como todo varón judío, concurre y participa en la sinagoga de las celebraciones del Shabbat. Pero Él siempre tiene por horizonte a su Dios, un Dios que es Padre y Madre, que es vida, felicidad, cuidado. Por eso en numerosas ocasiones chocará con ciertos hombres religiosos y severos que imponían esa obligación intolerable, opresiva, intrascendente.
En la ocasión que el Evangelio para el día de hoy nos ofrenda, acontece mucho más que un milagro de sanación.
En pos de una comprensión más profunda, no podemos soslayar la situación de la mujer en el siglo I en Palestina; las mujeres carecían de derechos legales, sociales y religiosos, excepto aquellos que le otorgaba el esposo o, en su defecto, el padre o el hijo varón. El no tener derechos implicaba que careciera de voz propia, y por ello no hablaría con nadie fuera de su hogar, y a su vez tendría un espacio relativo y menor dentro de la sinagoga. A ello debemos añadir la creencia perdurable de considerar a las enfermedades como consecuencia de un pretérito pecado, transformando al enfermo en un impuro ritual condenado al ostracismo comunitario, pues esa impureza poseía visos contagiosos.
En ese Shabbat suceden varios escándalos. Más allá de toda torpe discusión de géneros, la congregación miraba hacia otro lado, vuelve invisible a la mujer y, peor aún, a una mujer enferma. Dieciocho años de estar doblegada en su columna y agobiado su corazón en acostumbrada resignación que tiene los colores fúnebres de la injusticia. Sólo Jesús de Nazareth la mira y la vé, la vé como mujer y como hermana -hija de Abraham-, y no vacila en imponerle sus manos, en un gesto que tiene la taumaturgia propia de la bondad y la compasión, aún corriendo el riesgo de impurificarse irremisiblemente Él mismo.
Ella -que callaba y nada pedía, ni siquiera unas migajas de auxilio- se yergue íntegra, vida en pié, vida florecida en liberación que canta en gratitud la gloria de un Dios que se expresa en el amor y en la salud.
Con Jesús de Nazareth se ha inaugurado un tiempo nuevo, definitivo en la eternidad que germina en la cotidianeidad. Un día ofrecido al Señor es importante y necesario, pero es más importante aún que por esa asombrosa Encarnación el tiempo es kairós, tiempo santo de Dios y el hombre, y cada instante es tiempo sagrado, tiempo de bondad, de gratitud, de salud, de Salvación, de felicidad.
Paz y Bien
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