Un Mesías paradójico e inconveniente












Para el día de hoy (30/09/17) 

Evangelio según San Lucas 9, 43b-45






Las multitudes se admiraban del rabbí galileo; desbordaban de entusiasmo, les resultaba increíble y a la vez esperanzador, una señal clarísima de Dios.
Ese entusiasmo era difícil de soslayar, potro joven que en mayor o menor medida todos querrían galopear. El entusiasmo, en su positividad, es leve, ligero, no cuesta nada, y Jesús de Nazareth colmaba muchas de su expectativas truncas, de sus frustraciones, de las humillaciones que sufrían a diario. No está nada mal, claro que nó, esas gentes intuían con certeza que en el Maestro se revelaba el asombroso amor de Dios.

Pero hay más, siempre hay más. Y el Maestro quiere los suyos, sus discípulos, emprendan el éxodo de la tierra esclava de los preconceptos, para que puedan asumir con Él su Pascua.
Así entonces les anuncia la Pasión que asumirá dentro de muy poco tiempo. Pero eso no es todo: se reconoce como Hijo del Hombre, es decir, Hijo de la humanidad, un Dios que se hace hermano, hijo, muy pero muy cercano, tan cercano al hombre que es parte de su familia, de todos los pueblos, de todos más no propiedad exclusiva de unos pocos.

A todas luces, es un Mesías inaceptable. Es un Mesías que reniega de pompa y honores, de poder que se detenta, de fuerza que derrota militarmente a sus enemigos, un Mesías que parece escaparle al éxito, que asume humildemente fracasos y derrotas, humillaciones y avances implacables de los malvados.

Los discípulos temen preguntarle acerca de ello, porque en verdad no lo comprenden pero tampoco lo aceptan. Su silencio se corresponde con exactitud al orgullo inveterado de no reconocer que hay cosas que se ignoran y cosas que están por fuera del alcance de la propia comprensión. Y peor aún, decirle a ese Cristo que vive y camina con ellos que en nada se parece al Mesías que ellos esperan.

No hay otra explicación que la del amor, que todo lo trasciende, que supera las miserias y horrores que se imponen, que transforma los patíbulos en árboles frutales, las noches cerradas en amaneceres tibios, la muerte implacable en vida que se acrecienta y no tiene fin.

Paz y Bien

Realidad trascendente













Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Para el día de hoy (29/09/17) 

Evangelio según San Juan 1, 47-51






En el plano religioso, como en el acontecer diario, los mecanismos de transferencia juegan un rol destacado. Sin la intención de caer en psicologismos estériles, en algunas figuras solemos depositar nuestras miserias, nuestras frustraciones, nuestras ansias, nuestras comodidades y también nuestros prejuicios.

Por entre los abundantes ejemplos, destaca nuestra actitud frente a los ángeles, a veces con carácter de fingida religiosidad que se interna en la superstición, a veces con rotunda ingenuidad. Aunque en verdad, son los niños quienes deberían dar cátedra a toda la Iglesia acerca de los ángeles.

Pero la Encarnación de Dios en Jesucristo ha inaugurado un tiempo nuevo y santo, tiempo de Dios y el hombre, tiempo de la Gracia, tiempo de tiempos. Y así, la historia humana es mucho más que una sucesión concatenada de episodios perceptibles por los sentidos, aún cuando la razón pueda establecer profusas teorizaciones. 

Los ángeles -mensajeros de Buenas Noticias- nos anuncian que hay una realidad trascendente, en donde se enraiza toda esperanza, y que es el fruto mejor de un Dios que es amor, vida que se ofrece sin condiciones ni restricciones. Esa trascendencia tiene un significado importantísimo: implica que la eternidad está entretejida en nuestra temporalidad, que los límites y los imposibles no son definitivos, que el infinito nos abraza en el aquí y el ahora. No se trata de otro mundo -tal vez, ajeno o postrero- sino una dimensión que puede y debe alcanzarse desde la cotidianeidad. Porque cuando se hacen presentes los mensajeros, es señal inequívoca de la presencia del mismo Dios.

Así también sucede con mucha gente, mujeres y hombres silenciosos y humildes, a menudo invisibles, pero que desde su integridad, de hombres sin dobleces, hacen memorial permanente de Dios con nosotros, de maravillas y milagros cotidianos, de una vida redescubierta como don único y valioso.

Paz y Bien


Cristo interpela











Para el día de hoy (28/09/17) 

Evangelio según San Lucas 9, 7-9







Jesús de Nazareth no pasaba desapercibido para nadie. Ni para el pueblo, ni para la clase dirigente, ni para la oficialidad imperial romana. Todos ellos intentaban comprenderlo -y clasificarlo- desde las gafas opacas de sus preconceptos producto de su religión enquistada, de tradiciones pétreas, de su ideología o de la pura praxis política que ansía la perpetuación en el poder.

Así, para algunos era Elías reaparecido, para otros uno de los viejos profetas de Israel: allí refulgían todas las ansias de liberación y de restauración de un pueblo lastimado y sometido, que sentía en su fuero íntimo la humillación del imperialismo romano y el peligro de disolverse como nación.
A la vez, para otros era el Bautista resucitado, expresión culposa de quien escucha a medias, con cierta simpatía sin compromiso, esa prudencia extrema que esconde cobardías varias, esa intelectualización sin vida transformada, sin conversión, la actitud del espectador pasivo que no se anima a edificar su propio destino, presa fácil de los poderosos y de los que ejercen dominios sobre mentes y corazones. En cierto modo y de manera tácita, ellos confiesan la necesidad de volver a escuchar una voz tan fuerte e íntegra como la de Juan, para que les disipe las comodidades falaces, para que vuelva a despertarlos.

En la lectura del Evangelio para el día de hoy destaca la postura del tetrarca Herodes frente a Jesús de Nazareth. Este reyezuelo, vasallo de los romanos, ejercía un poder omnímodo en la región que dominaba, sin ninguna limitación ética, apelando a la violencia, a las componendas corruptas, a cualquier tipo de conspiración en tanto que él mismo intuyera que hubiera en ciernes una amenaza a su poder. En síntesis, Herodes no es más que un brutal homicida -muy paranoico y a la vez supersticioso-, que ahora comienza a arrojar manojos de tinieblas sobre el Maestro, pues comienza a interesarse en Él, y no es un interés genuino en conocerle, sino en determinar con rapidez si a este rabbí galileo es menester aplastarlo como hizo con sus familiares, con el Bautista, con muchos de sus súbditos.

Todo esto nos realiza un convite aún mayor, que es el de otra perspectiva, más profunda, trascendente, y es el darnos cuenta y tomar conciencia que la presencia de Cristo pone en evidencia qué somos y cómo somos, lo que somos especialmente en relación con los demás.
Todo sale a la luz, nada ha de quedar escondido

Y a pesar de los ingentes peligros y las brutas amenazas, hemos de suplicar que otros tantos Cristos, esas hermanas y esos hermanos del Señor que siguen sus pasos en humildad y fidelidad desde la caridad, sigan poniendo en evidencia y cuestionando a los poderosos, a los que hacen daño, a los que nada les importa y sacrifican en el ara del poder y con la liturgia del egoísmo la raíz humana, el prójimo.

Paz y Bien

Humildes obreros de Cristo










Para el día de hoy (27/09/17): 

Evangelio según San Lucas 9, 1-6






Quizás los Doce no hayan tomado conciencia plena de la misión que el Maestro les encomienda. Tal vez nosotros tampoco. Es que el Maestro, al darles poder y autoridad para sanar y liberar, para proclamar la Buena Noticia del Reino de Dios deposita en ellos una confianza inimaginable, pues la misión de Cristo será ahora la misión de los discípulos.

En cierto modo, Él tiene en ellos una fé impresionante que, sin dudas, no es recíproca.

La misión no tiene nada de abstracto. A menudo se ha afirmado que la misión de la Iglesia es la salvación de las almas; sin embargo, esa afirmación esconde visos de abstracción y un énfasis postrero, post mortem, que se aleja con escasa compasión de la insondable ternura de la Encarnación de Dios.

Hay muchos demonios que expulsar. El demonio del egoísmo. El demonio que confunde, que aleja a los hermanos. El demonio que enturbia las miradas para no poder ver a Dios como un Padre bondadoso, y sí como un verdugo punitivo sediento de sangre. El demonio de la exclusión y la soberbia. El demonio que no permite crecer en humanidad y honradez.

Muchos son los dolientes. Enfermedades corporales que hacen sufrir, patologías espirituales que aniquilan las semillas que crecen con vida nueva. Corazones divididos, corazones dolientes, corazones agobiados de miseria y soledad, hijos abandonados de todas las omisiones.
Es misión de paz en donde la violencia no tiene lugar, en donde el poder que se ejerce es el servicio a los demás. Misión de liberación, porque mujeres y hombres han de erguirse mansamente desde los fangos en que están sumergidos.
Misión humilde que confía en la divina providencia antes que en el falso dios del dinero, que se aferra al Espíritu antes que a las cosas.

Pero por sobre todo, y aunque es necesario decir las cosas como son, proclamar la Buena Noticia para todos los pueblos comenzando por los pobres, se trata de ser Evangelios vivos, palpitantes, Evangelios que respiran, Evangelios en donde en cada segundo de la existencia se pueda leer el paso salvador de Dios por la historia.

Humildes obreros para mayor gloria de Dios.

Paz y Bien

La familia del Señor










Para el día de hoy (26/09/17) 

Evangelio según San Lucas 8, 19-21





En los pueblos semitas mediterráneos del siglo I y en otras tantas culturas, la pertenencia tribal y racial era un factor determinante que confería identidad y pertenencia. En el caso específico de Israel, el núcleo primero de la tribu era la familia, y a su vez era la vía de acceso a la nación y pertenencia judías; en los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, las tribus y familias judías se cerraban cada vez más sobre sí mismas pues su nación estaba sometida por el poder militar de una potencia extranjera, y por el riesgo creciente de la contaminación extranjera, de una colonización imperial que les ganara no solamente el territorio sino también su cultura, es decir, sus mentes, sus almas.
Otro factor importante a tener en cuenta también es el miedo, el miedo a que el opresor romano -a quien se desprecia- tome cualquier actitud sospechosa o extravagante como subversiva y, en consecuencia, la aplaste con devastadora violencia.

Como una cuestión puramente objetiva y abstracta, detengámonos por un momento en la vereda de la familia y la tribu nazarena de Jesús: el niño que vieron jugar y crecer, el hombre que tenía el mismo oficio de su padre José -tekton-, de repente se larga a los caminos a hablar de Dios y a hablar en nombre de Dios, a curar enfermos, a juntarse con indeseables, a enfrentarse sin ambages con los guardianes de la tradición religiosa de Israel. Y las gentes más sencillas cada vez lo seguían en número creciente, con especial agrado y atención.
Allí había una ruptura y un peligro para Él y para ellos. Ese Jesús o se había vuelto loco, o estaba cometiendo demasiadas imprudencias que podían desatar las furias romanas. Pero además, hay algo más primordial que eso, y es que este rabbí caminante ha roto el molde, no se corresponde en nada con lo que los suyos esperan de Él, la vida que para Él han imaginado y hasta diseñado.
Así es harto lógico que se lleguen a Cafarnaúm a buscarle, para en cierto modo rescatarlo de esa locura, hacerlo volver en razones y llevarlo al reducto seguro de Nazareth, menos expuesto que en la ciudad de gran movimiento en donde se encuentran ahora.

Si extrapolamos esta situación al ámbito de nuestros corazones, nosotros también, en cierto modo, gustamos de hacer lo mismo, regresarlo a la tribu de nuestros templos o a la seguridad de nuestras creencias -que nó de nuestra fé- para que este Cristo no nos quiebre nuestros mediocres esquemas ni se nos difuminen las caricaturas mesiánicas a las que nos aferramos, porque es mucho más de lo que esperamos. Y porque no permitimos a Dios ser Dios.

Allí en Cafarnaúm, el Maestro -rodeado de gentes sedientas del agua viva de la Buena Noticia-, la Madre y los parientes, esa tribu originaria, se hacen presentes arrogándose quizás el derecho y la primacía sobre Jesús. Ellos están primero, y a ellos les pertenece.
Pero este Cristo no le pertenece por la sangre, ni por la raza, ni por la cultura. No es de una familia escasa, ni de un grupo puntual, ni de los nazarenos, ni de la misma Iglesia.
Él borra esas fronteras de pago chico, y amplía la familia hasta límites insospechados.

Los nuevos vínculos familiares son vínculos espirituales, crecidos a la luz y cobijo de una Palabra que está viva y es Vida, Palabra escuchada y practicada.
La familia de Cristo es un insondable misterio de amor, abierta a toda la humanidad. Dios mismo nos hace parte de su familia, hijas e hijos, hermanos en el presente en camino hacia la plenitud eterna.

Paz y Bien

Lámpara es tu Palabra para mis pasos










Para el día de hoy (25/09/17) 

Evangelio según San Lucas 8, 16-18





Las parábolas que utilizaba Jesús de Nazareth para enseñar la Buena Noticia no requerían explicaciones. Sus oyentes no las necesitaban pues Él les hablaba a partir de cosas que todos ellos conocían y vivían a diario, y es eso, esa voluntad de hablar con las mujeres y los hombres de hoy a partir de sus aconteceres diarios, en sus mismos idiomas, lo que nos anda faltando. Nos gusta perdernos en las tortuosidades de profusos razonamientos eruditos, psicológicos o teológicos invariablemente teñidos de abstracción, contrapuestos al maravilloso sentido de la Encarnación de Dios. Y así la misión deviene en una mera captación de adeptos.

Esas gentes entendían perfectamente. En los tiempos de la predicación del Maestro la luz era un bien muy preciado...y muy caro. Cuando caía la tarde en Palestina, sólo quedaba irse a dormir debido a la oscuridad; las viviendas familiares de la gente sencilla estaban compuestas, por lo general, de un monoambiente amplio en donde convivía la familia. Y para prolongar por un rato más el día, compartir con los afectos, comer, rezar, mirarse, y hacer alguna tarea pendiente, se ubicaba una lámpara de aceite en el sitio más elevado de la habitación. A nadie se le hubiera ocurrido colocarla bajo la cama o cubrirla con un recipiente. La lámpara, la luz, ha de estar bien a la vista para que a todos irradie.

No hay que ir a menos. La luz no nos pertenece, de ningún modo, pero con una inefable confianza depositada en nosotros, se nos ha confiado su cuidado, el portarla, el llevarla a todas partes. La luz de la verdad, la luz de la justicia y el derecho, la luz de la compasión, la luz de la solidaridad, la luz del servicio, la luz de la fraternidad.

No se trata de premios o castigos.

Cielo e infierno no sn cuestiones específicamente postreras. Se deciden mayormente en el aquí y ahora, por la libertad que ejercemos si somos fieles a la verdad, por las tinieblas que nos empeñemos en enarbolar. Todo ha de saberse, y es en cierto modo una cuestión de cosechas. No es tanto el mentado todo vuelve, sino más bien los frutos de las semillas que andamos esparciendo. Todo se cosecha en la existencia.

Más allá de todas estas pobres especulaciones menores, la verdad primordial y fundante es el amor de Dios. Pues todos somos niños pequeños dependientes absolutos de su Misericordia.

Que la luz de la Palabra sea lámpara para nuestros pasos.

Paz y Bien   

María de la Merced, Madre de la liberación












Domingo 25° durante el año

Nuestra Señora de la Merced

Para el día de hoy (24/09/17):  

 
Evangelio según San Mateo 20, 1-16



¿Quien lo hubiera pensado? Sólo en los amorosos sueños insondables de Dios podría suceder.
Ella es apenas una muchachita campesina -una niña- de aldea ignota, una desconocida, una nadie, casi invisible para todos menos para Aquél que la amaba desde toda la eternidad.

Era tal la desmesura de ese Dios enamorado que la trata con una delicadeza inaudita y le pide permiso.
De su Sí dependerá la suerte misma del universo, de su Sí y su confianza se iniciará el camino del regreso a la vida plena, a la vida que no se termina. En las honduras de su ser se crece el Salvador de toda la humanidad, el que recreará a puro amor a toda la creación.
La Salvación tiene un rostro bien definido de mujer.

Ella es la que corre presurosa, madre en ciernes de pies descalzos, allí en donde hay una necesidad, en donde se requiere una mano amiga, un abrazo solidario, un auxilio incondicional.
Ella es la que no se contiene, y canta con voz firme al Dios de Gracia y la bondad que se ofrece a los que no cuentan, a los más pequeños, a los que son como Ella misma, invisibles pero de corazón grande, Dios que es roca firme en sus promesas invariablemente cumplidas, Dios siempre fiel, el Dios que se desvive por los humildes y levanta a los caídos, el que no vacila en derribar a los poderosos de sus tronos, el Dios de la mesa grande siempre dispuesta para los hambrientos.

En la mirada de María de Nazareth adivinamos la mirada de Jesús. En donde está la Madre, encontramos al Hijo, y con Ella, a pesar de todas las cruces más dolorosas, cobijamos pecho adentro lo que aún no comprendemos para que nos germine, para que la verdad se expanda, para que haya fiesta grande allá y aquí por cada cadena que se rompe, fiesta de liberación, esperanza que se reza para que no persista ninguna cautividad.

María al pié de la cruz, María del vino bueno y nuevo que nos anda faltando, María Madre, hermana, amiga, compañera de todos nuestros caminos, María de la Libertad que es menester procurar a cada instante y conquistar a fuerza de servicio y de vidas ofrecidas.

Para ser redentores con el Hijo en un mundo plagado de opresiones.
Para todas mis hermanas y hermanos mercedarios, Feliz día de la Madre.

Paz y Bien

Sembradores confiados










San Pío del Pietrelcina, presbítero

Para el día de hoy (23/09/17) 

Evangelio según San Lucas 8, 4-15




La escena transmitida por el Evangelista Lucas es magnífica: una multitud venida de todas partes que se reune alrededor del Maestro, escuchándole con atención. Muchos de ellos sin dudas eran labriegos o campesinos, por lo que podemos imaginar sin ninguna dificultad sus gestos de asentimiento y asombro frente a la parábola que Jesús de Nazareth les brinda.

Es llamativo que en toda la parábola -no en su explicación privada y posterior a los discípulos- no se mencione Dios, Reino, Salvación o Mesías. En este sentido, la parábola es descaradamente profana y, tal vez, demasiado secular para los religiosos profesionales de miras estrechas.
El asombroso tesoro escondido tras sus vocablos e ilógica es que el Reino de Dios está indefectiblemente entretejido en lo cotidiano, la eternidad en santa urdimbre con el aquí y ahora.

Pero también enciende las alarmas de nuestras prudencias desmedidas la actitud del sembrador. Pareciera un sembrador demasiado despreocupado, o quizas hasta algo tonto y torpe, pues parte de esa semilla -los campesinos galileos sabían que las semillas eran bastante caras- vá a parar a sitios en donde no hay frutos buenos ni germinación ni crecimiento constantes. Hay algo de pátina azarosa en su conducta, pero hay mucho -muchísimo- de confianza en lo que sucederá en los surcos. Con todo y a pesar de todo, de las tormentas, las piedras, las plagas o la cizaña engañosamente tibia.

El sembrador actúa de ese modo tan extraño porque confía totalmente en la semilla que porta, en su impresionante fuerza escondida, en su maravillosa capacidad de rinde, pródigamente frutal. Y aunque muy a menudo en los surcos no estará a la espera la tierra fértil de las almas, a pesar de ello han de crecer árboles frondosos y habrá una cosecha de frutos extraordinarios.

No podemos permitirnos los desánimos personales ni misioneros. La fuerza de la Palabra de Dios no se deja atrapar por nada, y basta cobijarla al calor de los corazones para que la vida, esa vida que siempre se nos está creciendo y renovando, vuelva a brotarnos en cada amanecer.

Paz y Bien

Discípulas y seguidoras









Para el día de hoy (22/09/17) 

Evangelio según San Lucas 8, 1-3







La lectura que la liturgia nos ofrece el día de hoy se limita a sólo tres versículos. Parece muy corta, especialmente si comparamos con otra como la correspondiente al día de ayer; sin embargo en esos pocos versículos condensa y revela la trascendencia que para Jesús de Nazareth tenían, como hijas de Dios y como integrantes de la comunidad cristiana, las mujeres, sus discípulas.

Ello se destaca si por un momento observamos con detenimiento la situación de la mujer en la Palestina del siglo I, especialmente entre el pueblo judío: ellas carecían de derechos y voz propia -ciertos rabinos, incluso, las consideraban indignas de participar en la sinagoga o de aprender a leer y a escribir-, y estaban en la práctica totalmente sometidas y dependientes de su padre o de su esposo, según su edad o estado. Concretamente, su destino era el concebir los hijos y cuidar la casa, y en ese talante, ninguna mujer que tuviera una conducta honorable y adecuada hablaría ni frecuentaría otro varón que no fuera su padre, su esposo o eventualmente su hijo adulto.

Por ello mismo que mujeres de distinta extracción social fueran tratadas como iguales por ese rabbí galileo horrorizaba y llenaba de suspicacias a las mentes rígidas sin corazón. Peor aún cuando Él no dudaba ni un instante en tocar, recibir, sanar y bendecir a aquellas portadoras de algún estigma insoluble, como la impureza, el pecado, o simplemente la baja reputación.

En principio, el Evangelio para el día de hoy anticipa con toda precisión que quienes serán las primeras testigos privilegiadas de la Resurrección, del triunfo de la vida, y a su vez serán evangelizadoras de los apóstoles, son mujeres que no están allí por arribistas, ni por circunstancias fortuitas o azarosas. Ellas han estado junto a Él desde los mismos comienzos de su ministerio en Galilea, han recorrido los caminos a su lado, han participado como misioneras al igual que muchos otros. Ser testigos es parte de esa misión que les ha ido creciendo y madurando en sus existencias.

Y otra cuestión también es raigal: con deliberada y magnífica intensidad, el Evangelista Lucas señala que algunas de esas mujeres han sido sanadas por Cristo de enfermedades y malos espíritus. Quizás esos malos espíritus tengan que ver con resignarse, con aceptar ser menoscabadas, con no poder vivir en plenitud, ser felices.
Ése es el distingo: son testigos y son discípulas no por haber aprendido una doctrina, sino por redescubrir a cada instante el paso salvador de Dios por sus vidas, y todo el bien que Cristo ha hecho en ellas, un Cristo que es su hermano, su Señor y su amigo.

Esa esperanza y esa reivindicación fraterna -que nada tiene que ver con un feminismo banal- provienen de Cristo y hoy, en pleno siglo XXI, seguimos sin quererlo aceptar en todas sus dimensiones de Buena Noticia.

Paz y Bien

Cristo nos busca









San Mateo, apóstol y Evangelista

Para el día de hoy (21/09/17): 

Evangelio según San Mateo 9, 9-13



Para los judíos del siglo I, un publicano es una persona despreciable, ubicado en un mismo escalón moral que las prostitutas. Se trata de otro judío al servicio del opresor romano, que sentados a sus mesas recaudan las tasas o impuestos imperiales: para los estrictos fariseos, un publicano es un hombre contaminado, un impuro religioso por estar en contacto habitual con extranjeros y con sus monedas. Para el resto del pueblo, se trata de un traidor, vendido a los intereses del que somete a la tierra de Israel, y que a menudo abusa de su posición con prácticas extorsivas para con sus paisanos. Desde todas las perspectivas, eran odiados fervorosamente y su vida personal se relegaba a su familia y al contacto con sus pares,un ostracismo difícil de romper.

El encuentro parece casual, un caminante más por las calles y la mesa tributaria como un accidente del terreno que es preferible sortear, pasar de largo, en especial por el indeseable que está allí, con su infame tarea cotidiana.
Pero el Maestro nazareno tiene una conducta extraña, escandalosa para los observantes rígidos e inmisericordes. Se detiene y lo observa, no se anda con cuidados por los potenciales comentarios de otros, seguramente lo mira a los ojos al publicano.
Las cuestiones importantes siempre son personales, que atañen a la raíz de la existencia, y más aún las cuestiones del Dios de Jesús de Nazareth.

Nadie en su sano juicio, en aquel entonces, le hubiera dirigido la palabra a un publicano, no lo convidaría ni a apreciar un leve buenos días.
El Maestro lo convoca, lo llama por su nombre y le indica que lo siga. La respuesta de Mateo -conocido como Leví- es inmediata, audaz, total. Abandona todas las certezas que tiene -su mesa de trabajo, los impuestos que cobra, su mundo reducido- y sigue a Cristo.

La invitación a seguirle es para compartir su existencia, vivir como Él mismo. La respuesta de Mateo es también simbólica: el ponerse de pié -paso primero antes del seguimiento- es su vida, su humanidad restaurada por el paso salvador de Dios, por sus días re-creados.

La gran noticia, la inmensa y feliz noticia es que nos buscaste, a pesar de nuestras miserias, de nuestros quebrantos, de todo lo reprochable, de todos estos desprecios que nos revisten. Viniste para que nos pongamos de pié, para que abandonemos todas las muertes, para dejar atrás la pleitesía a la muerte, y el tributo que se paga a la nada.

La Gracia no se merece ni se gana. El amor de Dios es absoluto e incondicional, y espera con paciencia nuestra respuesta.

Paz y Bien

De los caprichos a la fé en Cristo













Para el día de hoy (20/09/17) 

Evangelio según San Lucas 7, 31-35






Es necesario que el Evangelio para el día de hoy lo situemos en un contexto más amplio, para ahondar en su significado primordial.
 
Es que Jesús de Nazareth ha reivindicado sin ambages la figura de Juan el Bautista, a la vez que expresa su pesar por el rechazo que el hijo de Zacarías e Isabel producía en los rostros severos de escribas y fariseos. Esos hombres eran profundamente religiosos -la afirmación religiosos profesionales no es tan descabellada- y así como rechazaban la íntegra austeridad del Bautista, repudiaban abiertamente el ánimo celebratorio del Maestro, que compartía su mesa con todos, especialmente con los excluidos y con todos aquellos que nadie, en su sano juicio, invitaría a su mesa. Todo un signo y un símbolo de que la vida ha de cuidarse y celebrarse con talante de don único y maravilloso, con todo y a pesar de todo y todos.
 
Más no había nada que les viniera bien: del profeta Juan despreciaban esa austeridad que los cuestionaba, mientras que no se medían en exclamar que Jesús era un borracho y un glotón.

Los signos de Cristo no eran suficientes para esos criterios obtusos. Ni el criado del centurión, ni el hijo de la viuda de Naím, ni el vino multiplicado, ni esos cientos de enfermos erguidos nuevos y sanos, nada les conformaba. Como cegados sin ninguna intención de ver, estaban oscurecidos de torpe soberbia. Cualquier excusa, de cualquier signo y color, les resultaba útil para descalificar, para argumentar falacias, para rechazar, en un intento de aislar y menoscabar.

Es que la fé es mucho más que una ideología, la adhesión a un corpus dogmático, y no se deja constreñir por la estrechez de un sistema de ideas.
 
La fé no es un juego que deba someterse a caprichos y excusas. La fé es don y misterio que ha de cultivarse de manera siempre creciente, y cuyos frutos son siempre buenos, frutos de compasión, de misericordia, de solidaridad y fraternidad, frutos que a veces parecen esquivos o poco abundantes pero están, y germinan en los corazones de esas mujeres y esos hombres que empujan la vida hacia adelante, hacia la plenitud, hacia la justicia, hacia la felicidad.

Paz y Bien

Al paso de la vida










Para el día de hoy (19/09/17) 

Evangelio según San Lucas 7, 11-17




La liturgia nos sitúa en la ciudad de Naím, a unos nueve kilómetros de la Nazareth natal de Jesús y aproximadamente a cuarenta de Cafarnaúm en donde su ministerio crecía. Es decir, nos escontramos en la Galilea profunda, siempre periférica y sospechosa.

En las puertas de la ciudad, dos caravanas se encuentran.
Una, es la del Maestro, sus discípulos y una gran multitud, que sigue el rumbo de la Buena Noticia, caravana de la vida, de la Salvación.
La otra, es un cortejo fúnebre camino al cementerio. Es caravana de luto y dolor -cosa de muertos-, de lágrimas, de lo que surge inevitable, irreversible.

Este cortejo se porta un ataúd, pero son dos los cadáveres.
El habitante nuevo del féretro es un joven, vida y proyecto cercenados antes de florecer y dar frutos. Pero la madre es la otra muerta, aún peor que la joven vida trunca. Es mujer, es viuda y acaba de perder a su único hijo varón.

Es mujer, y como tal apenas cuenta, no tiene derechos ni relevancia social, su entidad y su sustento provienen del esposo que también ha muerto. Pero ahora, el hijo que cuidaría de ella ha partido, y su desamparo es total. Es la injusticia que se ha cebado en su frágil existencia, la injusticia de un sistema que no la tiene en cuenta y que la condena crudamente a la nada, siempre a menos, igualando con obscenidad hacia abajo. Y también es una madre quebrada.

Parecería que en luctuosa mixtura las dos caravanas se unen; la tristeza a veces subyuga por lo contagiosa y porque la resignación frente a la postración de la muerte en cualquiera de sus formas tiene una fuerza demoledora. Esas gentes acompañan a esos muertos -al cadáver del hijo y a la muerta en vida- a un destino que suponen grabado en piedra, inamovible en su oscuridad, definitivo.

Ellos acompañan. Nadie en su sano juicio, en aquellos tiempos de rigores jurídicos-religiosos, se habría acercado demasiado al ataúd: el contacto con un cadáver suponía que el infractor a esa norma, durante siete días, sería considerado impuro, indigno e inhábil para participar del culto y la vida comunitaria.

Pero está el Señor, y Cristo jamás pasa de largo ni se mantiene como un espectador pasivo frente al dolor y al sufrimiento de los demás. Por eso toca el féretro sin vacilar, porque no teme a esa letra muerta que multiplica el sufrimiento, y porque jamás se resigna. En Él viven todas las esperanzas.
Por eso mismo el mandato primero es sanador, para que retrocedan las lágrimas, para que se disipen las nubes del llanto, porque otro sol es posible. No hay noche definitiva.

Y en esa misericordia que es, literalmente, poner el corazón y la existencia allí en donde campea la miseria, y es la misma justicia de Dios, acontecen varios milagros.
El joven recobra la vida.
La madre se yergue en su dignidad plena de hija, de madre y de mujer.
Y todas esas gentes son resucitados en humanidad, para que no permitan más ser doblegados, sabedores que serán ellos, Dios mediante, los que han de escribir su propia historia a la luz de la Gracia, porque no hay destino inevitable sino vida por plenificarse que nada tiene de ilusoria, sino que es la verdad que libera y por la que devienen inútiles todas las tumbas.

Paz y Bien

Creyentes sin nombre











Para el día de hoy (18/09/17):  

Evangelio según San Lucas 7, 1-10






A lo largo de los Evangelios, podemos rastrear toda una geografía -perfectamente trazable- que se corresponde con el ministerio y predicación misioneras de Jesús de Nazareth, y es menester prestar especial atención a su contenido simbólico, por todo lo que nos revela, por las ventanas que se nos abren.
Así entonces, en esa geografía podemos intuir senderos de Salvación que el Dios de la Vida nos regala, una geografía de la Salvación.

En el Evangelio para el día de hoy nos situamos en Cafarnaúm, plena Galilea. Esa Galilea, si bien parte de la tierra santa, era mirada con desconfianza religiosa por los sectores más ortodoxos de la fé de Israel, pues Galilea era zona de intercambio y comercio con extranjeros, y por lo mismo, muy pasible de contaminación con lo ajeno y distinto, considerando al extranjero como el epítome de la impureza. Socialmente, no era mejor su consideración: desde las colinas jerosolimitanas, los galileos eran observados con condescendiente desprecio, varios escalones por debajo de la escala social -nada bueno puede salir de Nazareth-, algo así como kelpers judíos a los que todo se le exige pero pocos derechos se les concede.

La gran señal es que Dios se ha despojado de todo para hacerse uno de nosotros, uno entre tantos, el insondable y asombroso misterio de la Encarnación de un Dios que elige hacerse compañero y hermano de los que no cuentan, de los marginales, de los que son despreciados y no son muy tenidos en cuenta, en la Nazareth de esa Galilea de la periferia.

Por otra parte, la escena acentúa más esa situación: el centurión era un oficial de la fuerza militar del imperio ocupante y opresor de la Tierra Santa. Es un extranjero, un pagano, un proscrito que puede despertar alguna que otra simpatía menor pero que lleva en sí el estigma de su condición y su obrar.
No obstante ello, suplica por un servidor suyo -casi seguro un esclavo-, que por la postración provocada por su dolencia, también es un proscrito y un impuro a causa de su enfermedad. Es un proscrito que ruega por otro proscrito a ese rabbí galileo que a nadie rechaza y que tanto bien pasa haciendo.
Pero también sabe que entre ese hombre de Dios y él, un soldado romano, hay un abismo insalvable. Por ello le hace llegar a Jesús su súplica a través de terceros, por ello abiertamente confiesa que no es digno de recibir bajo su techo a ese Cristo, y allí mismo germina el milagro.
Ese hombre confía, tiene su mente y su corazón encendidos de fé en el Maestro y en el poder de su Palabra, aún cuando él no sea parte de ese pueblo elegido.

Ese centurión es imagen de tantos cristianos desconocidos, de tantos creyentes innominados. Son los que rompen toda barrera impuesta y se juegan por los demás, que anteponen el dolor del otro a cualquier interés propio. Son los que saben que la bondad tiende puentes que hacen superar cualquier abismo. Son los que esperan contra toda esperanza, son los que aún sin ser parte, confían aunque no vean.
Son los que sin demasiados aspavientos hacen el bien a todos sin buscar el aplauso o la conveniencia, y a nosotros también muchos nos levantan a diario tantas sinagogas para reunirnos.

Paz y Bien

Misericordia, amor de locos














Domingo 24° durante el año

Para el día de hoy (19/07/17):  
 
Evangelio según San Mateo 18, 21-35







La misericordia de Dios es imposible de explicar y, más aún, de ser pagada de algún modo. A través de toda la historia, y en cada instante de nuestras existencias, el paso redentor del amor de Dios no tiene correspondencia, es un amor de locos.
Dios nos ama incondicionalmente, y nada gana con querernos. Ese amor no se puede calcular ni puede ser sometido a la mesura de planes y proyectos; no nos ama para un fin específico, ni por nuestras virtudes, ni tampoco por nuestras falencias. Nos ama desde sus entrañas, y esa es la gran revelación de Jesús de Nazareth.

Ese amor se expresa en el perdón.

Las razones que esgrime Pedro no están nada mal: para los criterios imperantes en su época, inferir que debemos perdonar hasta siete veces al mismo hermano que, de continuo, nos hace daño, es una postura muy generosa, y hasta complicada de implementar en la práctica.
Sin embargo, el error de Pedro está no tanto en la conclusión como más bien en el razonamiento previo: en la búsqueda del cuantas veces, establece un límite que el Maestro no acepta y rechaza.
 
Porque el Padre de Jesús -Abbá Dios nuestro- jamás se cuestiona la cantidad de veces que debe perdonar y sanar a una hija o a un hijo, a todos y cada uno de nosotros, mínimos y miserables intregrantes de esta humanidad errante.

Ello se vuelve explícito en la parábola que el Maestro brinda a continuación. La parábola es alegórica, simbólica, el rey de marras jamás puede ser comparado con el Dios de Jesús, porque ese rey se mueve en el plano del poder y del utilitarismo en el que tan a menudo nos embarcamos, y que suele regir las relaciones humanas, las interpersonales, las nacionales, las ideológicas.
La deuda del siervo es impagable, esos diez mil talentos de ningún modo pueden ser cubiertos en varias generaciones. Pero la incomparable bondad de Dios tiene los mismos efectos: salvar lo imposible, desterrar el no se puede -hasta podemos trasladarlo a la durísima realidad de las deudas de las naciones, que tanta miseria y dolor imponen-.

La puerta se nos puede entreabrir cuando comenzamos a aceptar, sin buscar justificaciones, ese amor asombroso que Dios nos tiene. Aceptar que nos quiere sin límites, siempre, con todo y a pesar de todo.
Y aunque todo diga lo contrario, procurar ordenar la existencia personal y comunitaria en esa misma ilógica santa, la de Jesús de Nazareth, la de la cruz y la Resurrección.

Paz y Bien

Árboles firmes










Para el día de hoy (16/09/17): 

Evangelio según San Lucas 6, 43-49







Por lo general no son demasiado vistosos. Tienen, eso sí, las particularidades propias de su origen y entorno, y los hay de diversas longitudes, dimensiones, frondosidades. Pero eso sí, todos tienen en común una particularidad que es su sino y su identidad: los buenos árboles se reconocen por sus buenos frutos.

Es claro que la realidad indica una obviedad: los buenos árboles no rebosan de buenas intenciones frutales. Lamentablemente, demasiadas autopistas a la perdición se han pavimentado con el asfalto falaz de las buenas intenciones. Los buenos árboles son más sencillos, brindan buenos frutos porque en ello les vá la savia.
Árbol sin frutos es savia desperdiciada, vida de balde, destino de leña.

Hay muchos hombres y mujeres así, árboles buenos, árboles de ramas fragantes, árboles de buena sombra en verano, árboles que nos sustentan, árboles firmes en la bondad. Árboles que no andan buscando apologías, agradecimientos: les basta y alcanza con la firme raíz que es la de brindar/se en frutos generosos, sin estridencias, aún cuando en ello se les vaya toda la existencia. Porque sus frutos no están como adorno, sus frutos son buenos para los demás, nutren y engalanan las vidas de los otros.
Esas mujeres y esos hombres, árboles buenos que la vida nos regala a cada paso, acunan corazones grandes en donde el bien que sólo procede de Dios puede germinar, la cosecha infinita y bondadosa del Reino.

Es menester darse cuenta, expandir la mirada y jamás abandonar la gratitud.

Edificando sobre la roca firme de la Palabra, Cristo, Verbo encarnado, Dios con nosotros, la casa existencia permanece firme a pesar de tantas tormentas.
Pero además nos abre los ojos también, para reconocer el amor de Dios en esos árboles cordiales de frutos santos que en todas partes florecen en humildad y silencio, contra viento y marea, a pesar de que a veces parezca mandar la noche, para que no nos resignemos a edificar el día.

Paz y Bien

Señora de los dolores, madre de la esperanza










Nuestra Señora de los Dolores

Para el día de hoy (15/09/17): 

Evangelio según San Juan 19, 25-27






Esa mujer nazarena, al pié de la cruz, sufre un dolor que no puede expresarse de modo alguno con certeza y precisión.

Hay un cierto ordenamiento natural que se quebranta cuando un hijo muere antes que sus progenitores; sin embargo, cuando esa razón se invierte, son dos los que mueren, el fallecido y con enorme hondura la madre, en vínculo sanguíneo, cordial, espiritual con ese hijo que se ha ido.

Esa mujer nazarena está sometida a algo mucho peor: el Hijo se le está muriendo ante sus ojos, consumido su cuerpo por terribles dolores y por la tortura que se le aplica con siniestra eficacia romana. Seguramente el golpe de la impotencia, de las manos atadas, del no poder hacer nada ni cambiar lugares la agobia, pero sigue en pié, firme, fiel.

Sigue en pié a pesar de que a ese Hijo que también es su Maestro y su Señor lo ejecutan como a un criminal abyecto, despreciable, un maldito para la rigurosa mentalidad religiosa de su tiempo.

La simple observación nos deja en las lágrimas, en esa Madre de los dolores, como si lo luctuoso tuviera que asimilarse en su amargura con carácter definitivo.

Pero hay más, siempre hay más, y la figura de la Madre Doliente nos remite e impulsa más allá del dolor y el sufrimiento. No hay lógica posible. Lo que prevalece es su fidelidad a ese Hijo hasta el final, de pié y firme, sin abandonarle jamás, fidelidad que tiene la misma raíz vocal que la fé, fidelidad que tiene el mismo origen santo de la fé.

Ella nos dice que a pesar del dolor más demoledor no hay que resignar jamás la esperanza. Anawin del Señor, en ese Gólgota plagado de tinieblas cerradas prevalece la luz de su esperanza que no es utopía, pues es la realidad del amor de un Dios que ha de prevalecer siempre sobre el horror y la muerte.

Esa mujer fiel no tiene casa propia. Su hogar, por esa fidelidad, será el hogar de los hijos que la reciban, y a esos hijos, hermanos del Cristo de su vientre santo y de su corazón inmaculado, les brindará su persistente firmeza, su obstinada ternura, su amor fidelísimo aún cuando todos ellos, todos nosotros, estemos agobiados por el llanto.

Que la Madre de Dios, Madre fiel, Madre nuestra, nos enseña a mirar la vida con sus ojos, y a tener un corazón inmenso y esperanzado como el de Ella.

Paz y Bien

El árbol de la vida










La Exaltación de la Santa Cruz

Para el día de hoy (14/09/17) 

Evangelio según San Juan 3, 13-17







Dos árboles que son símbolo y signo de nuestro destino.

El árbol del paraíso, de la caída, del pecado, de elegir la muerte y el exilio de la vida, el árbol que simboliza todos los males que elegimos.

Pero a través de otro árbol, un árbol santo, hemos recuperado la vida merced al pago del rescate pagado al precio de su propia vida por Jesucristo, árbol de la Salvación.

Es la contradicción mayor para las razones de este mundo. Quizás a nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, el pleno significado de una cruz se nos escape en su gravoso significado.
Para nosotros puede significar un símbolo de muerte y horror. Pero para las gentes del siglo I de Palestina y de otras varias provincias del Imperio Romano, la cruz implicaba una ignominia insuperable, el método elegido por los césares para ejecutar a los criminales más abyectos, a los que subvertían el orden, a los marginales. Y como si no fuera suficiente, una interpretación de la Torah implicaba que el ajusticiado era, a su vez, un maldito. Marginal, abyecto y maldecido, sumado al espanto, era la consecuencia de la crucifixión.
Y también un ominoso efecto disuasorio, pues el ajusticiado en su sufrimiento -o su cadáver- queda expuesto a la vista del pueblo para cercenar cualquier asomo de rebeldía o desvío de la autoridad opresiva que se impone.

Sea cual fuere el abordaje pretendido, todos pueden coincidir en el análisis último del sufrimiento y la muerte.
Y en esa lógica, exaltar la cruz es una locura.

Pero en el horizonte de la Gracia, no tratamos tanto con razones sino más bien con co-razones.
Se trata de un misterio insondable que no puede ser abarcado con mensuras humanas, tan inmenso que es.
Se trata de un Padre que se muere dos veces por los demás: muere dos veces porque es su propio Hijo el que se le muere en esos espantos, y muere para que no haya más crucificados, nunca, y para que toda la humanidad, amada con ternura entrañable, sea plena y encuentre la felicidad y la salud, la Salvación.
Se trata de un misterio de amor y de vida que se propaga imparable porque se ofrece generosa e incondicional.

Ese árbol santo tiene dos ramas, una que lo liga eternamente al cielo de la trascendencia y la eternidad, e inseparablemente otra rama que horizontalmente cobija y señala a todos los hermanos.

Exaltamos la cruz porque en ella Cristo se ha puesto al hombro nuestros sufrimientos, nuestros dolores, nuestras miserias y nuestros pecados, para vivir plenos, sin menoscabo. Y porque no hay amor mayor ni tesoro más valioso que el dar la vida por los demás. Y porque renegamos de todas las cruces que se imponen, crueles y groseras.
Sólo desde la vida ofrecida se nos crece más vida.

Paz y Bien


La felicidad, nuestra vocación











Para el día de hoy (13/09/17) 

Evangelio según San Lucas 6, 20-26




La expresión nuevo orden es, en el mejor de los casos, controversial. Por lo general, refiere a cuestiones de índole política o ideológica, y en muchos casos es la excusa para implantar regímenes brutales, autoritarios, o sencillamente crueles bajo una pátina revolucionaria. Por desgracia, ejemplos sobran.

Sin embargo, el Reino de Dios inaugurado y predicado por Jesús de Nazareth implica un nuevo orden, pero un nuevo orden de los corazones: es en el corazón humano en donde todo se resuelve.
Porque la bienaventuranza es proyecto y propuesta universal de felicidad, de humanidad plena, de mesa grande de fraternidad comenzando por los que están sumidos en la tristeza, el dolor, la miseria impuesta. Pero debemos estar en guardia contra todo intento de premiaciones postreras, que suelen esconder voluntades de resignación: felices los pobres porque el Reino les pertenece hoy, aquí y ahora. Y el hambre que agobia, y el dolor que persiste no son deseados ni queridos por Dios.

El Padre de Jesús de Nazareth ama sin límites a todas sus hijas e hijos, y ese amor se traduce en trastocar todo lo que deshumaniza, que humilla, que pretende socavar la dignidad única de cada hombre y de cada mujer. Y más aún, es un Dios que se pone abierta y escandalosamente del lado de los pobres, de los que lloran, de los que sufren, de los que nada tienen. Su plenitud y su esperanza está en el mismo Dios.

El Señor ha inaugurado el año infinito de la Gracia, de la Misericordia, tiempo santo de Dios y el hombre.

Pero muchos otros se sentirán satisfechos con lo que tienen, y que no es solamente una cuestión de bienes o posesiones. Nuevamente, se trata de lo que se hunde en las raíces del alma. Almas que se nutren de dinero, de poder, de elogios, de conformismo y resignación. Ahí se afincan las lágrimas porque no hay espacio para la Gracia, porque el prójimo ha sido desterrado.

La invitación a ser felices es un mandato y una vocación tenaz e irrenunciable que ese Dios nos ofrece aquí y ahora.

Paz y Bien

Elegidos por Cristo












Para el día de hoy (12/09/17) 

Evangelio según San Lucas 6, 12-19





A la hora de tomar decisiones, Jesús de Nazareth jamás vacilaba. Pero ante cada una de esas decisiones trascendentes, lo encontraremos aferrado con todo su ser a la oración, unido sin fisuras a su Padre. La noche oscura del huerto de los Olivos, la sanación de los enfermos, la misión de los suyos. Su corazón sagrado busca luz y verdad en el Espíritu que lo unge.

Así también en la noche previa a la elección de los Doce apóstoles, horas y horas de escucha y plegaria, de diálogo fecundo, de revestirse del amor de Dios.

Multitudes seguían fervorosas al Maestro. Pero Él, de entre todos, elige a Doce de ellos, y esa elección no es una cualificación discriminatoria. Por el contrario, es una cuestión de asombrosa confianza. Esos Doce -símbolo de continuidad con las Doce tribus de Israel- serán enviados a todas las naciones a proclamar y hacer presente la Buena Noticia del Reino, el amor de Dios aquí y ahora.
Es la confianza que deposita el Señor en esos hombres lo decisivo. Pues esos hombres son muy distintos entre sí, falibles, limitados, algunos de carácter fuerte y arrebatado, otros se dejarán ganar por el miedo, otro traicionará, y todos ellos no entenderán la razón primordial del Mesías hasta la Resurrección.

Hay una cuestión tan obvia que puede escaparse a nuestra percepción: esos hombres se convierten en apóstoles por la decisión de Jesús de Nazareth, pero primero han sido discípulos. En cierto modo, ellos han aprendido del Maestro las cosas que Él enseña, y especialmente a vivir como Él, a amar como Él, a no resignarse jamás, a la humildad y la mansedumbre.

Todos y cada uno de nosotros tenemos una vocación apostólica y misionera. Todos, en esa asombrosa misericordia confiada de Dios, hemos sido elegidos para ser sus manos y su Palabra en el mundo. Y hemos sido elegidos concienzudamente, a pura bondad y certeza de que a pesar de todas nuestras miserias y nuestros quebrantos, podemos lograr todos los imposibles desde el servicio, desde la compasión.

Y es menester recordar y tener presente esa necesidad de estar en sintonía, de permanecer atentos a la Gracia, a la voluntad infinita de vida plena y amor de Aquel que nos amó primero y que encontraremos siempre en la oración.

Paz y Bien

Corazones enfermos











Para el día de hoy (11/09/17):  

Evangelio según San Lucas 6, 6-11




Una mano seca, una mano paralizada. Una mano incapacitada para el trabajo, para ganarse el pan, para el saludo franco y amable, una mano impedida de cualquier afecto, una mano que nada percibe y nada señala, una presurosa señal de discapacidad, de enfermedad, de condena expresa, un hombre que ha de ser apartado de todo pues es portador de impureza visible, es un minusválido no tanto por no valerse por sí mismo, sino más bien por valer menos.

Esos hombres duros y puntillosamente religiosos -estrictamente ortodoxos- no tenían en cuenta al doliente; al fin y al cabo, ya estaba mensurado y clasificado, y no podían distraer ni un segundo de su atención en esos detalles menores. En cambio, preferían centrar ojos y oídos en el rabbí galileo que se atrevía a cosas tan peligrosas y contrarias a las buenas costumbres, en medio de la comunidad, insuflando la imagen de un Dios que nada tenía que ver con el Dios de Israel en el que ellos creían.
Este galileo se había vuelto un sujeto de cuidado, un revoltoso cuyo peligro mayor radicaba en lo que estaba inexorablemente firme y Él venía a cuestionar en gestos, en acciones y en palabras. Por ello mismo estaban atentos a que el nazareno cometiera algun irresponsable error, para así tener motivos sobrados para acusarle de blasfemo...el resto de su cruel sistema se encargaría de el silenciamiento postrero.

El Maestro conoce como nadie todo lo que se teje en las honduras de cada existencia, en especial lo que se esconde, y es mucho más que una motivación meramente psicológica. Por ello mismo, a plena vista de esos hijos mezquinos hace pasar al centro de la congregación a ese hombre que padece el mal en su mano. Porque para hacer el bien no hay que andar pidiendo permiso, porque no hay días habilitados y días prohibidos para la compasión y porque el socorro al necesitado ha de ser el centro gravitante de toda comunidad que quiere permanecer fiel al Reino que ya está entre nosotros.

Ese hombre recupera las facultades plenas de su mano, una humanidad felizmente reconstituida y re-creada. Porque, al fin y al cabo, ese hombre era un doliente, pero los otros, los otros sí eran los verdaderos enfermos, corazones de piedra inconmovible.

Paz y Bien

Comunidad y reconciliación












Domingo 23° durante el año

Para el día de hoy (10/09/17):  

Evangelio según San Mateo 18, 15-20



La Iglesia, la comunidad cristiana, comunidad creyente, tiene un distingo que la hace única: es la que se reune en nombre de Jesús, pues sabe que en ese ámbito amplio el Señor se hace presente.
De allí que el Evangelio que anunciamos y el pan que compartimos es mucho más que la propalación de una doctrina y el cumplimiento de un rito prefijado: vivimos, aprendemos, y agradecemos por Él, con Él, en Él, Cristo vivo y presente en medio de los suyos.
Esa presencia supera infinitamente cualquier especulación matemática -somos tantos o cuantos cristianos, católicos, tantos millones, tantas personas-, pues la comunidad creyente es mucho más que la suma de sus miembros, es ámbito familiar de justicia y libertad que se fecunda por la presencia de Aquél que la sostiene y protege de las puertas del infierno.

Dentro de ese espacio familiar, cuyos vínculos son mucho más profundos que los otorgados por la biología, se distingue especialmente el perdón y la reconciliación. El perdón que corrige servicialmente los pasos desviados y los desencuentros, porque todos, sin excepción, somos esclavos de nuestras miserias, de nuestros pecados, y sólo por Cristo somos libres. Por el perdón de Dios conferido a puro amor e incondicionalidad se renuevan las esperanzas, se despeja la muerte, renacen las posibilidades de una vida cada vez más plena.

Entonces, reconocidos así como pecadores sanados, prisioneros liberados, desde esa presencia santa de Cristo en medio de su Iglesia nos comprometemos al perdón que restaura y levanta, y que sin aspavientos pero con la fuerza de la verdad ejercemos en nombre de Él.

Lo que importa es que aún cuando un hermano se separe y rompa lazos de manera en apariencia definitiva, todos seguimos siendo hijas e hijos amados del Dios de la Vida. Eso, precisamente, moldea nuestros destinos hacia la plenitud.

Desatar los nudos que el odio impone y que el rencor en su fiereza asfixia.
Atar nuevamente, con nuevos enlaces, las existencias de los hermanos que por diversos motivos se han distanciado y separado.
En su Nombre, que está ahora, aquí mismo mientras estas pobres letras se van.

Paz y Bien

Señor del sábado











Para el día de hoy (09/09/17) 

Evangelio según San Lucas 6, 1-5





Una cuestión obvia, para despejar cualquier error desde el mismo comienzo de esta mínima reflexión: cuando hablamos de sábado, no nos referimos al día de la semana tal como lo conocemos las mujeres y los hombres del siglo XXI. Antes bien, nos referimos a la institución religiosa de la fé de Israel llamada originalmente Shabbat o sábado, día de precepto, fiesta de guardar.

Estaba el Shabbat establecido desde hacía varios siglos, como día del Señor, día para el descanso, la reflexión, el recogimiento, el reencuentro con Dios. Durante los tiempos del exilio y el cautiverio babilónico, el pueblo de Israel refrendó la importancia del Shabbat, que se convirtió en crucial para su supervivencia como pueblo, como nación: trabajaban siete días a la semana sin descanso, en tierra extranjera, y poco a poco iban perdiendo su idioma, su fé, su identidad. El Shabbat les permitía el reposo necesario para reenfocarse, para restaurar los vínculos familiares, para el reencuentro con la Palabra y con su Dios. Así fué, con gran fervor, restaurada la observancia del día de precepto.

Sin embargo, con el correr de los años se desvirtuó el sentido santo del día del Señor. Un cúmulo de normas estrictas habían transformado el Shabbat en algo intolerable, opresivo en su coerción, un día de rictus amargo, de triste solemnidad, al absurdo extremo de deificar la norma por la norma misma y olvidar al Dios que le otorga sentido y significado. En cierto modo, es idolatría escondida bajo una pátina religiosa.

Jesús de Nazareth y los suyos atravesaban un sembrado, justo un sábado. Con hermosa naturalidad, los discípulos tomaban algunas espigas y las frotaban en sus palmas, para obtener algunos granos de trigo que les engañaran el hambre. Pero la escena deviene cruelmente irrisoria: los criticones de siempre -de aquel entonces, de todos los tiempos- siempre están atentos, con el detector de pecados encendido de modo permanente. Pero el detector falla. Tira resultados erróneos por exceso, pero fundamentalmente porque su misión no ha de ser el buscar el error, sino al contrario, el reivindicar la verdad, la humanidad. Esos hombres criticaban el aparente quebrantamiento del precepto en pos de calmar el hambre de los discípulos.

Ésa, precisamente, es la consecuencia primordial de su error, privilegiar observancias estrictamente mundanas por sobre el bien, por sobre la necesidad, por sobre la condición humana. Ellos son muy devotos del Shabbat pero repudian con fervor a las hijas y a los hijos, y así rinden culto a la norma y olvidan a su Dios.
Pero el Maestro es Señor del Sábado y de todos los sábados a los que le rendimos pleitesía. Cuando se menoscaba la humanidad, no hay argumento posible ni válido, en la santa ilógica de la Gracia y la Misericordia.

Por eso hemos de rogar para que esta familia que llamamos Iglesia se vuelva cada vez más observante estricta de la misericordia y de la compasión -manga ancha de los corazones-, para mayor gloria de ese Dios que nos ama sin desmayos, y para el bien del hermano, cercano/próximo y lejano también.

Paz y Bien

Toda de Dios, toda nuestra











La Natividad de la Santísima Virgen María

Para el día de hoy (08/09/17) 

Evangelio según San Mateo 1, 1-16. 18-23






Todo hijo que nace del amor lleva en sí los sueños de sus padres para toda su existencia. Sueños de felicidad, de salud, de vida mansa, de crecimiento en paz, de alas en su alma, de libertad y bondad. A veces -suele suceder- se proyecta en los hijos muchas de las frustraciones de los padres, los proyectos truncos, y algunos anhelos propios incumplidos. Pero eso menoscaba el amor primordial que trae a los hijos al mundo.

María de Nazareth no escapa a estas cuestiones tan importantes para tantos. Seguramente Joaquín y Ana soñaron para ella una vida extensa, pródiga y feliz, y más aún, en esos sueños ya la abrigaban en la merced entrañable de sus afectos. Porque un hijo es la vida que continúa tenaz, promesa de futuro, esperanza concreta, y un presente a acunar en nuestros brazos, y es algo que pretenden arrancar de cuajo todos los Herodes de la miseria y el desempleo, los que utilizan a los niños como cosas, mano de obra barata, esclavos sexuales, material descartable.
Y a pesar de todas nuestras limitaciones y escasas posibilidades, todo sería muy distinto si consideráramos a cada niño como un hijo propio, un vástago también de nuestros sueños.

Nuestra niña galilea es pequeñísima y casi invisible, por mujer, por campesina, por no tener pergaminos de realeza.Y aún así, los sueños de sus padres, sin saberlo, se correspondían con los sueños de todo un pueblo oprimido, ansioso de liberación, hambriento de redención.
Pero esa Niña estaba presente en los sueños infinitos de un Dios que jamás se desentendió de los pesares de su pueblo. La fué soñando a través de los siglos, con una paciencia eterna, pues los tiempos de Dios nada tienen que ver con nuestros esquemas.

Los sueños de Dios tienen una paciencia que se fundamenta en el amor, y así pacientemente, este Dios en urdimbre santa, vá tejiendo la contracara de la historia -que no es otra que la esperanza y la justicia- a través de los siglos. Pero no se trata de abstracciones ni de atractivas ideas. Los sueños de Dios son bien concretos, urdimbre santa a través de los tiempos, de hombres y mujeres -sobre todo de mujeres- que se conjugan en el río caudaloso de la Salvación. Y en esos sueños, María de Nazareth ocupa un lugar primordial en la ternura de Dios.

Ella es tan humana que por ello la sentirnos y descubrimos tan cercana, tan nuestra. Y por ello mismo, y por su corazón tan grande, y por una confianza a toda prueba, Ella decidirá el curso de la historia de la humanidad.
Tierra sin mal, tiene las primacías de la Gracia con su sí, y ese Sí! la fecunda, la renueva y recrea, y en su seno se crece pujante otro hijo soñado, el Salvador.

Pues por esa Niña soñada la Salvación está entre nosotros, y esa Niña también es mensaje y realidad de que la Salvación es aquí y ahora, y que todo comienza y todo cambio por los más pequeños desde la más pequeña, que por ello mismo -en la asombrosa ilógica del Reino- es la más grande.

Paz y Bien

Pescadores de corazones










Para el día de hoy (07/09/17) 

Evangelio según San Lucas 5, 1-11





En el Evangelio para el día de hoy que la liturgia nos brinda acontece más de un milagro. Siempre hay que ir a más, pues siempre hay más.

Veamos con detenimiento. El lago de Genesaret es el modo que el Evangelista San Lucas tiene para nombrar al mar de Galilea. La contraposición no puede ser mayor: esas gentes, esa multitud fervorosa que se agolpa con ansias a la orilla del agua esperando oír y escuchar la Palabra de Dios por parte del Maestro, y en opuesto esos pescadores que han tenido una noche de intenso esfuerzo para nada, ni un pececito que pueda sumar al sustento familiar. Entiéndase que son pescadores profesionales, la pesca es su oficio cotidiano de años, que están agotados de cansancio por una noche esforzada y sin dormir. Es lógico que quieran ir donde sus familias lo antes posible, a comer algo, a dormir un rato, a renovar fuerzas y ganas porque no hay vacaciones para estos hombres. Su subsistencia y la de los suyos depende de ellos.

Aún así, y frente al pedido del Maestro de apartar un poco la barca para enseñar, Simón Pedro no duda y obedece. Ëste es un milagro, es lo que la presencia de Jesús hace en las vidas de las personas: Simón Pedro y los otros han sido invitados a ser misioneros y discípulos, pero no lo son en plenitud: todavía siguen con sus costumbres, con sus cosas cotidianas, con las rutinas de su oficio y los vínculos familiares habituales.
Pero Simón escucha al Señor y obedece, y quizás ése sea el milagro que desate la asombrosa pesca que acontece a continuación.

Otra cuestión no ha de sernos ajena, ni podemos pasarla por alto: el Maestro venía anunciando la Buena Noticia y enseñando en las sinagogas. A partir de ahora, lleva la Palabra allí mismo en donde el pueblo vive su día a día, en donde las gentes trabajan. En la cotidianeidad florece la eternidad, la Salvación, y es la santa continuidad ilógica de la Encarnación de Dios con nosotros.

Escapa a cualquier razonabilidad que esos pescadores experimentados le presten atención, en las cosas de su oficio, a un galileo que es casi un campesino, un artesano, que las únicas aguas que debe conocer son las que bebe en el pozo de su Nazareth. Ellos saben bien que hay sitios mejores que otros, y que el momento óptimo es el que discurre entre la atardecer y el alba, en plena noche. Sin embargo, este rabbí nazareno les indica que naveguen mar adentro en pleno día, y que echen las redes de cualquier modo: la razón indica que esta tarea sugerida deviene estéril.

Pero no se trata de razones, sino de co-razones. Se trata de confianza, el acto segundo de la fé, ya que el acto primero es ese Dios que nos busca, que se embarca en nuestras existencias. Se trata de la asombrosa gracia de Dios que desdibuja las fronteras de los imposibles, que hace toda pesca abundante, asombrosa, inconmensurable, sin que por ello se rompan las redes o se hunda la barca.

Más que la pesca y antes que ella, hemos de detener la reflexión y la mirada en esos pescadores galileos que con todo y a pesar de todo confían, y confían en una Persona, y que se han dado cuenta que lo importante no radica en la calidad de la barca, en la firmeza de los nudos de la red o en sus habilidades, sino en las maravillas que la Gracia de Dios puede suscitar.

Simón y los otros -pero especialmente Simón- se dan cuenta del abismo insondable que hay entre ellos, pequeñísimos hombres, y el Señor. Pero ante el pecado que los demuele y minimiza, la Salvación tiende un puente de perdón y de no temor, para tener esperanzas, para seguir confiando, para seguir navegando.

Paz y Bien

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