Para el día de hoy (31/10/14)
Evangelio según San Lucas 14, 1-6
La tradición del Shabbat indicaba que luego del culto y la enseñanza sinagogales, seguía a continuación un banquete importante y específico en cada hogar de Israel, al modo de culminación celebratoria del día sagrado. Esta cena también tenía sus normas estrictas: su preparación se realizaba en días previos y las familias pudientes tenían a esclavos o servidores no judíos por las rigurosas prohibiciones de acción y movimiento prescriptas para ese día.
La liturgia de hoy nos sitúa en ese ámbito. Lo que es significativo es que el Maestro es invitado a la mesa de un fariseo importante: por sus estrictas prescripciones religiosas de pureza y pertenencia, a la mesa de un fariseo no se sentaría cualquier persona, sólo pares o dignos de participar. Que a esa mesa pueda acudir Jesús de Nazareth implica, ante todo, que a pesar de todas las desavenencias y enconos, allí se le consideraba un rabbí: de cualquier otro modo, sólo sería un campesino provocador galileo, y por ende indigno de participar. Y es dable suponer que hay también la siempre presente desconfianza hacia su persona, y por eso lo observan con suma atención, con el detector de heterodoxias y errores encendido a pleno...aunque no por ello está ausente esas humanas y naturales ganas de mirar y ver de cerca a ese predicador y taumaturgo ambulante del que tanto se habla.
Allí se encontraba un hombre enfermo de hidropesía, quizás un término algo anticuado a la ciencia médica actual. Se trata de una patología que, a grandes rasgos, puede provocar edemas e inflamación en el abdomen y también en las articulaciones, siendo su etiología multicausal; si vamos a sus consecuencias, ese hombre tendría su forma física -la percepción de sí mismo y por parte de los demás- deformada, y además se encontraría con serios problemas de movilidad por los edemas articulares. Un hombre borroso y casi paralizado.
A todo ello, y de acuerdo a los criterios imperantes en la época, su enfermedad es consecuencia directa de los pecados cometidos, por sí o por sus padres. Una enfermedad, entonces, es producto de la justicia divina, toda vez que es el castigo justo que, según esas mentalidades, Dios propina de acuerdo a las faltas.
Además del sufrimiento físico, toda enfermedad implicaba también -por su naturaleza de pecado- que el enfermo es un impuro, un indigno de participar en la vida religiosa y comunitaria, condenado a cierto ostracismo social, y que esa impureza no debía tomarse a la ligera: quien se atreviera a entrar en contacto con un impuro a su vez adoptaba la misma condición, al modo de cierta virulencia moral contagiosa.
Pero así como la mesa de los fariseos es estricta y restrictiva en su puntillosidad solemne, la mesa de Jesús de Nazareth tiene el sagrado descaro de ser tan humana que en ella, las miradas límpidas y transparentes pueden advertir la inefable presencia de Dios. Porque en la mesa de Cristo se celebra la vida plena, y la invitación es tan amplia y generosa que nadie, por ningún motivo, puede faltar.
Como el horizonte no posee un ceño fruncido sino la amplia y sonriente bendición de Padre, no hay nada ni nadie que impida el festejo compartido. No hay excusa alguna para el socorro y la compasión, no hay riesgo que detenga la acción salvadora del Señor.
Por eso mismo Jesús de Nazareth se inclina sin temores ni reservas a ese hombre doliente, para que su cuerpo y más aún, su corazón, sea el de un hombre libre y pleno, íntegro, recreado por el perdón y la bondad de Dios que es misericordia viva entre su pueblo, y no vacilará en transgredir esas normas que de tan rígidas son inhumanas, y han olvidado a ese Dios que les dá sentido, normas que son medios y que se establecieron como fines, rito sin corazón ni existencia transformada.
Que nuestras mesas sean amplias, mesas de Cristo, mesas de hermanos y gratitud compartidas.
Paz y Bien
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