Para el día de hoy (18/08/16):
Evangelio según San Mateo 22, 1-14
En la cultura del tiempo en que surge el ministerio de Jesús de Nazareth, cuando una familia celebraba la boda de su hijo mayor se carneaban los mejores animales y se preparaban a las brasas con cuidado especial; se llenaban las tinajas con el mejor vino y se tendían las mesas para esos festejos que duraban varios días. El dueño de casa solía cursar dos invitaciones, una previa que preparaba a los invitados para una fecha determinada, y la otra para avisar que ya estaba lista la cena, que no hubiera demoras.
La dos llamadas implicaban, en cierto modo, la delicadeza y el gesto de atención del dueño de casa para con los invitados, pero también y especialmente frente a la segunda invitación, no había modo de excusarse.
Pero también la ausencia y las excusas engloban una descortesía rayana en el insulto y en el desprecio a esa invitación a celebrar la vida que se prolonga en el hijo.
A pesar de los que desertan, lo importante es la fiesta ofrecida. Mucho más que la costumbre usual, el Dueño no realiza dos invitaciones sino tres, algo impensado, asombroso. Aunque los invitados originales no participen, serán partícipes con pleno derecho y plenos honores muchos que estaban a la vera de los caminos, en todas las encrucijadas de la vida, quizás aquellos que nadie en su sano juicio invitaría.
La fiesta de bodas -fiesta de la vida, fiesta del amor- es un ofrecimiento infinitamente generoso del Dueño que realiza por el Hijo, y que quiere que muchos, tantos como quieran, participen en esa alegría.
Era costumbre también que el dueño de casa proveyera de ropajes a los asistentes, toda vez que a menudo sufrían los embates de los caminos polvorientos. El vestido significaba ser parte de la familia, la identidad de huésped de honor, y no ponerse el traje ofrecido es una injuria intolerable, cuyo mensaje supone creerse uno mismo más importante que la celebración.
La Mesa del Señor está tendida y se ofrece luminosa, como un faro entre tantas tinieblas, a todos los pueblos, especialmente a los que tantos otros nunca invitan a nada, los que no suelen tener motivos para el festejo.
Para la mesa del Señor es menester ponerse vestidos acorde a la ocasión, revestirse de justicia como parte de la familia y en honor y homenaje al generoso Dueño que nos invita a pura bondad.
Paz y Bien
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