Peregrinos en la esperanza de un Dios bendito que no nos abandona















Para el día de hoy (31/10/19):  

Evangelio según San Lucas 13, 31-35







La escena es cuanto menos extraña, y podemos arribar a diversas conclusiones: que un grupo de fariseos se acerque al Maestro para prevenirlo del riesgo del accionar de Herodes estará teñido de sospecha. Quizás haya un entresijo político, pues solían disputar espacios de poder herodianos y fariseos; tal vez pretendan que Jesús de Nazareth llegue sin sobresaltos a Jerusalem, porque allí ellos tienen un control casi total de la situación, o simplemente, intentan amedrentar el andar misionero del Maestro con la infusión de un miedo real, palpable.

Como sea, el peligro está allí, creciente. La sombra ominosa de la muerte, la violencia, la injusticia parece agrandarse minuto a minuto. Cristo lo sabe, y a pesar de todo permanecerá fiel a su misión hasta el fin.

Su respuesta es valiente y tiene cierto humor entrañable, como si le transmitiera una agenda puntual al tirano, pero a su vez hay una revelación trascendente, pues el tercer día en que consumará su obra es el tercer día de la Resurrección, el tercer día definitivo de una nueva creación.
Hay también un indicio magnífico: la fidelidad es crucial, más al enemigo, al demonio de todas las amenazas no tolera ni el buen humor ni el ridículo. No hay fuerza mayor que la firmeza de las convicciones ni las sonrisas que no pueden borrarse, aún cuando los dispensadores de luto se esmeren en sus mañas.

El Maestro se encamina decidido a Jerusalem para cumplir su vocación, permaneciendo firme en los sueños del Padre y asumiendo en su persona toda la historia y tradiciones de su pueblo.
Él nos revela también el rostro materno de Dios, la ternura del Creador que no se resigna nunca ni jamás deja de congregar y reunir a todos sus hijos dispersos.

En Cristo hay una perpetua afirmación de la vida que es también vocación y misión para todos nosotros. La búsqueda del bien del prójimo, expresar el amor de Dios aún cuando la noche parezca no terminarse, aún cuando redoblen los tambores del espanto, aún cuando todo indique que es mejor guardarse para tiempos más ligeros. 
Afirmar la vida con todo y a pesar de todo, peregrinos en la esperanza de un Dios bendito que no nos abandona.

Paz y Bien

Se vive y encarna el Evangelio sin tibieza, el resto es pura y vana apariencia














Para el día de hoy (30/10/19):  

Evangelio según San Lucas 13, 22-30









En verdad, quien esboza la pregunta acerca de cuantos serán los que se salven, parece más un cronista de tonterías usuales, presuroso por conseguir alguna primicia que sea vendible en el mundo de las noticias. Hay muchas preguntas que no pueden hacerse a la ligera.

La lógica clásica indica que una falacia es un razonamiento que induce a error aún cuando se revista de sutileza. La Salvación no es cuantificable, no se registra en contabilidades religiosas, y expresa quizás el criterio de beneficios divinos por pertenencia, es decir, la Salvación está garantizada -en aquél entonces- para los hijos de Israel, o bien para los que integran alguna nacionalidad, o para los que pertenecen a una confesión determinada, aún cuando ella fuera la fé católica.
No hay visas celestiales predererminadas. Fé y obras, nos vamos haciendo paso a paso, en el esfuerzo cotidiano y constante de permanecer fieles y fructíferos; nuestra identidad de hijos de Dios se define por el vínculo con el Padre y con los hermanos.

La Salvación es don y misterio del amor de Dios, pero también urdimbre santa de Dios y el hombre; no hay medias tintas, no hay espacio para relativismos. Se vive y encarna el Evangelio sin tibieza, el resto es pura y vana apariencia. Ésa, precisamente, es la puerta estrecha, vivir en plenitud la Buena Noticia, en compasión y justicia, en Espíritu y en verdad.

Aún así, cuando llegue el tiempo de rendir cuentas, no hay que andarse con temores. Nos espera un Cristo pleno de bendiciones, que nos quiere convidar a todos a su mesa grande de hermanos, con un gratísimo vengan benditos de mi Padre, porque no lo olvidamos en los hermanos desvalidos.

Paz y Bien

Lo que no cuenta a los ojos del mundo es importantísimo a los ojos de Cristo














Para el día de hoy (29/10/19): 

Evangelio según San Lucas 13, 18-21










La semilla de mostaza parece perderse en la palma de la mano, de tan pequeña e insignificante que es su apariencia. Nadie daría mucho por ella, y más aún, nadie se detendría un instante a observarla con detenimiento.
Pero esa ínfima semilla, tan pequeña, esconde en su interior una vida insospechada, al punto de germinar en las entrañas de la tierra, romper los terrones apretados del suelo y brotar de cara al sol, hasta convertirse en un arbusto frondoso, cobijo para tantos pájaros sin nido.

Contrariamente a los parámetros mundanos usuales, la fuerza de la semilla está en su propia debilidad. Cuando cae en tierra, se parte y germina y crece sin parar.
Así es el Reino de Dios: una realidad humana mínima, insignificante, sin relevancia aparente, que conoce sus limitaciones pero que sabe también no confía en su propia fuerza, sino en el amor de Dios que todo lo transforma.

Lo que no cuenta a los ojos del mundo es importantísimo a los ojos de Cristo, y es a través de la pequeñez por donde irrumpe la Salvación, por donde florece la vida.

Aún con esa fuerza imparable, hay un convite inesperado: el Dueño del campo nos invita a ser labriegos, campesinos que siembran sin cesar confiados en las bondades de esa semilla que tiene por destino el crecimiento, el florecer, el ir hacia arriba. No se trata tanto de ser imprescindibles o nó, sino de la confianza que se ha depositado en nuestras manos, de la grata tarea de seguro buen final, de la comunión asombrosa entre Dios y el hombre, el milagro de la Encarnación.

Porque toda semilla de bondad, sea cual fuere su origen, vá a florecer con la savia eterna que se nos ha concedido.

Paz y Bien

Con la confianza que Dios nos tiene



















Santos Simón y Judas, apóstoles

Para el día de hoy (28/10/19) 

Evangelio según San Lucas 6, 12-19








Monte, noche y oración, simbología perfecta del encuentro con Dios, de común unión mística, de identidad absoluta entre Cristo y el Padre.
En el ministerio de Jesús de Nazareth, la oración es una constante imprescindible, y así debería ser también nuestro peregrinar por estos campos, vidas orantes, existencias que se sustentan en la eternidad que quiere anidar en nuestros corazones.

Podría haber perpetuado el Maestro el cálido abrazo de esa noche de oración, en paz y calma totales. Pero así como la oración lo sostiene, la compasión lo impulsa -Espíritu de Dios en humanos pasos- y Él sabe que en el llano no hay paz, ni Dios, ni luz, y sobreabundan agobios, enfermedades, toda noticia es de antemano mala y nada tiene de novedad, una constante de dolor y humanidad derribada.
Y en ese llano no se dan casos aislados, sino que es una multitud de dolientes, librados a su suerte, al borde de todos los caminos, descartados de la vida. La tarea se asoma como inmensa para un sólo hombre.

Así entonces el Señor elige a doce de entre los suyos, doce con nombres y apellidos concretos porque no se trata de una cuestión abstracta sino de un llamado personalísimo. Son doce los primeros, símbolo y signo de las doce tribus de Israel, símbolo y signo de pueblo nuevo, de pueblo en marcha, de pueblo hacia la tierra prometida y santa de la liberación, pueblo nuevo congregado por la Gracia y el amor de Dios, colores primordiales de la Iglesia apostólica.

Esos hombres serán venales, falaces, traidores y también héroes, tenaces servidores y valientes testigos, como lo serán las mujeres y los hombres elegidos y enviados por la misma bondad a través de la historia, señales vivas de auxilio para las gentes.
No hay en juego cuestiones de éxito o derrota, sino de fidelidad y confianza.

Curiosamente, fidelidad y confianza son rasgos distintivos de Dios para con su pueblo, para con todas sus hijas e hijos. Él cree en nosotros, en asombrosa asimetría respecto de la fé y la confianza que en Él depositamos. De Dios son todas las primacías.

Él confía en nosotros y permanece en amorosa obstinación fiel hasta el fin a todas sus promesas, y ésa es la clave y horizonte de todo destino, nuestra esperanza y nuestra alegría.

Paz y Bien

Justificarse es ajustar el corazón al sagrado corazón de Dios
















Domingo 30º durante el año

Para el día de hoy (27/10/19):  

Evangelio según San Lucas 18, 9-14






Por cierta formación errónea, nos han quedado grabados ciertos estereotipos a menudo falaces, entre ellos los que se adjudican a los fariseos. Con cierto grado de torpeza, se nos ha inculcado que un fariseo es una suerte de avieso villano con ribetes hollywoodescos.
En realidad, los fariseos eran hombres profundamente religiosos a su modo, y la doctrina que sostenían, en gran parte, era digna de respeto y merecía ser escuchada tal como señalaba el Maestro, que recomendaba escucharlos, hacer y cumplir todo lo referente a la doctrina que enseñaban, pero con la advertencia de no guiarse por sus obras. 
El Maestro así se refería a cierta hipocresía que ellos encarnaban, dividiendo a los creyentes entre justos e injustos, puros e impuros y sosteniendo una religiosidad retributiva, la piedad comercial, el trocar actos pretendidamente virtuosos por favores divinos. El gran problema es que muchos de esos fariseos que le criticaban, y que con el tiempo devinieron en feroces enemigos suyos, no consideraban a Dios y al prójimo como su horizonte y su buen puerto. Su sol, alrededor del cual orbitaban, era su propio ego, un yo que no admite tú ni nosotros.
Cuando hay piedad intercambiada, cuando una buena vida sólo es producto de lo bueno que he hecho en mi favor como sentido último, no hay espacios cordiales para ingresar en la dinámica de la Gracia.

Un publicano tampoco era un dechado de virtudes. Eran judíos contratados por el ocupante imperial romano para el cobro de los tributos debidos al César: su actividad se apoyaba en la fuerza brutal de las legiones estacionadas en la zona, pues la evasión impositiva se consideraba sedición y por ello causal directa de la pena capital. A su vez, podían cobrar de más en provecho propio y esto ocasionaba prácticas extorsivas y corruptas sobre los más pobres; así entonces, un publicano es un impuro absoluto por los severos criterios religiosos imperantes dado que a diario estaba en contacto con monedas imperiales y con extranjeros, es un corrupto explotador de su propio pueblo y, para sus paisanos, es un miserable traidor.

El Maestro nos propone una imagen clara, un fariseo y un publicano orando en el Templo.
El fariseo exhibe una plegaria arrogante que no es tal, pues monologa acerca de sí mismo. Sigue estando presente su Dios pero como personaje secundario, no como su centro. Más aún, el hombre cumple sobradamente con las prescripciones, ayuna de más, paga mucho más del diezmo establecido, y se considera absolutamente distinto a las demás personas pues no es corrupto, no es adúltero y respeta el derecho. Él se considera integrante de una élite apartada de los demás -tal es el sentido primordial del término fariseo-, y su talante implica una orgullosa alabanza de sí mismo que se planta frente a su Dios en tren de exigir lo que por mérito le corresponde. El Templo como ventanilla de cobro de los favores divinos.
El publicano ha comprendido los desvíos y perversiones de su vida, que tanto daño ha hecho a los demás, y ni siquiera puede levantar la mirada ante el abismo que descubre entre sus miserias y su Dios. No tiene otra posibilidad que suplicar la piedad de su Dios, que es el único origen del perdón, de la salvación, de la restitución de una humanidad redimida. El perdón de Dios restaura y levanta, sana y salva.

El fariseo era erudito en temas religiosos, pero el verdaderamente sabio en las cosas de Dios es el publicano, pues éste intuye en las honduras de su alma que la Gracia es todo aquello que Dios puede hacer en su vida minimizada, y no tanto vanas puntuaciones de las que hacer gala.
Por ello él volverá justificado, pues justificarse es ajustar el corazón al sagrado corazón de Dios, entrañas de misericordia.

Toda comparación es injusta y odiosa. La justicia es fruto primero del amor de Dios.

Paz y Bien

La vida, un tiempo santo para que la Gracia fructifique















Para el día de hoy (26/10/19): 

Evangelio según San Lucas 13, 1-9







Siempre es necesario tener presente que los Evangelios no son crónicas históricas, ni es la intención de los Evangelistas presentar relatos históricamente exactos: los Evangelios son relatos o crónicas teológicas, es decir, espirituales, aún cuando en ellos puedan encontrarse datos que se correspondan con hechos puntuales.

En la lectura a la que nos invita la liturgia del día, Jesús de Nazareth hace referencia a dos de esos hechos específicos, un hecho brutal consumado por el pretor romano Pilato y el derrumbre de una torre que causa numerosas víctimas.
Estos dos hechos probablemente no encuentren constataciones o certificaciones científico-historiográficas; sin embargo, regresamos al postulado inicial. Y es menester señalar también el plano simbólico, la invitación a ir tras la superficie, más allá de lo evidente y encontrarnos con significados trascendentes.

Uno de los hechos destacados es el homicidio de varios galileos en el Templo por parte de las tropas romanas de Pilato: ello se condice con lo que en la actualidad se conoce de Poncio, su infame brutalidad sin límites y un antisemitismo abierto y sin restricciones, que a la par del gravoso significado del dominio imperial de la Tierra Santa por extranjeros, añadía cuanta injuria se le ocurriera que pudiera ofender a ese pueblo sometido.
La ejecución de galileos, con toda probabilidad, responde a importante inserción en Galilea del movimiento zelota, aquél que propiciaba la lucha armada, violencia sin restricciones para librarse de los romanos. Todos los zelotas, por ende, eran considerados subversivos de la peor especie, y en el status de la Roma imperial la sedición/subversión se pagaba invariablemente con la pena capital. Pero aquí no se trata tanto del horror del ajusticiamiento de guerrilleros, sino del modo: el bruto Pilato no se conforma con quitar la vida a varios hombres, sino que mezcla la sangre de esos muertos con la sangre de los animales utilizados en los sacrificios sagrados del Templo. Ello constituía para un pueblo tan religioso como el de Israel una infamia insuperable: han sido ofendidos en el ámbito en donde se aferra su identidad primordial.
Por otro lado también, el Maestro menciona otro hecho luctuoso, la muerte de varios jerosolimitanos tras el derrumbe de la torre de Siloé.

Si avanzamos por uno de los postulados iniciales de estas líneas -el plano simbólico- nos encontraremos conque el cuadro global nos presenta a los duros galileos del norte y a los mansos jerosolimitanos del sur, unos siempre bajo sospecha heterodoxa por su origen periférico, otros presupuestos como respetuosos observantes de la Ley, y allí se contiene a toda la nación judía, buenos y malos, y la consecuente interpretación que se realiza frente a una muerte injusta, violenta, inesperada.
Para una mentalidad religiosa como la imperante en aquél tiempo, las desgracias son la consecuencia necesaria de actos precedentes, es decir, una muerte tal vez impredecible y horrorosa sea la consecuencia de pecados pretéritos, un castigo divino por infidelidades, una modalidad terrible del por algo será, el vislumbre de un Dios severo y punitivo que ajusta las cuentas de los deméritos de su pueblo.

El Maestro, con esta hipérbole fundada en hechos reales, parecería que quiere indicarnos que todos, sin excepciones y tarde o temprano hemos de morir, y que tal vez sea necesario enderezar la vida de acuerdo a ello. Pero hay más, siempre hay más.
No se trata de razonar o justificar las desgracias, sino más bien y ante todo de vivir conforme a la Gracia, que no es más ni menos que vivir plenos, felices, enteros de humanidad. Las calamidades son la consecuencia directa de varias miserias y mezquindades, y nó de los castigos divinos.

La verdadera des-gracia es no aceptar ni aprovechar, aquí y ahora, el tiempo santo, el tiempo de más -totalmente inmerecido- que Cristo ha pagado para nosotros con su propia vida para que podamos crecer y dar frutos, el don asombroso de la infinita paciencia de Dios.
Porque la existencia y el destino han de edificarse, no está todo escrito y definido de antemano y así somos meros espectadores, sino hijas e hijos de Dios que labran su propia historia en sintonía propia de libertad.

Paz y Bien

Lectores de los signos de los tiempos














Para el día de hoy (25/10/19) 

Evangelio según San Lucas 12, 54-59








Muchos de los hombres que escuchaban con agrado y atención al Maestro eran labriegos y pescadores. Por su oficio, no sólo estaban acostumbrados sino que les resultaba imprescindible analizar los signos del clima para poder organizar sus tareas, para que sus esfuerzos no resultaran en vano.
Así, sabían cuando vendrá un día de calor bravo, cuando un aguacero, cuando un viento que les podría voltear sus pequeñas barcas a partir de la interpretación exacta de todas las señales que el tiempo iba arrojando a su paso, día a día.

La lectura que la liturgia nos ofrece en el día de hoy es pequeña pero a la vez muy intensa. Lleva el imperativo impulso del Maestro para convertirnos en agudos lectores del tiempo, de sus signos más profundos, de una realidad trascendente que nos deja señales en el día a día, a cada paso, y que solemos dejar de ver, pero que aún así son señales imprescindibles para permanecer con vida, pero vivos en plenitud, no meros supervivientes aferrados a tablas vanas en los naufragios que nos acontecen o que también solemos provocar.

Entretejidas en la historia humana y en el mapa cierto de nuestras existencias, los signos del Reino, del paso Salvador de Dios están allí, tangibles, evidentes para ojos capaces de mirar y ver, señales que nos dirigen la mirada hacia lo que en verdad hay que prestarle atención, y es que Cristo estuvo, está y estará siempre presente en los grandes hitos de la humanidad y en los aparentes devenires rutinarios del día a día, cristo siempre presente, Cristo salvador, Cristo compañero, lluvia buena de la Gracia que nos fructifica.

Paz y Bien

Corazones encendidos por el fuego del Espíritu
















Para el día de hoy (24/10/19):  

Evangelio según San Lucas 12, 49-53






Contrariamente a cierta tendencia muy presente entre nosotros, Jesús de Nazareth no es un personaje liviano y suave, adaptable a cierto carácter que lo vindica en un plano de dulzura falaz, inocua y complaciente.

Nada de eso.

Jesús el Cristo es un hombre encendido por el fuego del Espíritu, por ese fuego que se expresa en el celo puesto en las cosas del Reino y que nada ni nadie puede detener.

A diferencia de nuestros fundamentalismos, no es un fanático, pues alguien tal es incapaz de ver al otro y se encierra en su soberbia.
Aún así, su compromiso y su entrega son tan decisivos y totales que separan las aguas, inaugurando un nuevo éxodo, no dejando lugar a medias tintas.

Ese fuego que lo enciende jamás decrece, y a los que siguen en fidelidad sus pasos les sucede lo mismo.
Ese fuego es tan intenso que la luz que resplandece causará divisiones y enfrentamientos: su fulgor deja a clara vista lo que está vivo y lo que nos vá muriendo.

Por ello su paz no es ni la pax romana de la imposición ni la quietud de las necrópolis, ni la falacia de las torpes comodidades. Es una paz que moviliza, que despierta, que impulsa, que no nos deja quietos, que forja nuevos vínculos, inclusive aún mayores y más profundos que los heredados por la biología.

Ese fuego no puede jamás ser atado a ninguna negociación o componenda que pretenda minimizar sus efectos. La Gracia no se acota, es incontenible y asombrosa.

Hay que animarse a dejarse encender.

Paz y Bien

Servidores fieles que administran con pasión la Gracia de Dios















Para el día de hoy (23/10/19) 

Evangelio según San Lucas 12, 39-48







A pesar de tantas vueltas, discursos, razonamientos y bibliotecas, todo se decide en la fidelidad, y es un término que tiene la misma raíz que la fé, es decir, fides, intrínsecamente ligados por el mismo amor que es esencia del Dios de Jesús de Nazareth.

Así entonces, el primer distingo de todo administrador honesto es que sabe bien que lo que administra no le pertenece. No se apropia jamás de lo que es ajeno, y pone toda su capacidad y todo su corazón al servicio de eso que se le ha confiado en el insondable contrato de la bondad. Sabe bien que no hay espacio para mezquindades, y que a pesar de todas las lógicas mundanas -la mezquina ratio del costo/beneficio-, está muy bien des-vivirse por los demás.

Un administrador fiel nunca olvida que el Dueño ha de regresar. En ese regreso se establece su horizonte, y más aún: Él ya está de regreso, ahora mismo. Por ello se mantiene en contacto permanente con Aquél que le ha confiado tanto, para saber qué hacer y cómo hacerlo. Es lo que conocemos como oración, escucha y plegaria.

Un administrador fiel nada exige, pues la confianza que se ha depositado en él es un pago infinito, asombrosamente desproporcionado, maravillosamente ilógico. Un administrador fiel es un hombre feliz por esa confianza que -él lo sabe en las honduras de su alma- no merece, y que sin embargo se le renueva con rotunda determinación familiar, cuestión de Padre y de Madre también.
Esa alegría inmensa de la confianza concedida deviene en servicio y en esperanza compartida con sus hermanos, y tenderá puentes, y reunirá a los dispersos, y conciliará los corazones enfrentados.
 
Servidores fieles que administran con pasión la Gracia de Dios.

Paz y Bien

Ceñidos de esperanza












Para el día de hoy (22/10/19):  

Evangelio según San Lucas 12, 35-38








Ceñirse las vestiduras implicaba, en la Palestina del siglo I, amarrarse un cinto o un trozo de tela alrededor de la cintura y sujetando las ropas para que éstas no estorbaran los movimientos, en total disponibilidad de acción. 
Ello no es un llamado a la pura praxis por parte del Maestro; significa, ante todo, estar con el corazón siempre dispuesto y atento a lo que pueda suceder, inclusive en los momentos menos esperados y sorpresivos. Por ello también la exigencia de la lámpara encendida.
Esas lámparas de aceite, en aquel tiempo, no se encendían porque sí, dado el oneroso valor del combustible. Sólo se utilizaban un rato por la noche y en el centro de la vivienda familiar para prolongar el día y para iluminar a toda la familia.
Pero esta luz ha de estar encendida de manera permanente, para mirar y ver bien y para que todos los demás puedan también utilizar sus ojos plenos.

Se trata de la espera atenta que dá sentido. Este Cristo de Dios es nuestro hermano que ya está regresando, y que ha de volver en cualquier momento de manera definitiva. No somos navegantes erráticos, sino pescadores confiados con un horizonte diáfano de certezas.

Se trata de ceñirse de fidelidad, es decir, de preparar el corazón a fuerza de fé, en la misma sintonía amorosa de Dios, música de esperanza activa que no se adormece en comodidades mundanas ni se pierde en esas oscuridades en las que solemos caernos, de tan insignificantes que somos.

Porque, con todo y a pesar de todo, su regreso es la alegría definitiva, eso que llamamos felicidad. El amo que regresa y brinda a sus servidores fieles su afecto con mesa servida, es signo cierto de que no los considera siervos ni esclavos, sino miembros de su familia.

Así el Señor. Somos sus hermanas y hermanos, hijas e hijos, padres y madres, todos parte de su familia creciente que lo aguarda con mansa confianza, con servicial expectación, esta familia Iglesia.

Paz y Bien

La codicia impide que crezca y germine la fraternidad














Para el día de hoy (21/10/19):  

Evangelio según San Lucas 12, 13-21






De un modo pleno de significado y simbolismo, la lectura de hoy coloca en un mismo plano literario a la disputa hereditaria entre dos hermanos y a la parábola del hombre codicioso, y ello también tiene su correlato y su intencionalidad primera, que es la espiritual.

Le piden que actúe como juez o árbitro en medio del conflicto por dinero entre dos hermanos; el pedido no es extraño, toda vez que los maestros de la Ley podían, a su vez, ejercer tales funciones en cuestiones que estaban más allá de lo cultual, en todos los órdenes de la vida.
Sin embargo Él se niega a intervenir tal como se le requiere: aún cuando se cuidara estrictamente la razonabilidad y la legalidad al dictaminar en la disputa, en el fondo no hay solución posible. Porque esos dos hermanos han renegado uno del otro en aras del egoísmo, en beneficio del enriquecerse, todo a costa del otro.

Es por ello también que a continuación Jesús les refiera la parábola del hombre codicioso.
Nada material nos hemos de llevar cuando sea el momento de partir. Por el contrario, lo único que merece acumularse es, en la ilógica del Reino, todo aquello que damos sin condiciones, a pura generosidad.

Todo materialismo -de cualquier color ideológico- esconde codicia, y la codicia es la condición primordial de los sacrificios humanos, pues en el altar del dinero se sacrifica al prójimo, se razonan guerras, se articulan injusticias, se dispensa dolor y miseria.

En el mismo plano se encuentran las dos cuestiones, pues la codicia impide que germine y crezca la fraternidad.

Paz y Bien


Dios, tenazmente, hace justicia a los suyos













Domingo 29º durante el año 

Para el día de hoy (20/10/19):  

Evangelio según San Lucas 18, 1-8  







En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, las mujeres carecían de derechos excepto de aquellos que les garantizaba o procuraba el varón principal de la familia: cuando niñas sus padres, luego sus esposos y, eventualmente -frente a la viudez- el hijo mayor, pero siempre quien hablaría por ellas serían un varón. Su voz no tenía importancia, sólo se la oía pero no se la escuchaba. Se las tenía por menos, limitadas a parir y a las cosas del hogar, con severas restricciones de participación religiosa.
Obviamente, las viudas ejemplificaban el eslabón más débil, y en el caso que nos presenta el Evangelio del día se acentúa más: la viuda ruega ella misma, con tenacidad e insistencia, ante el juez injusto. No tiene nadie que hable por ella, y en principio nadie la escucha. 
Ella es también imagen de todos los desvalidos, de los que no cuentan, de los descartados a la vera de todos los caminos del mundo y que sólo tienen esperanza en Aquél que nunca los abandona.

La caracterización del juez es amplia, y nada queda librado a plausibles imaginaciones: no teme ni a Dios ni a los hombres, es decir, en su horizonte sólo hay una persona: él mismo. Ni hablar del derecho, de la justicia. Un necio completo que se ufana de renegar de Dios, del prójimo y de la Ley, de dar a cada uno lo suyo. Un corrupto titulado.

Quizás por la insistencia continua de la viuda, el juez finalmente cede y hace lo que debía haber hecho desde un principio, sin postergar nada razonando motivos espúreos. Pero seguramente no se trate de la molestia persistente en que se había convertido esa mujer: el continuo clamor, la súplica sin desmayos lo pone en evidencia, lo saca de la infame comodidad en que se encuentra.
La imagen es dolorosamente conocida para muchos de nosotros: sabemos y conocemos el pavor -mucho más allá del fastidio- que le tienen los poderosos a los pobres cuando claman por justicia a voz en grito, cuando salen a la luz sin temores, cuando derriban los tótems en apariencia inmutables de un mundo tan inhumano.

La parábola habla mucho de la persistencia en la oración, el manso y humilde poder que tiene, la plegaria que se vuelve sal y luz, que fecunda la historia, que tuerce los tiempos, que hace presente el Reino.
Pero también habla del rostro de Dios, de ese Dios Abbá de Jesucristo, del Dios al que le cantaba María de Nazareth, incansable clamando por la justicia, enfrentado desde siempre a los poderosos injustos, que inclina su oído y su brazo a los que nadie escucha y por los que nadie habla.

Allí hay misión evangélica, vocación de Reino, compromiso y cruz.

Paz y Bien

El Espíritu del Resucitado fecunda todo el universo para que no haya más silencios














Para el día de hoy (19/10/19):  

Evangelio según San Lucas 12, 8-12







Con el correr de los siglos se nos ha establecido y hemos aceptado una brecha infranqueable entre cielo y tierra, lo divino y lo humano, y a partir de ello será el modo de nuestro obrar, muy preocupados por el más allá pero consuetudinariamente olvidadizos del más acá.

Pero creemos en este Dios, el Dios de Jesús de Nazareth.
Este Dios es, sin dudas, el totalmente Otro. Hay una inmensidad indescriptible entre su eternidad y nuestro minúsculo lapso de vivir, que llamamos existencia. Pero este Dios es Amor, es un Dios que nada se reserva para sí, que no se aisla en cielos infinitos e inaccesibles. Es un Dios que se hace instante, se hace historia, se hace hombre, se hace uno de nosotros, en santa urdimbre de tiempo y eternidad, y por el que la tierra puede a su vez ser santa también.
Ha quedado tendido un puente para que nadie más quede aislado, y es un puente que late, Jesucristo, Dios que revela su rostro y se dá a conocer, Dios que sale al encuentro de la humanidad, Dios de la búsqueda tenaz y el reencuentro siempre feliz.

Frente a esto, es imperioso preguntarnos -corazón adentro, allí mismo en donde germina la verdad- a que Dios confesamos. Y más aún, si por esa confesión somos reconocidos como suyos, su gente, sus padres, madres, hermanos, en esta familia creciente que llamamos Iglesia.

Quizás nos aferramos a ciertas seguridades del culto y las normas religiosas. Es claro que esto es muy importante.
Pero seremos juzgados en el amor.
Por ello confesamos a este Cristo en el servicio abnegado, en la compasión para con el doliente, el caído, el que agoniza, la fraternidad con los pequeños y los que no cuentan, la protección denodada de todo aquel que no puede defenderse. Y todo por Él, y todo en su Nombre.

De seguro que nos descubriremos cada vez más mínimos, irrelevantes, carentes de palabras. Más no debemos preocuparnos, pues lo que diremos, porque Él habla por nosotros, en nosotros y se expresa en verbos y en gestos concretos.

El Espíritu del Resucitado fecunda todo el universo para que no haya más silencios, para que la humanidad recupere la Palabra de Salvación.

Paz y Bien

La historia es tiempo fecundado por el infinito de Dios













San Lucas, evangelista. Memorial

Para el día de hoy (18/10/19) 

Evangelio según San Lucas 10, 1-9









Si la conversión es el éxodo, el peregrinar de la esclavitud a la gloriosa libertad de las hijas y los hijos de Dios, sin lugar a dudas la misión es un perpetuo Adviento, ir allanando los senderos, preparando los surcos para la siembra santa, para despertar los corazones adormecidos y las almas resignadas porque Aquél que todos esperan -aún sin saberlo- está llegando. Y más aún, ya está entre nosotros.
Como Adviento, la misión ha de estar revestida de paz y con un manso tenor de alegría, fermento indispensable, vino del mejor para la fiesta de la vida.

Pero también hay una urgencia. Se trata de algo impostergable, urgentísimo, ni un instante puede desperdiciarse; en parte, se debe también al rotundo contraste entre nuestras mínimas existencias y la inconmensurable eternidad divina, que nos desnuda la exigua longitud de nuestros días.

En la tradición semítica, y especialmente bajo la ley mosaica, eran necesarios dos testigos con el fin de asegurar la verosimilitud de un testimonio, su fiabilidad, su veracidad incuestionable. Por eso la simbología de los enviados de dos en dos, pues la misión es misión de liberación pues se enarbola humildemente la verdad primordial, porque solos nada podemos, y porque especialmente la misión es comunitaria.

Quienes se hacen fieles a esta vocación misionera que es la vida cristiana, se aferran al absoluto que es Dios, a su bondad y providencia. Por ello mismo, no han de preocuparse por las cosas, equipajes y tantos otros menesteres razonablemente planificados. Ante todo, se trata de que los pies sean impulsados por la confianza de no ir solos, aún cuando se vaya abriendo huella en terrenos demasiado hostiles y peligrosos.

No se trata de hacer adeptos ni de sumar afiliados. Se porta una luz que no es propia, se lleva en el corazón una bendición que excede cualquier mensura, una bendición que hace que toda la tierra se haga santa, porque el Dios de Jesús de Nazareth se ha hecho hombre, se ha hecho historia y tiempo fecundado de infinito.

Y todo ese bien que puede prodigarse, merced a ese amor insondable de un Dios revelado como Padre y como Madre, es la alegría mayor y definitiva de que la vida de Dios, por Cristo y para siempre, es vida compartida, causa de toda felicidad, plenitud divina que por ello mismo es plenitud humana.

Paz y Bien

Un profeta anuncia las cosas de Dios y denuncia todo lo que se le opone
















Para el día de hoy (17/10/19): 

Evangelio según San Lucas 11, 47-54








A un profeta no se lo puede acallar, silenciar por la fuerza, por el descrédito, por las persecuciones. Un profeta anuncia las cosas de Dios y denuncia todo lo que se le opone, lo que es contrario a Dios y a la vida, y no se detendrá en floridos lenguajes de conveniencia. Por eso un profeta es molesto, incómodo, inconveniente y es una amenaza para los poderosos y los corruptos, y porque por su fidelidad, un profeta nunca callará la verdad.

Jesús de Nazareth, altísimo profeta, Cristo de Dios, lo sabía bien, y de allí sus imprecaciones, su lenguaje duro para con los escribas y fariseos. Esos hombres preferían el silencio del camposanto a la voz contundente de cualquier profeta.

Esos hombres rendían honores en sus blancas tumbas a los profetas muertos y asesinados, pero jamás los honraban ni escuchaban cuando estaban entre ellos.

Esos hombres imponían cargas pesadísimas, intolerables, sobre las espaldas del pueblo en forma de miríadas de normas a cumplir, bajo amenaza de condenación, rechazando de plano al Dios de amor y al tiempo de la Gracia que el Maestro les traía. Aunque a menudo se oponían -por otros motivos- al ocupante imperial romano, ellos eran tanto o más opresores que las legiones y los tribunos.

Pero especialmente, escribas, fariseos y doctores de la Ley, ocultos tras un florido y erudito léxico que era habitualmente incomprensible para las gentes más sencillas, confundían al pueblo, y de ese modo cerraban las puertas de acceso a la sabiduría a los pequeños. Esa cerrazón es negar el acceso a la Palabra, a la vida comunitaria, al crecimiento personal. Pero no advertían que a la vez de denegar la entrada a tantos, se revelaba que ellos mismos se quedaban fuera de los campos veraces y sabios.

Es menester rogar al Espíritu para que estos ayes nos duelan, y nos resulten molestos, para despejar la mente y el corazón de todo lo vano, de todo lo que nos hace daño y del daño que ocasionamos, para ingresar como felices hijos a la tierra prometida de la Gracia de Dios.

Paz y Bien

Hemos olvidado de lo verdaderamente importante, justicia y amor a Dios y al prójimo














Para el día de hoy (16/10/19): 

Evangelio según San Lucas 11, 42-46 






En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth las gentes debían afrontar el pago de diversos tributos o impuestos: los tributos debidos al ocupante imperial romano, los obligados para con el gobernante local -como los tetrarcas Herodes o su hermano Filipos- y los tributos religiosos.
Estos últimos se fundamentaban desde antiguo en la propiedad de su Dios sobre la Tierra Santa: de allí que a Dios le correspondieran los frutos primeros y mejores, llamados primicias. Estos fundamentos místicos los traduce el libro del Deuteronomio para el pueblo y establece así que se debía pagar el diez por ciento -diezmo- de las cosechas con el fin de procurar el sostenimiento del culto y la manutención de sacerdotes y levitas. Ese diez por ciento se aplicaba a las mieses y también a los frutos de árboles y arbustos, grano, aceite y mosto.
En cierto modo, había un asomo de constitucuón de un erario público, pues de esa recaudación saldrían también las limosnas destinadas a los huérfanos y a las viudas. La institución era muy antigua pero, no obstante, muy importante.

Con el surgimiento del fariseísmo, se extendió la imposición a las hierbas fragantes como la menta, a las medicinales como la ruda -que crecían silvestres- y a las legumbres. Así, un pueblo agobiado por las terribles cargas romanas y locales, debía preocuparse por las religiosas de su propia gente, y no es difícil imaginarse a un ama de casa separando una ramita de cada diez de menta o de ruda, o un grano de lentejas de cada diez, imposición absurda que, no obstante, debía cumplirse a rajatabla.

El gran problema es el cumplimiento de la norma por la norma misma, el gran problema es haber olvidado al Dios que le concede sentido y trascendencia, el gran problema es olvidar la justicia y la misericordia.
Porque es válido el diezmo hasta en las cosas más pequeñas siempre y cuando lo verdaderamente importante, esa misericordia y esa justicia sean fundamentales en la relación con el prójimo y con Dios.

Esos hombres que imponían a los demás cargas intolerables, a su vez eran muy vanidosos, y se ufanaban y aplicaban sus afanes en ser reconocidos, respetados y admirados, que se les cedieran los primeros lugares en las sinagogas, los besamanos respetuosos, las alabanzas. Así suplían el culto a Dios y la compasión para con el hermano por el culto a sí mismos en aras de un poder religioso creciente que provocaba que la religión deviniera en creencia opresiva sin trascendencia ni Dios.

Habría pues que cuestionarse si nos hemos olvidado de lo verdaderamente importante, justicia y amor a Dios y al prójimo, y desde allí establecer todo lo demás. Por más que se llenen alcancías y cepillos, prevalecerá un déficit cordial que pretende expulsar la Gracia y se aceptará como normal y habitual la opresión y el dolor, en absurda reverencia al egoísmo.

Quiera Dios abrirnos la mirada y liberarnos de estas cadenas que asumimos con tanta naturalidad.

Paz y Bien    


Toda ablución es primero interior















Para el día de hoy (15/10/19): 

Evangelio según San Lucas 11, 37-41






El conflicto entre Jesús de Nazareth y los fariseos era prácticamente inevitable. En la práctica, esos hombres estaban ofendidos porque un rabbí galileo, pobre y humilde -sin pergaminos ni credenciales- enseñaba las cosas de Dios con una autoridad inusitada que abiertamente los cuestionaba, y además, es de suponer que estuvieran horrorizados en cierta medida frente a la pérdida de poder y de prestigio.

Pero además, otra cuestión más raigal los situaba en veredas enfrentadas: esos hombres representaban la ortodoxia, la voz oficial de una religiosidad que suponía que mediante la acumulación piadosa y la estricta observancia de los preceptos se obtendría la Salvación y la bendición divina.
El problema no estriba en llevar una vida piadosa en todos los días de la vida, claro que nó. El problema es el aferrarse a una aritmética de la Salvación, a los méritos acumulables, a imaginar a un Dios dispensador de premios y castigos cuyo favor se obtiene a través de la escrupulosidad cultual.

Cristo ha inaugurado el tiempo de la Gracia y la Misericordia, y revela el rostro bondadoso de un Dios que es Padre, que ama a sus hijas e hijos sin reservas, que se brinda por entero, pródigo en amor y Salvación.

Esas normas estrictas implicaban, entre una miríada de obligaciones, que previamente a las comidas debían realizarse puntuales y específicas abluciones, así como también un cuidadoso y regulado lavado de los utensilios tales como las copas y los platos.
Jesús de sienta a la mesa y no las realiza, y ese fariseo que lo convida se extraña y de alguna manera también se escandaliza. No se trata de una razonable cuestión de higiene: se trata de que la verdadera purificación no es externa sino interior, comenzando por liberarnos del egoísmo que nos impide volver el corazón a Dios y al hermano, de allí la necesidad de la limosna, una limosna que no es dar lo que sobra sino más bien darse para que el hermano no pase necesidad.

Porque la ablución necesaria y el culto primero es la compasión.

Paz y Bien

Evangelio, señal de Salvación para toda la humanidad















Para el día de hoy (14/10/19):  
 
Evangelio según San Lucas 11, 29-32






La raíz de la crítica de Jesús a su generación -y a todas las generaciones similares- es la búsqueda de hechos prodigiosos, mágicos, signos en modo espectacular que, de algún modo, legitimen el obrar de Cristo. Pero en realidad, el requerir una señal de esas características en el fondo oculta las ganas de no querer creer, y de pasar por alto el testimonio solar y luminoso de toda la existencia y enseñanza de Jesús de Nazareth, signo absoluto del amor de Dios. Porque todo se oculta a la mirada mezquina de la razón subjetiva, pero resplandece a los ojos de la fé.

Así el Maestro afirma que a esa generación no se le brindará otra señal que la de Jonás. Detengámonos por un momento en esa historia.

Jonás era un profeta elegido por Dios para predicar la conversión a los habitantes de Nínive, capital del imperio asirio, quienes eran feroces enemigos de Israel. En la memoria colectiva judía, perduraban las derrotas y las humillaciones conferidas por los ejércitos y los reyes asirios, y si a eso le añadimos las tradiciones religiosas, cualquier varón que se reconozca como hijo fiel de Israel no sólo evitará todo contacto con ese pueblo extranjero y pagano, de dioses extraños, sino que a su vez deseará -razonablemente- la destrucción de ese enemigo que está muy cerca de sus fronteras, en ansias de prodigar cierta tranquilidad política y geográfica. También, la desaparición de un enemigo fuerte aumenta las posibilidades de Israel de erigirse como potencia sin competencia.

Sin embargo, Jonás es enviado a los ninivitas a predicar el arrepentimiento y la conversión bajo apercibimiento de una destrucción cercana. 
Una lectura lineal nos conduce a imaginar a un Dios que elimina con un simple gesto a los enemigos de su pueblo, sembrador de venganza, de muerte y destrucción. Sin embargo, se trata de algo mucho más profundo, y es que la elección de una vida en pecado -es decir, en deterioro progresivo por el mal vivido- conduce necesariamente al abismo. Somos nosotros los que nos aniquilamos en nuestras miserias.

Jonás es reticente y renuente a ir hacia la capital enemiga, más los motivos no son los que imaginamos. Él sabe bien que el Dios de Israel es rico en misericordia, clemente y compasivo, lento para la cólera, y lo que en realidad está ofreciendo a los ninivitas es una mano amiga de Salvación. En su prejuicio, huye hacia Tarsis. Prefiere escapar de la misión que Dios le ha confiado a ser artífice de que la misericordia llegue a esos extranjeros que odia y desprecia. Prefiere la destrucción de los asirios, sin darse cuenta que así socava sus mismos días, y su vida es la que queda malherida, en grave riesgo.
La amenaza de un naufragio lo arroja a las aguas encrespadas del mar, y pasa días en el vientre de una ballena, sepulcro viviente para su espanto y su reflexión. Esa muerte lo devuelve luego de tres días -signo de la Resurrección de Jesús- y su rostro marcado por la terrible experiencia de la muerte cercana y de esa bondad de Dios que lo confunde, lo vuelven indubitablemente creíble y fiable, con la entereza que solemos encontrar en la integridad de tantos hombres y mujeres. Esa entereza convence a los ninivitas, que se convierten a la misericordia de Dios desde el mismo rey al último de los súbditos, incluido el ganado.

Jonás es una señal inequívoca y asombrosa para los judíos de su tiempo: el amor y la misericordia de Dios no tienen límites. Las restricciones las imaginamos e imponemos, y por eso mismo Jonás también es una señal para todos nosotros, que solemos apropiarnos de manera monopólica de las bondades divinas.

Pero este Dios llueve su bondad y su perdón a todas las naciones, y se desvive para que las gentes emprendan el camino del regreso a la humanidad plena, y esto lo sabemos por la revelación de Jesús de Nazareth, que sin lugar a dudas, es algo más, mucho más que el bueno de Jonás.

Paz y Bien

La santa rebelión de la gratitud

















28º Domingo durante el año 

Para el día de hoy (13/10/19):  

Evangelio según San Lucas 17, 11-19











Uno de los significados principales de la escena del Evangelio para el día de hoy es el carácter de impuros de esos diez hombres.
En la Palestina judía del siglo I, los leprosos eran considerados impuros litúrgicos, es decir, se los separaba de la vida comunitaria -social y religiosa- por considerar la enfermedad de su dermis un signo exacto de pecado propio o de sus padres, y así el consecuente castigo divino. Era la impureza e indignidad total, y en su exclusión las cuestiones sanitarias o de higiene no tenían mayor relevancia.
Tal era la contundencia de la condena moral, que además de no poder vivir en los poblados o ciudades ni participar del culto, los leprosos debían de manifestar su condición vestidos con andrajos, despeinados y con parte de su rostro oculto, ventilando a los gritos su condición de impuro para que nadie tomara contacto con ellos. Más que el contagio peligroso, el contacto con el leproso comunicaba al infractor la misma impureza, volviéndolo a su vez indigno.
En los pocos casos en que había remisión de la enfermedad -lepra como mal de Hansen, lepra como psoriasis, lepra como simple afección cutánea-, el impuro debía de concurrir donde los sacerdotes, los que serían fedatarios y voces autorizadas de la readmisión social, y eso implicaba el reconocimiento del ignoto pecado causante del mal ya perdonado, y no un reconocimiento médico de la salud recobrada.   

Esta situación se magnifica cuando, además de leproso, uno de esos hombres es samaritano. Samaritano era sinónimo de extranjero, de mestizo, de impuro potenciado. Así, un leproso era un muerto social que voceaba en coro de vergüenza y desprecio su óbito.

Jesús se encamina con decisión a Jerusalem, a dar cumplimiento cabal de su misión. Es ampliamente conocido por todo lo que ha hecho de bien en Galilea, en Judea, en la Decápolis y en Samaria, pero es también un judío que peregrina hacia el Templo. Por ello esos hombres, sabedores de ambos aspectos, suplican a lo lejos su intercesión, la acción bondadosa de ese Maestro compasivo. Son hombres a los que le restringieron el alma y le colonizaron el corazón, y por ello se autolimitan y obedecen esos mandatos de muerte en vida, espectros a los que mejor no ver ni escuchar.

Pero este Cristo no está atado a ninguna norma ni a ninguna imposición limitante. Con Él hay más, siempre hay más, y será la Resurrección el fin de todos los imposibles. Por ello se detiene, por ello los escucha, y por ello los envía a presentarse al sacerdote. Aquí no hay magia ni artificios de apariencia fantástica y milagrera; se trata de pura justicia.
Una exclusión surgida de un entramado religioso debe finalizar definitivamente del mismo modo. Y Jesús de Nazareth no pretende abstracciones: hay dolientes que sufren y están agonizando en soledad, y es menester que sin violencia, sean readmitidos como hombres íntegros y totales al seno de la vida cotidiana, al entramado humano.

Los diez hombres, entonces, se encaminan presurosos al encuentro del sacerdote, y en ese caminar encuentran la sanación, símbolo de las cosas que deben crecerse y madurar, de los caminos que hay que andar y los que hay que desandar para humanizarnos en plenitud.
Sin embargo, un hombre regresa presuroso de agradecimiento para ponerse a los pies del Maestro, al descubrirse felizmente sano, libre, hombre nuevo.
Un sólo hombre regresa, y es precisamente el más impuro, el que nadie tienen en cuenta y todos desprecian, el samaritano.

Los otros hombres han obedecido con exactitud la Ley y sus prescripciones.
El samaritano desobedece el ritual impuesto, porque se ha encendido de la rebelión más santa, la de la gratitud.

Porque la Ley no salva.
La Salvación es don y misterio, y es también el reconocimiento de la acción asombrosa de la Gracia de Dios en nuestras existencias, fiesta de alegría contagiosa y liberación que se propaga.

Paz y Bien

María, Madre discípula y creyente


















Nuestra Señora del Pilar

Para el día de hoy (12/10/19) 

Evangelio según San Lucas 11, 27-28










Quizás esa mujer que eleva su elogio en medio de la multitud fuera una paisana nazarena. O tal vez una vecina de Cafarnaúm, en donde el Maestro habitualmente enseñaba, o de Caná de Galilea, en donde su madre era conocida. Ciertas historias difusas -apócrifas- hasta le adjudican origen preciso y un hijo llamado Dimas, con tendencia zelota.

Más allá de todo ello, vayamos por la vereda sencilla, que por ello mismo no deja de ser profunda: se trata de una mujer, probablemente una madre, la que en realidad se dirige a otra mujer como ella a través del Hijo, un Hijo que suscita en ella asombro y admiración. Es una dicha compartida entre mujeres, entre madres, ellas y sólo ellas son capaces de comprenderle en las honduras de su significado, en sus entrañas, en su afecto y su sangre.
No podemos sino sumarnos a ese gozo incontenible, bendito sea el Hijo de María, y benditos sean también todos nuestros hijos, que amamos más que nuestras propias vidas.

Pero el Señor vá más allá porque es el tiempo de la Gracia, y hay más, siempre hay más.
Sin lugar a dudas María de Nazareth es bendita por haberlo llevado en su seno, por haberlo criado y cuidado, por lucir con genuino y humilde orgullo su condición de madre.
Pero María de Nazareth es mucho más, es Bienaventurada, es plena, es feliz para siempre porque ha escuchado con atención la Palabra de Dios y la ha conservado en la tierra sin mal de su corazón nobilísimo y puro.

María de Nazareth es Bienaventurada por Madre y por discípula, una creyente con una fé pródigamente frutal, una fé que se expresa en lo concreto, en lo cotidiano, que no se queda en la declamación o en abstracciones a las que uno se adhiere, sino que es el Espíritu Santo que la transforma, clave de todo destino, vino de todas las alegrías.

Paz y Bien

Frente al Evangelio no puede haber neutralidad. Quien no suma, resta

















Para el día de hoy (11/10/19): 

Evangelio según San Lucas 11, 15-26 











La persona de Jesús de Nazareth no pasaba inadvertida y suscitaba múltiples reacciones entre sus contemporáneos.
Los pobres, los enfermos, los excluidos se alegraban y asombraban agradecidos por ese Cristo que hacía presente la bendición de Dios en ellos, un Dios que los amaba sin medidas, un Dios Abbá que inclinaba su rostro bondadoso hacia ellos.
Los dirigentes religiosos estaban cegados de celos y ambición, de soberbia e intolerancia. Aunque la verdad estuviera ante sus ojos, ellos verían otra cosa, tan cegados que estaban. Su reacción posee una triste obviedad, los que demonizan con brutalidad al distinto o al disidente, adjudicándole rótulos demoledores aunque estas etiquetas siquiera tengan un asomo de razonabilidad. La peor de las cegueras es la de negarse a ver.

Esos hombres, apropiadores falaces de identidades únicas y voceros absolutos de lo sagrado, pretendían tener la legitimidad para decidir cuales cosas provenían de Dios y cuales nó, exigiendo credenciales a su medida.
No nos es desconocido. Hoy mismo, bajo excusas institucionales y aparentes buenas intenciones ortodoxas, se cuestiona con brutalidad el llamado evangélico del Papa Francisco a la misericordia, a la justicia, a la sencillez.

Pero el Reino estába allí y aquí entre ellos y entre nosotros, siempre en tiempo presente, el bien que se prodiga hacia el ser humano, el mal en derrota que se encarna en la persona y las acciones de Jesucristo y en los que hacen presente el amor de Dios en Su Nombre.
Más aún, cada acto de justicia y bondad que surja en estos campos yertos es también cosa nuestra, que debe despertarnos y movernos al reconocimiento y la gratitud.

Frente al Evangelio no puede haber neutralidad. Quien no suma, resta. Quien no siembra y cosecha, desparrama. Quien no hace el bien, posibilita el mal.
Es menester llenar estos cántaros de barro que somos con el vino de la Gracia.

Paz y Bien

La oración cristiana está en las antípodas de cualquier trueque o regateo religioso














Para el día de hoy (10/10/19):  

Evangelio según San Lucas 11, 5-13











La oración nos pone en la sintonía noble de la humildad, enlace divino de amor paterno. A veces -casi siempre- es necesario desandar los rumbos complicados poblados de forzados razonamientos, y volver confiados a la sencillez del Evangelio.

Pide el que necesita, el que ha descubierto en su vida una carencia que no puede subsanar por sí mismo. Por ello pedir implica la aceptación de las propias limitaciones, aceptar y admitir que Alguien tiene más y puede más que nosotros, y por eso conocen más de pedir los pobres y los mendigos. Los satisfechos, los que se consideran llenos, sin necesidad de nada ni de nadie, esos no piden.

Busca aquél que sale de sí mismo, que tiene hambre de verdad y de encuentro, que se anima a romper la coraza de la rutina, a franquear la tranquera del no se puede, a ir, cada día, un paso más porque en su fuero íntimo sabe que hay más, siempre hay más.

Llama quien tiene la confianza de ser escuchado y respondido. No se vocifera al vacío ni se incordia a las paredes. Se llama a Alguien, y Él escucha, responde, dialoga, no enmudece.

La insistencia es la tenacidad de los que no adbican de la esperanza, de los que siguen confiando con todo y a pesar de todo. Los que no reservan la súplica sólo para los momentos críticos o para la mera conveniencia particular. La insistencia supone vidas orantes más que oraciones elegantes.

La oración cristiana está en las antípodas de cualquier trueque o regateo religioso, un quid pro quo de fórmulas en pos de beneficios divinos. La oración cristiana posee la asombrosa audacia de dirigirse directamente a Dios, de acosarle cordialmente con nuestros balbuceos y nuestras miserias, una audacia y una hermosa temeridad que surge de nuestra identidad única e intransferible, la de ser sus hijos merced a su infinito amor, Dios Abbá de Cristo y de todos nosotros.

Paz y Bien 

Dime cómo rezas y te diré quien eres














Para el día de hoy (09/10/19) 

Evangelio según San Lucas 11, 1-4










Dime como rezas y te diré quien eres.

En la Palestina del siglo I, cada grupo religioso poseía una plegaria propia que actuaba como distingo de los demás, como identidad que definía conceptos y pertenencias. Así los discípulos del Bautista, los fariseos, los esenios y muchos más rezaban de un modo único, y quizás a los discípulos les extrañaba que Jesús no los hubiera entrenado en tal sentido.

Pero ellos en parte -como nos suele suceder a nosotros- le tenían temor al silencio, y así la escucha se les hacía gravosa, casi imposible, y por eso la necesidad de encontrar una fórmula propia para repetir en el momento que fuere necesario, y en especial en las situaciones críticas.
Y es imprescindible suplicarle al Maestro que nos vuelva a enseñar.

Aprender a orar, en el tiempo de la Gracia, es ponerse en la perspectiva de los hijos, de niños pequeños, de confianza y abandono sin temor.
Aprender a orar es redescubrir y afirmar sin ambages que Dios no es una deidad lejana e inaccesible sino un Padre cercano, un Padre que nos busca, un Padre que nos ama, un Padre que no descansa por nuestro bien.
Es poner manos a la obra y corazón en rumbo hacia el horizonte maravilloso de la santificación de la tierra por el Nombre que todo lo hace posible.
Es rogar que acontezca aquí y ahora, ya mismo y sin demoras, el Reino de Dios que es justicia y paz, perdón y misericordia, amor y Salvación.
Porque sabemos que ese cielo no es tan lejano y que no hay imposibles porque somos hermanos del Resucitado, bregamos para que la voluntad de Dios que es la vida -y vida plena- se cumpla en todos los ámbitos.
Y no queremos que falte el Pan de vida ni el pan del sustento, para cada hija y cada hijo de Dios, allí en donde se encuentren.
Y sabemos que tenemos tantas miserias que abren heridas saladas, y que sólo por el perdón sanan los corazones, suplicamos con confianza. Para no caernos, para no abandonarnos, para no ceder a los miedos.

Que el Maestro nos conceda aprender a orar nuevamente, cada día, todos los días.

Paz y Bien


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