Escrito en la arena




Para el día de hoy (07/04/14):  
Evangelio según San Juan 8, 1-11



Hay una cuestión fundamental a tener en cuenta en los hechos de la Pasión del Señor -así como también en los previos y en los posteriores- y es la autoridad romana de ocupación. El invasor romano, con puño de hierro, terciaba en todos los aspectos de la vida de Israel, desde sostener a reyezuelos que los judíos detestaban -como Herodes y sus hermanos- hasta decidir la validez de las sentencias emitidas por el Sanedrín; de este modo, el Sanedrín ya no es, de facto, la autoridad máxima del pueblo judío, siendo sus decisiones pasibles de ser revisadas por el pretor romano.
En el caso que hoy nos presenta la Palabra, ello se evidencia con fuerza velada.

A pesar de las amenazas vigentes y de los enormes riesgos, el Maestro no deja de enseñar en el Templo, y todo el pueblo le escuchaba con atención. Esa combinación de manso desafío y de influencia popular, y sus enemigos están cada vez más urgidos en suprimirlo; por ello -en un quiebre del tempo de enseñanza- llevan a su presencia un caso extremo, con el ánimo de que yerre y fundamentar así, frente a toda esas gentes, un motivo de condena definitivo.
Ellos mencionan y exhiben a una mujer detenida, sorprendida en pleno adulterio. Arguyen que la Ley mosaica obliga a ejecutar inmediatamente, mediante lapidación, a los infractores flagrantes, y precisamente allí está la trampa.

Si Jesús se apresura a adherir a la lapidación de esa mujer, se convertirá automáticamente en un subversivo a los ojos del invasor, pues toda condena a muerte había de ser confirmada por los tribunales romanos. Ello tenía un plus de imagen, la de un rabbí rápìdo en el castigo, totalmente contrapuesto y contradictorio con lo que suele enseñar.
La otra opción es peor aún. Si Él calla o se opone, se exhibirá como un hombre laxo que menosprecia la Ley de Moisés, un blasfemo, un infractor pertinaz.

Para desesperación y furia de esos hombres iracundos, el Maestro no responde con rapidez y escribe en el suelo, en la arena.
Mucho se ha escrito acerca de ello, y en todas las interpretaciones hay mucho de piedad que es preciso rescatar.

Quizás Él escribía el detalle de los pecados de los violentos acusadores. Tal vez añadía los de esa mujer. Posiblemente estén también los nuestros.
Pero en todo hay una constante: todo lo que se escribe en la arena, es borrado con rápida ligereza por el viento más liviano, y ése precisamente es el símbolo primero.

Porque lo que cuenta y permanece es la Palabra de Dios, y la Misericordia que allí se revela. Todo lo demás -hasta los pecados y las miserias más graves- son escritos lábiles en la arena frente a ese infinito perdón de Dios que sana y salva, que es lluvia fresca y es viento de vida.

El perdón de Dios nos libera de la muerte, y nos restituye dignidad y entereza, y razones cordiales que nos hacen preguntarnos el quienes somos nosotros para juzgar al hermano.

Paz y Bien

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