La alegría de Jesús


La alegría de Jesús no había nacido,

como en otras ocasiones,

en la soledad de la noche junto al Padre.

Ni era el punto final de largas reflexiones

meditando a los profetas

con los gritos del pueblo preguntándole en el alma.

La alegría le llegaba hoy desde la calle,

desde sus discípulos que narraban la misión,

de la fuerza del Reino

a través de su anuncio de incipientes oradores

de pobre gramática y toscos ademanes.

El Reino atravesaba a los ignorantes

y encendía sus vidas de pequeño candil

con las mechas apagadas.

Pero el Padre escondía el misterio a los entendidos,

tan seguros de sí mismos y con sus caminos roturados

para la llegada del Mesías.

El Reino no cabía en los atrios del templo,

ni podía sujetarse a las leyes minuciosas

de mosquitos colados

ni a las fuerzas entrenadas en la clandestinidad de los celotes.

No había espacio para el Reino donde el saber sobre Dios

se creía tan dueño del misterio

que ya lo tenía reducido a rito, piedra, humo,

denario, ley y espada.

Y brotó el Reino, bajo la sombra del Espíritu,

en el no saber virginal de los sencillos de la tierra.

Al contemplarlo Jesús,

se estremeció de alegría,

y en su risa se encuentran

los excluidos de este mundo.

Benjamín González Buelta, S.J.

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