Hasta el viento y el mar le obedecen



San Juan Bosco, presbítero

Para el día de hoy (31/01/15) 

Evangelio según San Marcos 4, 35-41




La multitud los rodeaba con una presión muy fuerte, que no era solamente física. Es la presión de una fama tergiversada, a la medida de cada una de las expectativas que allí palpitan, ansias y frustraciones, deseos políticos, una religiosidad que cree en un Dios que castiga, que se resigna a determinismos. De allí a configurar un Mesías a medida, un caudillo nacionalista, un rebelde porque sí sólo hay un pequeño paso. 
Quizás por esas cuestiones el Maestro los hace embarcar y dirigirse a la otra orilla.

A veces es necesario tomar distancia, a pesar de cualquier riesgo. Tomar distancia de mesías falsos, de planteos inverosímiles aunque seductores, romper el cerco de cualquier elitismo o exclusividad. Y recuperar la capacidad de mirar y ver -verse también- para regresar a caminos de fé y verdad.

Pero en esa travesía, para la que es imprescindible la guía clara de la fidelidad, entraña ciertos peligros. Irse a otra orilla cargados de lastre inútil nos hace cimbrear esta frágil barca que somos. Irse a la otra orilla sin dejar de aferrar lo inútil, lo pernicioso, lo viejo, nos sitúa en un tironeo insostenible.

Es claro que allí sobrevendrán las tormentas bravas, chubascos de miedos, temporales de sinsentido. Y todo esfuerzo deviene en vano, y Dios parece haberse adormecido a pesar de nuestros clamores.

La voz fuerte y clara de ese Cristo que descansa a popa, y que restaura la calma del viento y del mar en realidad está dirigido a esos discípulos atemorizados, presa fácil de esos miedos que ellos mismos generaron, fruto de una Buena Noticia que aún no es no Buena ni Nueva en sus corazones, una Palabra que no se ha hecho existencia en cada uno de ellos.

Muchas tormentas, seguramente, tendremos que atravesar en esta frágil barca que es nuestra vida y que también es la Iglesia. Y cuando parece que todo termina, que perecemos, que nos hundimos, un Cristo que en nuestras miserias suponemos adormecido nos vuelve a poner en camino, viento y mar obedientes a una Palabra que está vida entre nosotros.

Paz y Bien

La fuerza imperceptible




Para el día de hoy (30/01/15) 

Evangelio según San Marcos 4, 26-34



Parece mentira, pero una de las enseñanzas que se revelan a través de las dos parábolas de Jesús de Nazareth que el Evangelio para el día de hoy nos ofrece, implica el renegar con decisión de todas esas tentaciones de realizar acciones ostentosas, arrolladoras, espectaculares en su esfuerzo descomunal y en su concreción pretendidamente apabullante.

El Reino de Dios crece desde la humildad y el silencio con una fuerza que nada ni nadie puede detener.
Así, semilla que germina, tallo, espiga, copa frondosa, no son tanto etapas que deben cumplirse a rajatabla sino más bien certezas cordiales de crecimiento constante y de asombrosas cosechas.

Deslumbra que esa semilla de fuerza imperceptible pero infinitamente tenaz crezca con independencia de los esfuerzos del sembrador. Una lectura nimia y lineal nos conduciría a una pasividad de meros espectadores de un destino prefijado.
Sin embargo, los esfuerzos del sembrador -los de todos nosotros- encuentran su origen y su plenitud en el corazón sagrado de Dios, es un misterio amoroso de comunión, de tiempo santo, de invitación generosa e incondicional a edificar la vida.

Las buenas semillas, inevitablemente, ofrecen buenos frutos.
Quizás sea necesario apagar el detector de semillas malas y cizañas, y recuperar la capacidad de fé de poder agradecer que entre nosotros y de continuo, el Reino crece y siempre hay frutos de los mejores.

La pequeñísima semilla de mostaza lleva escondida una pujanza que la hace convertir en árbol frondoso, cobijo y ámbito vital para una incontable variedad de pájaros.
Pero a su vez otra virtud esconde: desde un brote muy pequeño se rompen las piedras más duras, y la vida sigue floreciendo, y es el motivo de nuestra esperanza y nuestra alegría.

Paz y Bien

Lámparas vivas



Para el día de hoy (29/01/15) 

Evangelio según San Marcos 4, 21-25



En el tiempo en que Jesús de Nazareth predicaba por los pueblos y ciudades de Palestina, las viviendas faniliares por lo general estaban constituidas por un solo ambiente en donde transcurría la vida familiar; era toda una cuestión iluminar esa habitación cuando el sol caía, más en invierno cuando los días se acortaban.
Para ello se utilizaban lámparas, pues las velas eran carísimas y solían utilizarse en el culto. Esas lámparas eran pequeños recipientes de barro cocido con una boca y dos orificios, uno para colocar una mecha y el otro para que ingrese el oxígeno, y por la boca se cargaba aceite de olivo -no se conocía el petróleo-; ese aceite a su vez era prácticamente un artículo suntuario.
Y para que tuviera mayor efectividad, la lámpara encendida se colocaba en pequeños salientes elevados que tenían los hogares para que iluminaran toda la habitación, es decir, a todos los presentes. Con esa luz, literal y simbólicamente se disipa la noche y se prolonga el día.

Los que lo escuchaban lo entendían perfectamente. A nadie se le ocurriría poner una lámpara con algo tan valioso como la luz bajo la cama o debajo de una caja o un canasto. La luz ha de ubicarse siempre allí en donde ilumine a todos.

La comprensión de la parábola es profundamente sencilla, pero en esa misma sencillez se contiene su contundencia inequívoca y taxativa. 

Somos todos nosotros pequeños recipientes de barro que albergan algo precioso, valiosísimo, la Palabra, la Gracia de Dios. Esa luz no puede ni debe ocultarse, y extrañamente se propaga y expande cuanto más se la comparte, como esos pequeños cirios encendidos que, a su vez, encienden a otros.

Somos lámparas vivas, y es misión, es deber y es, por sobre todo, un tesoro que se nos ha confiado.

Paz y Bien

Sembradores tenaces




Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia

Para el día de hoy (28/01/15) 

Evangelio según San Marcos 4, 1-20



A veces es un buen ejercicio imaginarnos ubicados allí, en medio de la multitud cuando el Maestro enseñaba.
Allí podemos observar a pescadores del mar cercano, a jornaleros, a labriegos, quizás algunos fariseos y escribas atentos esperando algún fallo o error por parte de Jesús, muchos esperando la sanación de un ser querido, muchos más a la deriva en un mundo agobiante.

Esos oyentes no necesitaban demasiadas explicaciones: ese joven rebbí galileo les hablaba de Dios a partir de las cosas que vivían a diario. Ellos sabían bien lo difícil que era arrancarle frutos a su tierra, pedregosa en su gran mayoría excepto en algunos valles fértiles. Ellos conocían del esfuerzo del campesino y del rinde de las cosechas, pues en ello les iba la supervivencia de su familia.
Hemos de detenernos por un momento e insistir en este punto: la Iglesia a menudo olvida esta virtud de dialogar con las mujeres y hombres de hoy a partir de lo cotidiano de sus existencias.

El sembrador de la parábola que les narra es bastante tonto. A ninguno de ellos se le ocurriría dispersar valiosas semillas en cualquier lado, sólo lo harían en terrenos que ellos consideraran seguros de brindarles buenos brotes.  Aún así, no puede negarse que este sembrador es obstinado, que no ceja en seguir esparciendo por doquier la siembra.
Y es de imaginar las sonrisas cómplices y alegres que entrecruzarían frente a ese impresionante rendimiento de la semilla, treinta, sesenta, ciento por uno.

Todo misterio, por autonomasia, desborda el acotado marco de la razón. Por eso mismo el Maestro les enseñaba en parábolas, amistosas ventanas para asomarse al infinito. Así esos hombres sencillos pueden ingresar a la asombrosa dinámica de la Gracia, a la magnífica desproporción del amor de Dios.

A nosotros, pecadores todos y a la vez discípulos y seguidores de Cristo, se nos revela también una misión, y una confianza a menudo ausente. Y es que la Palabra de Dios, semilla del infinito, invariablemente es eficaz. Siempre dará frutos, frutos buenos, frutos santos, en silencio y con una fuerza que no puede detenerse.

Por eso es menester volvernos sembradores tenaces. A veces no son necesarias predicaciones, basta con el testimonio de una vida fecunda en el Espíritu. Muchos no leerán otro Evangelio que aquel que nuestras propias existencias les relate.

Paz y Bien



La fuerza de la familia




Para el día de hoy (27/01/15) 

Evangelio según San Marcos 3, 31-35



Situémonos por un momento en el ambiente y las circunstancias previas a la situación que nos refiere el Evangelio para el día de hoy.
El Maestro ya no es aceptado en las sinagogas, pues el enfrentamiento con las autoridades religiosas es tan intenso y brutal que, prácticamente, lo han excomulgado. Pero eso no detiene su ministerio -nada ni nadie lo hará- y en su mismo caminar, en lugares abiertos, en el campo y en el desierto multitudes cada vez mayores van en su busca, al punto de no dejarlo comer, ni dormir, ni lo fundamental para su vida, su oración.

Esas masas de gentes no suelen buscarlo por su identidad Mesiánica: encuentran en Él a un rabbí agradable y distinto, otros a un taumaturgo milagrero, otros a quien puede reivindicar las ansias nacionalistas de Israel. Y mientras tanto, escribas, fariseos y hasta herodianos comienzan a considerarlo blasfemo, es decir, reo de muerte en el caso de comprobarlo jurídicamente.

Allí entra a terciar su familia; en las culturas semíticas del siglo I, familia/parientes -en este caso, hermanos- no explicita solamente a aquellos vinculados en grado primordial por la sangre o árbol genealógico, sino también a la tribu o clan, estructura básica de la sociedad de su tiempo.
Este joven galileo no se comporta como ellos esperan que lo haga, que no se casa ni forma una familia, y que para colmo de males se enfrenta abiertamente con las autoridades religiosas acarreando sobre sí un grave peligro -la blasfemia, de comprobarse, lleva a una condena a muerte- y un serio desprestigio para la familia, que se golpe ven como las multitudes se desesperan por acercarse a ese joven que creían conocer. A tal punto, que esos parientes lo consideran un loco, un extraviado, un exaltado fuera de sí.

Su presencia fuera de la casa en donde Jesús se encontraba es elocuente aún cuando mucho no digan. Reclaman lo que creen pertenecerle, lo buscan para llevárselo de nuevo a Nazareth, a la pretendida normalidad, a que todo vuelva a discurrir en la cómoda rutina prevista.

La respuesta de Jesús a esos planteos suena violenta, dura, un desplante a los suyos. En realidad establece que nada ni nadie -aún los propios afectos- impedirán que continúe y consume su ministerio.
Pero ahondando más, establece nuevos vínculos que superan largamente los acotados por la raza, la sangre, el clan: a contrario de quien suponga un desmerecimiento de lo familiar, el Maestro establece en cambio que una nueva familia está formándose, la de aquellos que hacen la voluntad de Dios, los que aman, los que profesan la justicia, la compasión, la fraternidad sin condiciones. Los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica.

Esta fuerza familiar es inmensa. En esta familia creciente se definen identidades y destinos eternos, y es un infinito misterio de bondad que cada hombre y cada mujer se convierta, a través de este Cristo tan cercano, en padre, hermano, madre, pariente de este Dios que acampa entre nosotros.

Así entonces, aunque por momentos la razón le impida ciertas comprensiones, María de Nazareth es parte de esa familia mucho antes de su parto belenita. María de Nazareth es madre y es hermana por cobijar la Gracia de Dios y hacerla vida, existencia cotidiana, signo e invitación para toda la humanidad.

Paz y Bien

Trabajadores para la cosecha




Santos Timoteo y Tito, obispos

Para el día de hoy (26/01/15) 

Evangelio según San Lucas 10, 1-9



Mucho se ha reflexionado y especulado acerca de los setenta y dos misioneros elegidos y designados por Jesús de Nazareth, especialmente por la gran carga simbólica que suelen conllevar las menciones numéricas en los textos bíblicos. Probablemente, refiera a aquella alegoría del Génesis post diluvio, cuando la tierra es repoblada a partir de los tres hijos de Noé, pues allí se identifica a setenta naciones como la totalidad del mundo.
De este modo, mientras los Doce apóstoles están directamente vinculados a la memoria de Israel, a las doce tribus primeras, los setenta y dos enviados son símbolo y señal de la universalidad de la misión, a todos los pueblos, a todas las naciones. Y porqué no imaginar a todo el universo, pues el cosmos es creación, acto infinitamente amoroso de Dios.

Pero este envío tiene dos distingos especiales: primero, irán de dos en dos. Según la legislación judía de aquel tiempo, hacen falta al menos dos testigos para que un testimonio sea veraz, por lo tanto, la misión es una tarea veraz, mensajeros totalmente fiables. 
Segundo, el fiarse de Dios en ellos. Los misioneros preceden al Maestro, son portavoces de Aquél que está muy cerca, que viene para quedarse, que es nuestra liberación. Ellos son mensajeros, pero el mensaje no les pertenece, lo que cuenta es lo que se anuncia y más aún, a quien se anuncia.

Cristo los urge pues es tiempo de cosecha. El Reino está aquí y ahora floreciendo en silencio, con humildad y una asombrosa pujanza. Hay mucho trabajo para hacer, muchísimo, y tan grande es la tarea que más de uno puede amilanarse frente al enorme desafío.

La misión es para corazones valientes por la fé que los impulsa.

No hay que detenerse en discusiones vanas, ni preocuparse por las cosas. Manos bondadosas de Padre nos prodigan en cuidados, pues se lleva el tesoro más valioso, la Gracia de Dios, motivo de la paz, causa de la justicia.

Hemos de rogar, con tenaz confianza y abandono. Hacen falta trabajadores para esta tarea que es impostergable, obreros y labriegos que saben que Cristo es el que edifica, pero en un misterio insondable de confianza, una fé depositada en nosotros inconmensurable y desproporcionada respecto de de la fé que ponemos en ese Dios que nos invita a cada uno de nosotros a compartir su vida, y a que muchos más se sienten a la mesa grande de una humanidad fraterna y creciente.

Paz y Bien


 

La iniciativa de Cristo, el tiempo propicio





Domingo tercero durante el año

Conversión de San Pablo, Apóstol


Para el día de hoy (25/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 14-20



En toda las enseñanzas y anuncios de Jesús de Nazareth impresiona su concepción del tiempo: para Él, el tiempo no es una convención de cronología, aconteceres secuenciales y mensurables, sino más bien de un tiempo santo, fecundado por ese Dios que se entreteje Él mismo en la historia humana, misterio amoroso de la Encarnación.

Ese tiempo propicio, kairós, es tiempo de promesas cumplidas, de el arribo que sostendrá las esperanzas por siempre. Porque Dios está con nosotros, el Reino está cerca, muy cerca, tan cerca de cada corazón, el hoy de la Salvación. Aquí y ahora.

La primacía de Dios se ratifica contundente en el ministerio del Señor. De Cristo son todas las iniciativas, y el encuentro con Él implica una profundidad que conmociona la totalidad de la existencia, frente a la cual no se puede permanecer indiferente. Debe haber una respuesta, aún cuando esa respuesta sea negativa.
Sin embargo, decir sí es atreverse a transformar de raíz el devenir de esta pequeña parcela vital que somos, y edificar un destino junto a Aquél que siempre vá por delante de nosotros, encabezando esta gran peregrinación que es la vida cristiana, el coraje de ser sal de la tierra, la confianza de volverse luz en medio de tantas sombras de muerte.

El Maestro busca a los suyos, a sus amigas y amigos, a su familia allí mismo en donde transcurre su cotidianeidad.
Hay un éxodo desde los lugares considerados sagrados, aquellos en donde se los presupone únicos recintos en donde permanece Dios. En el tiempo de la Gracia, cada mujer y cada hombre es templo santo y latiente del Dios de la Vida. Por ello la vida es sagrada, por ello el culto primero es la compasión, fruto santo de la caridad.

Esos hombres son pecadores como nosotros, pero aún así viven una Pascua de pecadores a pescadores de hombres, misión de rescate para que muchos pequeños peces a la deriva permanezcan con vida.

Esos hombres tienen un nombre que el Evangelista nos recuerda: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, y junto a esos nombres están también los nuestros y muchos más, pues todos hemos sido invitados desde la profunda mirada de insondable amistad de Jesús de Nazareth, nuestro hermano y Señor.

Paz y Bien

 

La locura del Evangelio




Para el día de hoy (24/01/15) 

Evangelio según San Marcos 3, 20-21




La lectura del día de hoy es en apariencia muy corta, consta sólo de dos versículos. Sin embargo, tiene una enorme trascendencia y nos proyecta a la dimensión del Reino.

Nos encontramos nuevamente en Cafarnaúm, la ciudad donde estaba el hogar familiar de Pedro y Andrés, y en donde Jesús solía hospedarse. En un plano simbólico y a la vez pleno de significado, hay un desplazamiento desde la sinagoga en donde ya no se lo acepta ni tolera hacia la casa, hacia el hogar en donde se recibe a Cristo como un miembro de la familia.
La Iglesia, allí comunidad naciente, hoy creciente, se edifica alrededor de Cristo y se moldea al fuego del Espíritu como familia de vínculos mucho más profundos y trascendentes que los que indican la biología o la raza.

En esta ocasión, Jesús y los suyos regresaban de uno de sus peregrinaciones misioneras, el anuncio de la Buena Noticia. Hablamos de una época en que es infrecuente el traslado en vehículos a tracción de sangre o en montas de diverso origen: los viajes dentro de Israel y las zonas adyacentes solían realizarse a pié, y si a eso sumamos las demandas en aumento de tanta gente desamparada, ello implica para ese rabbí y para sus discípulos un cansancio demoledor, y con ello la necesidad de volver a centrarse, de descansar, de comer y recuperar fuerzas.

La imagen de un Cristo cansado es importantísima, tan decididamente humano y a la vez tan santo, un cansancio sagrado que proviene de una caridad sin límites.
Pero los padeceres de las multitudes parecen no agotarse nunca, y rodean la casa, y ellos ni siquiera pueden comer. Hay allí la desesperación de un nutrido rebaño sin pastor, presa fácil de la miseria y las enfermedades librados a su suerte, castigados por ciertos criterios que, preventivamente, los clasifican como impuros y les presentan un Dios severo e inaccesible.
Pero también en ese cúmulo de pesares y angustias hay una prevalencia de la fama sanadora del Maestro. Aún así, a pesar de ese error, no es óbice para el inmenso corazón misericordioso del Señor.

Pero tanto el conflicto frontal con las autoridades religiosas como su vida itinerante descoloca a sus parientes, y como siempre deberíamos actuar, es menester ponerse en el lugar del otro.
Desde su punto de vista, lo han conocido desde niño, lo han visto crecer y aprender el oficio paterno. Esperan que como todo varón judío, se case, forme una familia, crezca en las tradiciones y en la fé de Israel.

Jesús de Nazareth no hace nada de lo que se espera de Él. A nosotros también nos sorprende, y es menester suplicar que nunca nos acostumbremos, que siempre estemos dispuestos al asombro. 
Los parientes no sólo están confundidos por este joven que creen conocer tan bien, y que de golpe se larga a los caminos, permanece tenazmente célibe, habla de Dios y, para colmo de males, no tiene ni un ápice de temor ni de vergüenza en enfrentar a la ortodoxia religiosa que comienza a proyectar una sombra ominosa sobre su existencia, y que se consumará en las horas de la Pasión.

Lo creen exaltado, enajenado, por ello lo buscan.
Pero es la locura del Evangelio, que no puede contenerse ni acallarse, mansa locura de Buenas Noticias, de Salvación, de un Dios enamorado de su Creación.

Paz y Bien


Un pueblo nuevo



Para el día de hoy (23/01/15) 

Evangelio según San Marcos 3, 13-19


El proyecto de Dios nunca se detiene.
Desde una mirada de fé, podemos afirmar sin vacilaciones que hemos recorrido un largo camino desde las tiendas en el desierto del viejo pastor de Ur.

Una amorosa promesa de amor, que es rescate y liberación es entretejida por Dios en la historia. Un pueblo nacido en tribus esclavas, peregrino hacia tierras nuevas, es portador de esa promesa, a pesar de sus quebrantos, aún con sus infidelidades.
Porque ese Dios es un Dios de una fidelidad infinita e inquebrantable. Es el Dios de una alianza que perdurará por los siglos, alianza que lo une para siempre con los suyos, alianza que también es símbolo de sus esponsales con la humanidad.

Ese pueblo elegido y bendito madura y al tiempo propicio de los frutos cosecha al Salvador.

El Cristo de la Encarnación, Dios con nosotros, inaugura un tiempo santo -kairós- de Dios y el hombre, y funda un pueblo nuevo que no estará definido por la raza, por la cultura, por las banderas o ideologías. 
Se trata de un pueblo que se afirma y establece a partir de vínculos trascendentes de caridad y fraternidad, pero por sobre todas las cosas, por su unión a Cristo, pueblo que es familia como el mismo Dios.

Las grandes cosas, los grandes aconteceres en el tiempo de la Gracia comienza con humilde pujanza, con la fuerza silenciosa de una mínima semilla. 
Así este pueblo se edifica a partir de unos pocos hombres elegidos por el Maestro, que serán enviados con una misión asombrosa, pero que ante todo son precisamente eso, elegidos por Él, sus amigos, sus hermanos.

El pueblo nuevo crece y se edifica, árbol santo que ha de dar frutos, árbol firme que nunca perecerá pues su savia es el Espíritu Santo, pueblo nuevo que camina hacia todos los encuentros, Iglesia y comunión.

Paz y Bien


Alfarero del hombre



Alfarero del hombre, mano trabajadora
que, de los hondos limos iniciales,
convocas a los pájaros a la primera aurora,
al pasto, los primeros animales.

De mañana te busco, hecho de luz concreta,
de espacio puro y tierra amanecida.
De mañana te encuentro, Vigor, Origen, Meta
de los sonoros ríos de la vida.

El árbol toma cuerpo, y el agua melodía;
tus manos son recientes en la rosa;
se espesa la abundancia del mundo a mediodía,
y estás de corazón en cada cosa.

No hay brisa, si no alientas, monte, si no estás dentro
ni soledad en que no te hagas fuerte.
Todo es presencia y gracia. Vivir es este encuentro
Tú, por la luz, el hombre, por la muerte.

¡Que se acabe el pecado! ¡Mira que es desdecirte
dejar tanta hermosura en tanta guerra!
Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte
de haberle dado un día las llaves de la tierra.

Amén.

Himno de Laudes

Desde las orillas




Para el día de hoy (22/01/15) 

Evangelio según San Marcos 3, 7-12





Jesús de Nazareth era un fiel hijo de su pueblo -judío hasta los huesos como sus padres-, y por ello es dable presuponer que su predicación y su ministerio se encamine con razonable preferencia hacia los suyos, hacia el pueblo de Israel en rotunda exclusividad justificada por toda una historia nacional.

Pero la fama del Maestro se extendía con inusitada rapidez, y lo buscaban no sólo sus paisanos galileos, sino también los más tradicionalistas y ortodoxos de Judea y de la misma Jerusalem del Templo. Sin embargo, trasciende fronteras y por entre las multitudes que lo requieren se pueden identificar también gentes de Idumea o Edom, de Transjordania, de Tiro y Sidón, todos territorios rebosantes de gentiles y extranjeros, símbolo de la catolicidad/universalidad de la Buena Noticia, que no se deja encerrar ni se acota a nada. Ni a nadie. 
El Evangelio es Buena Noticia para todas las naciones.

Tal como lo expresa la lectura que nos ofrece la liturgia en el día de hoy, Jesús debe dirigirse a espacios abiertos, espacios públicos, pues ha sido excomulgado de las sinagogas por la furia de los dirigentes religiosos que le consideran un blasfemo que quebranta el Shabbat y se arroga cuestiones que ellos consideran exclusivas de Dios.
Pero el Maestro no se detiene. Tiene una misión y, fiel hasta el fin, asumirá todas las consecuencias que esa fidelidad absoluta le atraigan sobre su persona.

Aún así, esa multitud expectante está atraída en gran parte por la fama de ese joven rabbí galileo. Unos, por los signos de sanación, por lo que lo identifican como un milagroso taumaturgo. Otros, encendidas sus pasiones nacionalistas, creen que es un Mesías que liberará a Israel y restaurará la dinastía davídica aplastando militarmente a sus enemigos, todas imágenes desdibujadas, un Cristo a la medida de las necesidades de cada uno. Esa fama es peligrosa pues es nociva para los corazones.
Por eso el Maestro se aparta de ese abrazo peligroso que en realidad amenaza con aplastar su ministerio antes que a su propio cuerpo.

Pero el Señor no ceja ni se resigna ni huye. Así, se sube a una barca y desde la orilla, a una cierta distancia, continúa enseñando a las gentes. A pesar de sus errores, no abandona a las gentes a su suerte.

Así es nuestra existencia. Nos solemos sumergir en caricaturas convenientes de un dios con minúsculas, arremetiendo contra todo lo que no se condice con nuestras expectativas.
Pero Cristo anda por nuestras orillas, paciente y compañero, esperando que madure en nosotros las ganas de hacerle espacio a la Gracia de Dios, las puertas abiertas a la Salvación.

Paz y Bien 


El hombre de la mano paralizada




Para el día de hoy (21/01/15) 

Evangelio según San Marcos 3, 1-6



Un hombre con una mano reseca, paralizada -especialmente en la Palestina del siglo I- tiene serios inconvenientes. Está incapacitado para el trabajo, el que en ese tiempo es casi en su totalidad manual, y por ello no puede ganarse el sustento; así, el fantasma ominoso del hambre y la miseria lo acosan a él y a su familia.
Un hombre con ese problema tampoco podrá comunicarse bien, pues tendrá menoscabada su capacidad afectiva, pues no podrá acariciar a sus hijos, abrazar, estrechar esa mano en honesta confianza. Si nos vamos a otro extremo, tampoco podrá defenderse frente a una agresión violenta.

Pero en los estrechos y severos criterios de ese tiempo, un hombre con una mano paralizada es también un hombre impedido de participar de toda celebración religiosa de su comunidad: su enfermedad -toda enfermedad- lo encasilla y excluye como impuro. La atrofia de su extremidad, antes que una cuestión médica, es la consecuencia directa de un pecado propio o de los padres, justo castigo de un Dios vengativo.

Escribas y fariseos tenían criterios exegéticos que fundamentaban esa conducta, que a su vez tenía su correlato en la observancia del Shabbat: si existiera la posibilidad de aliviar o sanar ese padecer, por ningún motivo debía realizarse en ocasión de las restricciones propias del sábado. 
Ello entraba en conflicto flagrante con el anuncio de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth, que sin ambages proclamaba que el sábado es para el hombre, y por ello jamás debe ser causa de opresión. Ese día, día del Señor, ha de ser una bendición, ámbito para el reencuentro con Dios, el descanso y el restablecimiento de los vínculos familiares: cuando se antepone una norma establecida como fin en sí misma por delante, inclusive, del Dios que le confiere sentido, sólo campean tinieblas inhumanas.

Por eso el Maestro hace pasar a un hombre con esa dolencia al frente, y lo ubica en medio de las gentes congregadas para el culto en la sinagoga. Los dolientes, los que sufren y muy especialmente los excluidos han de estar en el centro de la comunidad. 
En el tiempo de la Gracia y la Misericordia, tiempo de mesa grande de hermanos convidados a un ágape bondadoso y eterno por ese Dios que es Padre y Madre, nadie ha de faltar. Por ningún motivo y sin excusas.

Esos fariseos y esos herodianos que se enfurecen con Cristo traen una gravosa carga simbólica.
Ese hombre tiene su mano impedida. Esos hombres tienen paralizado el corazón.

Paz y Bien

Profundamente humano




Para el día de hoy (20/01/15) 

Evangelio según San Marcos 2, 23-28



Desde una perspectiva fenomenológica, la fé cristiana es secular y extrañamente profana pues no se condice con los parámetros usuales de divinidad, de escisión de lo sagrado, de alteridad absoluta.

La clave es el misterio de la encarnación de Dios, un Dios que se hace humano en Cristo -el más humano de todos- que se hace finito, que se hace tiempo, que se hace historia para que la historia se transforme, fermente y florezca.
El Dios de Jesús de Nazareth es el Totalmente Otro que se encuentra muy cerca, y que no es uno habita en un cielo inaccesible y desde allí aplica parámetros de subordinación, de obediencia militarizada, Dios de premios y castigos.

La discusión con los fariseos plantea un abismo infranqueable. Ellos todo lo subordinan a una casuística establecida a partir de parámetros que deificaron y que anteponen a la misma Palabra, un fundamentalismo tan proclive a detectar malos e impuros, a señalar con fluidez prohibiciones y a separar a muchos mediante yugos agobiantes, todo en nombre de Dios.

Jesús de Nazareth, Dios con nosotros, sabe que cada mujer y cada hombre es un templo viviente del Dios de la vida. Que en cada hombre y en cada mujer resplandece el rostro de Dios, y hay  que saber mirar y, especialmente, tener el deseo de ver, con una persistente hambre de verdad.

Ese corazón sagrado en llamas por el Espíritu que lo anima no puede abdicar de las necesidades humanas, ni subordinarlas a la observancia de normas, por importantes que ellas fueran.
Es claro que no es una mera cuestión material o biológica: es el paso mayor de una razón que deviene en co-razón, que se conmueve frente a la necesidad, a las ausencias, a las injusticias, a los sábados impuestos que han dejado de ser santos y restauradores de almas y familias para convertirse en carga de rictus amargo y gravamen intolerable.

Porque en verdad nos aferramos a esos sábados que hemos inventado, y soltamos la mano bondadosa que Dios, a cada paso y cada momento nos tiende.

Paz y Bien
 

Esponsales de Dios





Para el día de hoy (19/01/15) 

Evangelio según San Marcos 2, 18-22




Los fariseos son considerados como el epítome de la negatividad, de la enemistad flagrante con Cristo, todo lo reprobable religiosamente, al punto de elevar el sustantivo fariseo como adjetivo descalificativo por autonomasia. 
Pero en realidad, los fariseos eran hombres profundamente religiosos. Ellos eran muy piadosos y, a su vez, estudiaban profusamente la Torah, la Palabra de Dios, en su idea de permanecer fieles y puros ante su Dios. 
Dos cuestiones fundaban su espiritualidad: por un lado, una lectura literal de la Palabra, en desmedro de todo nivel de profundidad y significado, olvidando quizás a Aquél que la inspira y dá sentido. Y la literalidad es madre de todos los fundamentalismos, que necesariamente son exclusivistas y violentos con el distinto o disidente. Por otro lado, se afirmaban en una religiosidad retributiva, es decir, una religiosidad que obtendría los favores divinos mediante la acumulación de acciones piadosas y cumplimientos preceptuales.
El término fariseo significa separado -perusim-, y ése, probablemente, sea su color distintivo: se suponían separados de los demás por criterios de pureza y rigurosidad ortodoxa; en ese talante, no hay espacios para la Gracia de Dios. Ni tampoco para el prójimo.

En cierto modo, los discípulos del Bautista compartían varios de esos criterios que implicaban también un Dios del toma y daca, un Dios vengativo y castigador, una fé de rostro amargo y severo, una vida que debe purificarse mediante el esfuerzo ingente del ritual prescrito, del ayuno que doblegue al cuerpo, de ciertas ofrendas que convenzan a ese Dios tan lejano.

Por todo ello, la incomprensión y el reclamo frente a la aparente dejadez de los discípulos de Jesús de Nazareth frente al ayuno. Ellos no lo desprecian: por el contrario, cuando el ayuno se hace ofrenda, es una acción de piedad inigualable, pues está fecundada por la Gracia.
Ellos viven en un tiempo distinto, en el tiempo mesiánico, el tiempo de los esponsales de Dios con la humanidad. Los esponsales refieren al amor que confiere el sentido último a toda existencia, la donación sin reservas de todo el ser, y en el tiempo inaugurado por Cristo se revela el rostro de un Dios que se ofrece sin límites para la salvación de la humanidad.
En estos esponsales, el novio es Cristo, y por ello los suyos celebrarán siempre estos amores, promesas que invariablemente se han de cumplir, fidelidades hasta el fin.

A pesar de los dolores, a pesar de las propias miserias y pecados, nuestra vida ha de ser una celebración constante de ese Dios con nosotros que nada ha reservado, que se ha brindado en su totalidad para la plenitud de todas sus hijas e hijos.

Paz y Bien
 

El lugar donde vives




Para el día de hoy (18/01/15) 

Evangelio según San Juan 1, 35-42




La clave de todo es el Cordero de Dios. 

Cordero Pascual, Cordero perfecto para celebrar la liberación y la vida. Pero también Cordero Servidor sufriente, que se ofrece como víctima propiciatoria para el perdón de los pecados, Cordero manso y sin mancha que a pesar de la cruz triunfará sobre la muerte a pura vida. Cordero dado por Dios para la salvación del pueblo.
El joven galileo que pasa, para asombro de muchos, es reconocido por el Bautista como Cordero de Dios: sólo Juan lo reconoce entre la multitud, sólo Juan se reconoce mínimo frente a su persona, y por esa humillación Juan es tan grande.
Es la misma humildad que desoye cualquier tentación de poder, de edificar imperios, sus discípulos no le son de su propiedad, han de seguir al Cristo que pasa, y así es el ejemplo perfecto del servidor de Dios que no requiere nada para sí, que todo lo encamina hacia la verdad.

Hay un detalle sorprendente: en el colegio apostólico, en la comunidad naciente de los Doce hay discípulos que también han sido discípulos del Bautista, hombres acostumbrados a tener un maestro que los vaya formando, un sitio donde reunirse, unas características propias que los identifican.
Es también distingo de la unida diversidad de los discípulos: hay pescadores galileos, hay publicanos, hay celosos zelotes, discípulos del Bautista, cuerpo vivo multicelular que es congregado con cordial firmeza por el Cristo que los congrega. Porque si Cristo no es el centro de todos ellos y de todos nosotros, comienzan a aflorar los intereses parciales, mezquinos y particulares.

Uno de los discípulos joánicos es Andrés, no se demora en contarle a su hermano Simón lo que le ha sucedido, a quien ha conocido. Nada menos que al Mesías. El testimonio a menudo tiene pequeñísimos pasos de gorrión, pero provoca movimientos que por nada ni nadie han de detenerse.

Los discípulos que pasan del Bautista a Cristo quieren saber el lugar donde vive Jesús de Nazareth, donde enseña, cual es el lugar en donde se forman lo suyos.
La invitación es inequívoca: se trata de ir con Él, de caminar sus caminos, de vivir con Él, de amar como Él, de hacer huella en su compañía. Su lugar es el camino, porque Él mismo es camino, verdad y vida.

El encuentro con el Cordero de Dios tiene un carácter definitivo, tan fundante que hasta hay un nuevo nombre para una nueva vida. 
Cefas y Cristo se encuentran, y producto de ese encuentro Cefas pasará a llamarse Pedro, nombre que revela identidad y misión.

Seguir al Cordero es atreverse a reconocer al Salvador que se nos acerca por entre la multitud, y compartir su vida, aún cuando ello implique persecuciones y cruz. El Cordero de Dios prevalece más allá de toda muerte.

Paz y Bien



Vocación, misterio de misericordia




Para el día de hoy (17/01/15) 

Evangelio según San Marcos 2, 13-17



En los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, los publicanos eran un grupo fervorosamente detestado. Ellos cobran los impuestos o tributos debidos al ocupante imperial romano, y tenían permitido cobrar una sobretasa que excedía al impuesto tabulado, lo que en general ocasionaba abusos y excesos, siendo los pobres los principales perjudicados.
Por su función, tenían contacto habitual con extranjeros/gentiles, razón por la cual se los consideraba impuros rituales, es decir, incapacitados de participar en la vida religiosa de su pueblo. Por sus abusos, se los despreciaba por ladrones. Por trabajar para los opresores, se les consideraba traidores, a tal punto que los publicanos estaban impedidos de prestar testimonio jurídico válido.
Para una mentalidad religiosa tan puntillosa que suele perderse en detalles y se olvida de Dios, un publicano es un pecador y un pecador público, en la misma estatura moral de las prostitutas, por lo cual su vida social también está restringida a los vínculos con sus pares.

El llamado de Jesús de Nazareth a Leví el publicano es escandaloso, aunque ello no parece importarle demasiado al Maestro, como tampoco ofender un nacionalismo acérrimo; al fin y al cabo, un publicano es un infame traidor.
Se pueden realizar múltiples conjeturas acerca de las nubes que se tejían en el alma de ese publicano, las pesadas cargas de la traición, de la injusticia, de la corrupción, de una existencia acotada por las miserias que propaga pero que a su vez aniquilan cualquier fruto cordial. Las razones son tan oscuras que no hay otro futuro avizorable más allá de las capas de ego que se le acumulan.
Tal vez no haya demasiada justicia en el convite de Cristo al llamar a un hombre así: pero en la ilógica del Reino, la justicia de Dios se expresa en la misericordia, y es esa misericordia que resplandece en la mirada del Señor la que transforma a Leví. El encuentro con Cristo augura buenos presagios y más aún, abre una enorme ventana de una vida posible, de una vida nueva y re-creada.

La vocación es un insondable misterio de misericordia para vivir y andar junto a Cristo, como Cristo, en Cristo, y es menester tener oídos atentos y la mirada clara.
Oídos que sepan escuchar por entre tanta bulla la llamada del maestro.
Ojos que descubran el paso redentor de Dios en la vida de los demás, especialmente por aquellos por los que nuestros mezquinos juicios no dan un centavo.

Hay una mesa grande tendida para celebrar, ágape en donde la vida compartida se festeja. Y en ella, toda la humanidad tiene un sitio esperándole.

Paz y Bien

Brechas en los techos




Para el día de hoy (16/01/15) 

Evangelio según San Marcos 2, 1-12



El ministerio galileo de Jesús de Nazareth tenía como epicentro Cafarnaúm, más precisamente la casa familiar de Pedro y Andrés, algo así como un centro de operaciones en el cual se reunía con sus amigos y descansaba tras los ingentes esfuerzos de la misión. Es también un signo de que Cristo se hace presente allí en donde le reciben, en donde dos o más se reunen en su nombre, en donde le brindan afectuoso hospedaje cordial.

La fama creciente del Maestro entre las gentes -con tantos enfermos librados a su suerte- ubica ese hogar como su propia casa. No es del todo errado, claro está, la casa de Cristo está allí en donde se encuentran sus amigos y hermanos, signo cierto de la Iglesia.
Pero esas gentes, por esos motivos plagados de la desesperación conducente que les ocasionaba los criterios imperantes que vindicaban toda enfermedad como efecto necesario de una causal pecaminosa, es decir, un castigo divino frente a pecados propios o de los padres -Jn 9, 2-. En síntesis, no sólo se consideraba al enfermo un impuro ritual y social, sino lo que es más grave aún, que está bien y es justo que esté así, que sufra, que se aguante. Esas gentes buscaban a Jesús de Nazareth por su fama de sanador, taumaturgo inmediato de tantos padeceres, sin escuchar la Palabra, sin mirar más allá del signo amoroso de la sanación, y tal vez por ello el Maestro enseña en parábolas. Pero aunque esos errores a menudo campeaban en las mentes, no obstaban a la compasión infinita del Maestro.

En esa ocasión, las gentes se arracimaban en torno a la casa en donde estaba Jesús. Una multitud tan abigarrada que impedía entrar o salir de la casa, un grupo tan grande y cerrado que no permite que otros se acerquen a ese Cristo.

Para ese hombre la situación no era nada fácil, prácticamente imposible. La parálisis lo aferra a la inmovilidad y a la dependencia en todo de otros, y su universo no se extiende más allá de la camilla en donde languidecen sus días. No hay modo, entre tanta gente, de sostener su esperanza de que ese rabbí galileo lo cure.
Pero cuando se apagan las esperanza, cuando el no se puede parece decidirlo todo, entra en juego la solidaridad. Esos cuatro hombres no se resignan, los conmueve y moviliza el sufrimiento de ese hombre que no puede levantarse, y es una cuestión de fé, pues la fé nunca es abstracta, siempre es concreta, siempre se expresa en acciones, siempre moviliza.

En aquel tiempo las casas familiares se edificaban en sus muros con adobes, y los techos -en parte a los bravos calores estivales y a los duros inviernos- constaban de madera, barro y paja. A esos hombres estos inconvenientes no los detienen. Para corazones solidarios y plenos de fé, no hay imposibles.
Esos hombres, cuando la cerrazón de las gentes que, expectantes, esperaban al Maestro, hicieron lo que nosotros solemos olvidar. 

Ellos miraron hacia arriba. 

No los amilana ni la brecha que hacen en el techo, ni el riesgo patente de que el enfermo se les caiga al bajarlo con sogas. No hay impedimento que valga cuando hay que llevar a un hermano a la presencia salvadora de Cristo, máxime cuando ese hermano tiene paralizados cuerpo y, muy especialmente, el alma.

La fé de esos hombres y el amor de Dios expresado en Jesús de Nazareth provocan los milagros. Porque allí se sana un cuerpo que no se puede mover, pero muy especialmente se libera un alma encadenada por la culpa. 

Algunos hombres severos y celosos -religiosos profesionales que se creen propietarios de Dios- infieren que el joven galileo blasfema pues perdona los pecados que pudiera portar ese hombre. No es una acusación menor, aunque sea tácita: la blasfemia, en ese tiempo, acarreaba directamente a la muerte por lapidación, una costumbre espantosa que sigue hoy vigente en ciertos sitios.

Cristo también abre brechas en ciertos techos. No hay medida ni condicionamientos para el amor de Dios, y seguir abriendo esos huecos es tarea muy actual para todos nosotros, vocación misionera esencialmente humana indelegable.

Paz y Bien

Una Iglesia leprosa




Para el día de hoy (15/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 40-45




En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, padecer la lepra tenía consecuencias terribles. Es menester tener en cuenta que, para la mentalidad de la época, no se consideraba lepra solamente a la enfermedad producida por el bacilo de Hansen sino a una gran variedad de patologías dérmicas -tiña, moluscos, psoriasis, dermatitis varias-.

Es razonable que los casos bacilares -los más contagiosos- produjeran pánico, y con ello decisiones taxativas y apresuradas pues no se sabía como actuar frente a esta patología. 
Perot también, para los criterios religiosos imperantes, la lepra era la enfermedad de la impureza con mayúsculas: ello supone que es el castigo divino en los cuerpos a causa de los pecados cometidos por el enfermo o por sus padres. El enfermo ya no podría convivir en las ciudades, participar en ninguna celebración religiosa, trabajar: separado de su familia, en exclusión absoluta, teniendo prohibido acercarse a cualquier persona y declarando a los gritos su condición de impuro.
Así, bajo esas normas estrictas, quien determinaría la condición de salud o enfermedad de una persona, con todas las consecuencias que ello acarrearía, es el sacerdote, y más aún: estaban prescritas las ofrendas y rituales que debían realizarse para el caso improbable que se determinara que un enfermo recobrara la salud, para ser readmitido en todos los aspectos de su existencia.

El temor al contagio físico tiene una contraparte religiosa o espiritual: el impuro contagia su impureza ritual, ante lo cual cualquier persona que se pusiera en contacto con un leproso no sólo correría el riesgo de enfermarse sino también -y quizás por ello más grave aún- de volverse un impuro ritual y social, indigno de convivir en comunidad y de participar con los demás en el culto a su Dios.

Lo que nos relata el Evangelista Marcos es muy extraño. Cosas muy extrañas acontecen y acontecerán porque el Reino está aquí y ahora, y es menester siempre estar dispuestos a todos los asombros.
El leproso se acerca a ese Cristo que pasa, y está allí uno de los fundamentos de una fé que está naciendo, la confianza en una persona, Jesús de Nazareth, aún cuando ese acercamiento no sea del todo ortodoxo ni conveniente.
Una cualidad decisiva en esta cuestión es la aceptación/resignación del enfermo: acepta que es un impuro, acepta por ello la exclusión, acepta poner distancia considerable con los demás. Pero este hombre se acerca, y en su súplica se revela la condición de su corazón: no pide ser sanado, sólo implora ser purificado si ello conviene a la voluntad de Cristo.
Ese hombre, además de las llagas de su piel, tiene lesiones en su alma que lo tienen malherido.

Más extraño todavía es lo que hace el Señor: la conmoción que siente, producto de la compasión que lo anima, es por el dolor del otro pero también por esa condición injusta y tan inhumana que discrimina sin piedad, que aniquila cualquier atisbo de esperanza. Por eso no vacila en tocar al enfermo, por eso consiente en realizar dos milagros: se restablece una piel de las llagas que duelen y carcomen, pero sobre todo se yergue nueva un alma sometida a pura crueldad. Ese hombre ha purificado mente y corazón de esa prisión móvil impuesta.
Por ello también el mandato de Cristo de que el hombre, restablecido pleno en humanidad, se presente ante quien debe dar fé de su salud: los que lo han excluido ahora deben ser fedatarios de su salud, readmitiéndolo en pleno derecho a la vida social, económica y especialmente espiritual.

Pero estas transgresiones no quedan impunes a mentes tan estrechas. Mientras que ese hombre vuelve a una vida plena, es Jesús de Nazareth el que se ha menoscabado, pues esa impureza es contagiosa. Por rescatar a un marginado ese Cristo deviene en marginal, y debe así vivir fuera de las ciudades, en ciudades desiertas.

El Papa Francisco, con una clara voz profética y en pleno espíritu evangélico, ha reclamado una Iglesia pobre y para los pobres.
En esa misma sintonía, y desde estas escasas líneas, ansiamos también una Iglesia leprosa, una Iglesia que esté siempre del lado de las víctimas, de los marginados, de los que nadie quiere mirar ni ver, aún cuando eso implique el riesgo de volverse marginal, impura, excluida.
Esas llagas serán signo de fidelidad a la Buena Noticia.

Paz y Bien


Casa y diaconía




Para el día de hoy (14/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 29-39




La transición desde la celebración del Shabbat en la sinagoga de Cafarnaúm al hogar de Pedro y Andrés posee un carácter eminentemente simbólico que a la vez es muy provocador. Parece que las cosas del Reino de Dios no acontecen tanto en los espacios considerados sagrados como la sinagoga, sino más bien en los ambientes profanos como la casa, el hogar, y es signo cierto de una Salvación que se encarna allí en donde la vida acontece. De esa manera, el mensaje profundo es que la existencia deviene sagrada por la presencia eterna de Cristo, Dios con nosotros.

En el hogar, que será para los cristianos la Iglesia primordial, a Jesús de Nazareth le advierten acerca de los padecimientos de la suegra de Pedro. Cuando alguien sufre, no hay que esconderle ni callarse.
Esa mujer es última entre los últimos. Ante todo, es mujer y para los parámetros sociales de la época carece de derechos y relevancia social y religiosa. Probablemente sea viuda y no tenga hijos varones que la amparen, y por ello viva en la casa familiar de Pedro como único refugio posible.
Como si ello no bastara, está enferma. La fiebre no es síntoma de una patología determinada, es considerada enfermedad en sí misma bajo los criterios religiosos imperantes, es decir, la enfermedad como consecuencia/castigo por pretensos pecados y, a su vez, condición ineludible de impureza ritual y comunitaria.

En esos tiempos, ningún varón judío le dirigiría la palabra a una mujer que no fuera su hija o su esposa, o acaso un familiar directo. Mucho menos tendría un somero contacto físico, contacto que estaría a un nivel moral escandaloso.
A Jesús de Nazareth estas cuestiones no lo preocupaban demasiado. En cambio lo conmovía hasta las profundidades de su corazón el sufrimiento de los demás, y es la compasión la expresión cabal de un Dios que asume todo lo que minimiza y acota la humanidad de sus hijas e hijos. Así, en un gesto de inefable bondad, toma la mano de la mujer y la pone en pié; levantarla es también símbolo de la Resurrección, de erguirse de toda muerte, y la caridad, la compasión, la ternura sanan y liberan.
Esa mujer, reconocida en su irrevocable dignidad, expresa su gratitud por su humanidad restablecida sirviendo a los demás. El servicio no es una limitada acción de los menesteres caseros, que se corresponde a una minusválida mirada acerca del lugar de la mujer.
Esa mujer sirve a los demás en la trascendencia de la vida ofrecida en la sintonía de la Gracia, del Reino aquí y ahora, de la la diaconía en una comunidad de rostro familiar en donde todos cuentan, todos son importantes.

La fama del maestro se extiende por todas partes, y al caer el sol -al finalizar el Shabbat- traen a su presencia a todos los enfermos. Se trata de cuestiones erróneas, pues buscan al sanador, al taumaturgo y nó al Mesías.
Pedro y los otros también están en ese plano de comprensión equivocada, y quizás quieren potenciarlo, por eso su reclamo de que todos lo buscan. Pero el Señor no es propiedad de nadie, y por eso mismo es de todos.

A la Buena Noticia no hay que encerrarla, sino permitir que como lluvia bienhechora llegue a todas partes, haciendo fértil y fructífero todo destino.

Paz y Bien


La autoridad de Cristo




Para el día de hoy (13/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 21-28


La sinagoga era, más que un sitio, una institución que probablemente encuentre su origen en los tiempos del exilio babilónico. Lejos del Templo y sometidos a una cultura y una religión que les era completamente ajena, el pueblo judío comenzó a congregarse para orar y reflexionar la Torah, Palabra de su Dios que le confería sustento espiritual e identidad como pueblo; congregación, tal es el sentido literal del término sinagoga.
Ha de tenerse en cuenta su carácter laico: los sacerdotes, aún cuando no hubieran perdido Jerusalem, estaban afectados específicamente al culto en el Templo.

Con el correr de los años, la institución sinagogal adquirió una importancia cada vez mayor, especialmente durante la celebración del Shabbat. Se oraba, se recitaban salmos, se leía la Torah y se la comentaba públicamente; los escribas -expertos exégetas- suelen comentar las Escrituras de un modo tal que el oyente se vea comprometido a cumplir normas que ellos mismos infieren de su análisis, y su análisis, a su vez, es un juicio emitido en base a precedentes exegéticos. En términos más simples, los escribas comentan los comentarios que otros expresaron, y a mayor cantidad de autores citados, mayor es la autoridad que se les reconoce, asociada a renombre y honores.

Que un rabbí galileo tan joven y humilde, sin ninguna clase de antecedentes académicos hable con palabras tan nuevas y frescas, asombra a todos. Él habla con un conocimiento que no se adquiere en los libros, sino a partir de la vivencia e identidad absoluta entre Él y su Padre.
Las gentes se asombran por esta autoridad, que en nada se parece a los dictados de los escribas, que podan corazones y libertades. Cristo hace nacer cosas nuevas, pues revela desde la Palabra a un Dios que ama, un Dios bueno, un Dios Padre y Madre, un Dios de amor y liberación.

Cuan grande no sería el asombro de esas gentes al escuchar hablar de su Dios de esa manera.

Quiera el Altísimo que jamás nos acostumbremos. Que la Palabra jamás se nos haga rutina conocida. Que Cristo nos asombre y nos alegre cada día, a cada momento, en cada encuentro con su Palabra, que es Palabra de Vida y Palabra Viva.

Paz y Bien
 



Tiempos y redes




Para el día de hoy (12/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 14-20




La aparición de este rabbí nazareno, en Galilea, en la Palestina del siglo I, implica una encrucijada histórica, un cruce de todos los caminos pues nada volverá a ser igual. A diferencia de los grandes maestros de Israel, que enseñaban sentados en sus cátedras jerosolimitanas, y que aguardaban la llegada de nuevos discípulos -muy preparados, muy pocos-, este Maestro sale al encuentro de hombres y mujeres en su realidad cotidiana, desde lo que son y lo que hacen a diario pues tiene una bondadosa mirada profunda que le permite ver no tanto pasado y presente, sino futuro compartido, lo que pueden ser y aún hoy no lo advierten.

Es una invitación que no tiene nada de imposición. Pero a la vez, en la ilógica del Reino, hay ciertas prisas. El tiempo nuevo es urgente.
Claro está que hay otros tiempos, los que discurren con altibajos pero que en el fondo poseen colores apagados, más de lo mismo, tiempo que se regula y se determina con calendarios y relojes, tiempo mensurable y, por eso, tiempo acotado, tiempo limitado.
Jesús de Nazareth convoca a los invitados porque advierte que el tiempo es kairós, tiempo santo de Dios y el hombre, tiempo propicio, tiempo urgente, el momento de la verdad, el tiempo decisivo que interpela y exige respuestas, cambios profundos.

Nada será igual.
Los convocados son hombres sencillos, humildes, cuyas vidas discurren entre la familia y los esfuerzos diarios para sobrevivir. Su invitación tiene en cuenta, muy especialmente, las cosas que hacen, que saben y conocen, como si este Cristo quisiera recrear y resignificar sus existencias, plenificarlas a partir de su cotidianeidad, semilla de mostaza que germinará en silencio pero que concretará un árbol frondoso y frutal.

Ellos son pescadores del mar de Galilea y ahora serán pescadores de hombres, aún con sus miserias y sus quebrantos, aún con errores y requiebros.
Tendrán en sus manos redes nuevas para la tarea, redes extrañas y asombrosa que tienen por función mantener con vida a miles y miles de pequeños peces con vida, a la deriva en los mares encrespados del mundo.

En esas redes, en este tiempo único, vivimos con la esperanza de un regreso definitivo, y nos mantenemos en vida plena por la fé, en las aguas mansas de la Gracia de Dios.

Paz y Bien

Bautismo del Señor, cielos que se abren




El Bautismo del Señor 

Para el día de hoy (11/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 7-11




Juan el Bautista vivía en el desierto, y bautizaba a orillas del río Jordán, y allí se congregaba las gentes en un número creciente. 
Hay un desplazamiento notable desde el Templo de Jerusalem con su imponencia, su belleza, su oro y sus lujosas piedras talladas a la vera de un río. Y como si no fuera suficiente, pasamos de los sacerdotes con sus ropas rituales específicas, los humos del incienso y de los sacrificios, la erudición acumulada hacia un hombre sencillo, pobre de toda pobreza que se reviste de pieles de animales, que se alimenta de insectos y miel silvestre, y que no cita a autores famosos, ni tiene la pretensión de enseñar nada.

Él es un profeta: tiene cosas de parte de Dios para decir, y aquí el mensaje es más importante que el mensajero, él mismo. No realiza un ritual tabulado, regulado por normas específicas. El hace el más sencillo de los gestos, bastante infrecuente en la religión de aquel tiempo.
El bautismo de Juan es simbólico más que ritual: el mismo término bautismo significa, literalmente, sumergir.
Así entonces el bautismo tiene un doble cariz simbólico de muerte bajo el río para emerger a una vida nueva y definitiva.. Por ello el bautismo de Juan es un bautismo de conversión, de dejar atrás lo que ya no es para renacer a una vida recreada por el perdón.

Jesús de Nazareth se encamina por entre la multitud, humilde y silencioso -es un joven campesino galileo, muy pobre-, como uno más, esperando recibir el bautismo de Juan.
El encuentro entre esos dos hombres jóvenes -recordemos que se llevan apenas seis meses de diferencia- es difícil de relatar, como tan inexpresable han de ser las miradas profundas que se cruzan entre ellos. El que trae el bautismo definitivo, la vida renacida, acude a ser bautizado.

Allí está el signo definitivo, signo de cielos abiertos, esperanza de tierra nueva, de corazones renacidos, de descubrirnos hijas e hijos queridísimos por un Dios que se desvive por nosotros.

Un Dios que camina como un igual, como un compañero, como un vecino, como un hermano entre esta multitud de gentes que buscamos vivir plenamente, que nos reconocemos menoscabados por estas miserias en las que gustamos sumergirnos y que llamamos pecado, un Dios que nos acompaña a renacer, a vivir felices, Dios con nosotros.

Paz y Bien

Año jubilar




Para el día de hoy (10/01/15) 

Evangelio según San Lucas 4, 14-22a




En las tradiciones de la nación judía, el año sabático tenía una importancia doble, agrícola-económica y espiritual a la vez. Implicaba que la tierra podía trajinarse en cultivo durante seis años continuos, pero el séptimo debía dejarse en barbecho, en descanso para permitirle que se rehaga, que se restablezca su humus, su fertilidad y así retomar, al año siguiente, su capacidad de brindar buenas cosechas. Para una tierra dura como la Palestina -tan distinta a Egipto, abonada constantemente por los limos del Nilo- es una cuestión muy importante, que tiene una influencia directa con el sustento. Pero también esta institución campesina devino en una tradición espiritual, la del Shabbat, siendo un cariz primordial santificar un día de cada siete para ofrecerlo a Dios, para el descanso frutal, para restablecerse, para reencontrarse y poder proseguir.

Con el correr de los siglos, se instituyó el año jubilar o año del jubileo; el término, en español, nos trae reminiscencias fonéticas relativas al júbilo, a la alegría. Pero muy probablemente, su raíz etimológica provenga de yobel, que significa trompeta o, mejor aún, toque de trompeta, en referencia al sonido de un cuerno que anunciaba al pueblo el comienzo de ese año jubilar.
Un año jubilar era el que se celebraba tras siete años sabáticos consecutivos, es decir, cada cincuenta años. En ese año santo, recobrarían la libertad todos aquellos que habían caído en la esclavitud a causa de múltiples deudas. También, se restituirían las tierras a sus dueños originales, quienes por diversos motivos se hubieran visto obligados a venderlas, y ello implicaba un retorno a la equidad, los bienes de Dios en igualdad para todos, y un detalle que no es menor: como las tierras eran de propiedad familiar, de clan, tribal, significaba que cada niño que naciera luego de ese año santo no pasaría hambre ni miseria, pues habría tierra para cosechas. Y por supuesto, también en ese año jubilar la tierra debía descansar.

Ese sábado, en la sinagoga de su pueblo natal, Jesús de Nazareth asume en su propia persona las profecías antiguas de redención, de liberación, de justicia. Porque la Salvación tiene el perfume primordial del aquí y el hoy, y revela el rostro de un Dios que se involucra amorosamente en la historia, un Dios que se desvive por el bien de sus hijas e hijos.

No se trata ya del sonido de una trompeta como iniciador de un tiempo agradable. Jesús de Nazareth inaugura un año jubilar que comienza con su anuncio, con Él mismo, pero que no tiene fin. La Buena Noticia es esperanza para los cautivos, para los ciegos, para los pobres, para los que no pueden más, y muy especialmente para todos los hambrientos de justicia, Año de Gracia y Misericordia que es la misión eterna de una Iglesia que anuncia a todos los pueblos que un nuevo tiempo ha comenzado con este Cristo que vive en nosotros.

Paz y Bien

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