Sábado Santo
Para el día de hoy (19/04/14):
Evangelio según San Lucas 23, 50-56
Por diversos mecanismos culturales y psicológicos, cuando acontece la muerte se dá curso a los ritos mortuorios, que en una dura lógica parecen aumentar el redoble de los tambores del dolor, como para que no queden dudas de que se trata de un momento para estar hecho trizas.
Aún así, todos los que hemos perdido un ser querido sabemos bien que lo verdaderamente triste sucede en el regreso a la cotidianeidad, cuando toda la parafernalia fúnebre cede su intensidad. Hay un sitio vacío en la mesa, una voz que no se escucha, un aroma peculiar que no se percibe, un espacio que se expande vacío.
A menudo ser un sobreviviente es gravoso y complicado, máxime a la hora de las ausencias. Y además -suele suceder- que consideramos la real valía de algo o alguien cuando nos falta, cuando ya no lo tenemos o no está con nosotros.
En esos trances estaba aquel grupo de gentes que seguía a Jesús de Nazareth, algunos de los cuales compartieron a diario vida, caminos, enseñanzas durante tres años. Quizás ahora, sumidos en la insomne noche de la derrota y el fracaso ignominioso, comenzaban poco a poco a entender las cosas que Él les hubo de enseñar con una paciencia que no supieron corresponder, y que culposos rumian en miedosa soledad. El Maestro está extrañamente ausente, pues en su muerte se les vuelve verdad inquebrantable lo que en vida no entendían o aceptaban, como si muriéndose les hubiera ratificado y explicado a un precio altísimo lo que realmente cuenta.
Unas mujeres se han mantenido firmes; María su madre y unas pocas más, fieles hasta el fin, permanecen en pié aún cuando el dolor les embarga los corazones. Pero como mujeres, poco pueden hacer: sin embargo, albergan en sus honduras un amor tan profundo que las vuelve custodias de la esperanza, a pesar de un mar de lágrimas.
Los cuerpos yertos de los ajusticiados habían de ser arrojados a una fosa común, como un residuo abyecto teñido de maldición. Y parece que a este rabbí hasta muerto lo quieren sumir en toda posible ignominia.
Pero en los momentos así, cuando tristeza y desesperación hacen un dúo cruel que paraliza, la vida suele sorprendernos con almas nobles que irrumpen en la monotonía de la pena con su mano generosa, con su gesto compasivo.
José de Arimatea y Nicodemo abandonan todo anonimato anterior -cierto discipulado clandestino- y se presentan al pretor romano, reclamando con valentía el cuerpo muerto del ajusticiado galileo. Son hombres revestidos de entereza y dignidad, y sus acciones no son inútiles: los moviliza la devoción, un amor entrañable, y ese gesto quizás cuente más para los vivos que para el Inocente que ejecutaron.
Pobre Cristo diríamos sin vacilaciones, pero también Cristo Pobre, que se vá tal como vino, sin nada, pobre y humilde, habitante helado de una tumba prestada que muere como tantos otros, y quizás esa muerte es la afirmación final de su solidaridad con esta humanidad venida a menos que solemos ser, un Dios compañero de nuestros dolores.
Las mujeres observan a los dos hombres: ellos colocan, con cierta urgencia por el Shabbat, el cuerpo del Maestro que amaban en su lúgubre hogar postrero, sin advertir que en ese amor que lloran está germinando la promesa definitiva. Porque cuando se ama, cuando se ama sin resignaciones, la muerte no define ni tiene la última palabra
Hay algo extraño: el pretor Pilatos decide poner una guardia armada delante de la tumba. Hay argumentos de política y de cautela que lo obligan. Pero en realidad, Cristo es un muerto inquieto al que tampoco detendrá esa pesada piedra de la entrada.
Es noche cerrada para el silencio, para aguantar, para no rendirse, para beber una vez más el vino de la paciencia, que no siempre es sabroso, pero que nos mantiene encendida la esperanza.
Paz y Bien
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