San Pedro Julián Eymard, presbítero
Para el día de hoy (02/08/16):
Evangelio según San Mateo 14, 22-36
Mientras el Maestro despide a la multitud, ordena a los suyos que se embarquen y pasen a la otra orilla. Ese gesto tiene dos aspectos: por un lado, el puntualmente geográfico, pues ellos van hacia Betsaida, en tierras extranjeras cercanas a la Decápolis. La Buena Noticia no se acota solamente a Israel. Por otro lado, el plano simbólico y espiritual: los discípulos han de emigrar de los espacios de mundanidad, de poder, de dominios, mansos desertores de éxitos tóxicos y falaces. La enorme popularidad de Cristo es peligrosa, y el amago de nombrarle rey allí mismo trastoca la raíz misma del Reino de Dios, amor y servicio, y por eso hay que tomar distancia.
El Maestro está solo en la montaña, en oración. Suplica por la multitud que ha alimentado, suplica por los suyos que navegan, suplica por el Bautista asesinado, suplica por su misión.
A la distancia, los discípulos bogan hasta el cansancio, infructuosamente, no van a ningún lado por la bravura del mar, dolorido de temporales. Por más que se esfuercen, la tormenta los cimbrea de un lado al otro con saña, con la violencia del oleaje.
Ellos debían arribar a la otra orilla que les había indicado el Maestro, pero están varados allí, golpeados por unos embates de una tormenta que parece haberse apropiado de la barca.
Sólo cuando Cristo se dirige hacia los suyos, con la soberanía de Dios que lo hace caminar sobre todas las aguas borrascosas, la barca se sosiega, aún cuando ellos se aterren pensando que es un fantasma. Curiosa migración de un miedo a otro, miedo de ese Cristo que no se adapta a los prejuicios y esquemas que portan sin remedio.
Pero es Él, y no hay que desanimarse ni perder la fé. Cristo salvará de cualquier desastre a nuestras barcas vacilantes, hay que mantenerse firmes en la confianza.
Y agradecer. Las tormentas son necesarias, y a pesar de todos los temores, es menester atravesarlas para llegar a la otra orilla del Reino. Cristo no nos abandonará nunca.
Una humilde advertencia para enemigos y detractores, propios y ajenos: aunque vacile, Cristo nunca permitirá que Pedro se hunda.
Paz y Bien
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