Para el día de hoy (05/08/16):
Evangelio según San Mateo 16, 24-28
Hacia el final de la lectura del día de ayer contemplábamos la durísima reprimenda del Maestro a Pedro, aún cuando éste había realizado una profunda confesión de fé. Es que Pedro -y los demás discípulos- no eran capaces de aceptar la idea de un Mesías sufriente y derrotado; en esos criterios, Pedro supone que hay que erradicar de la mente del Maestro esas ideas extravagantes, el Mesías de Israel habría de ser glorioso, revestido de poder y victoria.
Lejos está de su mente y su corazón el Siervo Sufriente y, por ello, es intolerable la locura de la cruz.
En aquellos tiempos la cruz era el método de ejecución romano que se reservaba para los delitos más execrables, entre ellos los delitos contra el Estado como la sedición y la traición. Al crucificado se lo dejaba agonizar bien a la vista de los que pasaban e incluso luego del deceso como forma de amedrentar, como ejemplificación que desaliente cualquier conducta similar.
Para la mentalidad judía, la crucifixión asemejaba a ser colgado de un árbol y, por eso mismo, implicaba una maldición.
Ése era el panorama que se urdía en los corazones de los discípulos. Un crucificado es un criminal despreciable, un reo abyecto, un maldito, alguien que debe despreciarse con justa causa, conceptos bien lejanos a las cosas de Dios. Un crucificado entonces es alguien a quien el poder exonera y execra, alguien que está ubicado, ciertamente, del lado de todos aquellos marginales que el mundo razonablemente pone a un costado, y que suele dejar atrás.
La vida cristiana implica seguir a Cristo. Seguirle no es solamente cuestión de lugares, sino de vivir como Él vivía, amar como Él amaba, dejar que el Espíritu nos sustente y transforme. Para ello es menester negarse a sí mismo, y no es una reivindicación de nihilismos y un aferrarse a resignaciones improbables, sino el hallazgo del tesoro que hace dejar atrás todo lo viejo y orientarse a un valor superior y definitivo, espacio cordial que desaloja alegremente el yo para el ámbito pleno del nosotros, de Dios.
Más aún. La fé cristiana es una fé de fronteras, de los márgenes, de hermanarse a los que están últimos, descartados, hijos de Dios tirados como material descartable en todas las periferia de la existencia.
La vida se gana en verdad cuando se ofrece generosa e incondicional para el bien del otro, en imitación de Aquél que nos amó primero.
Paz y Bien
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