Para el día de hoy (05/10/17):
Evangelio según San Lucas 10, 1-12
Los textos sagrados poseen niveles de profundidad, y ello implica que poseen en sí mismos una carga simbólica importantísima que es llave/clave para abrir los cerrojos de la razón, aquellos que nos impiden mirar y ver más allá de las apariencias.
En parte por eso es que la literalidad es injusta, pues se aferra sólo a la superficie, a la pura letra dejando de lado al Espíritu que la inspira. Esas literalidades tan lineales son origen y causa de todos los fundamentalismos.
Así entonces, en esos planos simbólicos, nos encontramos en la lectura de hoy la designación de setenta y dos enviados, además de los Doce, para que lo precedieran en todas las ciudades y lugares donde iba a ir Él.
Los exégetas, ahondando en el significado del número de setenta y dos enviados, señalan la referencia veterotestamentaria a todas las naciones paganas, establecidas luego del diluvio universal y el mandato de repoblar la tierra encomendado a Noé y a sus tres hijos. Así entonces nos encontramos con los Doce apóstoles refiriendo a las Doce tribus, es decir, a Israel por un lado y a los setenta y dos nuevos enviados refiriendo a las naciones paganas, la conclusión es contundente: la misión que Jesús de Nazareth encomienda a los suyos -a los que Él elige y convoca- es universal, a todos los pueblos, a todas las naciones, y no puede jamás acotarse a un grupo específico o a un área puntual. La misión trasciende todas las fronteras, especialmente las que solemos adoptar alma adentro.
Esa universalidad de la misión manifiesta a su vez la magnitud de la tarea que se ha confiado a esos setenta y dos mensajeros, entre los que estamos también todos y cada uno de nosotros.
El sentido común -el menos común de los sentidos- indica también que la cosecha es urgente: si la mies no se siega, quedan sólo rastrojos, se desperdicia, y esta mies, esta cosecha es asombrosa, el Reino de Dios muy cerca, al alcance de cada corazón. Reino que encarna Cristo, reino que se hace presente también en sus amigos, otros Cristo erigidos a pura confianza de un Dios que nada se reserva para sí.
La tradición religiosa y jurídica judía implicaba que en un proceso, la veracidad de un testimonio deberá supeditarse a dos testigos coincidentes. Ese envío de dos en dos supera cualquier tendencia a la individualidad, al sostenerse fraternalmente en la dureza de los caminos, pero muy especialmente tiene que ver con la veracidad de la misión.
Sera entonces esa verdad que portan lo que haga que la misión sea misión de paz y liberación.
La urgencia de la cosecha deviene en impostergable la misión. No hay excusas, no hay que demorarse en banalidades ni en cuestiones vanas, hay que andar ligeros de equipaje y de corazón para que el paso sea más firme y tenaz, y por sobre todo, es menester cimentarse en la oración que nos ubica en las eternas coordenadas del amor de Dios. Hacen falta más labriegos para esta mies urgente.
Porque a pesar de todo y de todos, el Reino sigue tenaz, creciéndose en silencio frutal en medio de nuestras existencias, árbol santo de la Salvación en el aquí y el ahora.
Paz y Bien
En parte por eso es que la literalidad es injusta, pues se aferra sólo a la superficie, a la pura letra dejando de lado al Espíritu que la inspira. Esas literalidades tan lineales son origen y causa de todos los fundamentalismos.
Así entonces, en esos planos simbólicos, nos encontramos en la lectura de hoy la designación de setenta y dos enviados, además de los Doce, para que lo precedieran en todas las ciudades y lugares donde iba a ir Él.
Los exégetas, ahondando en el significado del número de setenta y dos enviados, señalan la referencia veterotestamentaria a todas las naciones paganas, establecidas luego del diluvio universal y el mandato de repoblar la tierra encomendado a Noé y a sus tres hijos. Así entonces nos encontramos con los Doce apóstoles refiriendo a las Doce tribus, es decir, a Israel por un lado y a los setenta y dos nuevos enviados refiriendo a las naciones paganas, la conclusión es contundente: la misión que Jesús de Nazareth encomienda a los suyos -a los que Él elige y convoca- es universal, a todos los pueblos, a todas las naciones, y no puede jamás acotarse a un grupo específico o a un área puntual. La misión trasciende todas las fronteras, especialmente las que solemos adoptar alma adentro.
Esa universalidad de la misión manifiesta a su vez la magnitud de la tarea que se ha confiado a esos setenta y dos mensajeros, entre los que estamos también todos y cada uno de nosotros.
El sentido común -el menos común de los sentidos- indica también que la cosecha es urgente: si la mies no se siega, quedan sólo rastrojos, se desperdicia, y esta mies, esta cosecha es asombrosa, el Reino de Dios muy cerca, al alcance de cada corazón. Reino que encarna Cristo, reino que se hace presente también en sus amigos, otros Cristo erigidos a pura confianza de un Dios que nada se reserva para sí.
La tradición religiosa y jurídica judía implicaba que en un proceso, la veracidad de un testimonio deberá supeditarse a dos testigos coincidentes. Ese envío de dos en dos supera cualquier tendencia a la individualidad, al sostenerse fraternalmente en la dureza de los caminos, pero muy especialmente tiene que ver con la veracidad de la misión.
Sera entonces esa verdad que portan lo que haga que la misión sea misión de paz y liberación.
La urgencia de la cosecha deviene en impostergable la misión. No hay excusas, no hay que demorarse en banalidades ni en cuestiones vanas, hay que andar ligeros de equipaje y de corazón para que el paso sea más firme y tenaz, y por sobre todo, es menester cimentarse en la oración que nos ubica en las eternas coordenadas del amor de Dios. Hacen falta más labriegos para esta mies urgente.
Porque a pesar de todo y de todos, el Reino sigue tenaz, creciéndose en silencio frutal en medio de nuestras existencias, árbol santo de la Salvación en el aquí y el ahora.
Paz y Bien
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