Vida y amor implican movimiento cordial perpetuo

 

 


 

 

 

 Para el día de hoy (30/09/20): 

Evangelio según San Lucas 9, 57-62

 

 

La lectura para este día nos ubica en Samaria, y la escena presagia conflictos: el rabbí galileo, acompañado de esos discípulos tan judíos como Él, atraviesa el territorio de los despreciados samaritanos, cuya inquina era recíproca. Pero hasta en esos sitios en donde nada bueno puede acontecer ni esperarse, allí puede haber también nuevos discípulos.
La enseñanza, tácitamente expresada, se dirige ante todo a los propios discípulos: la convocatoria salvadora del Maestro es universal, no se acota a un grupo o a una comunidad única, ni la Buena Noticia se adjudica exclusivamente a unos pocos. La catolicidad, en el sentido más pleno del término, aquí se refiere.

Pero se trata de la vocación cristiana, del discipulado, de la maravillosa radicalidad transformadora del Evangelio. No son suficientes las buenas intenciones.
Se trata de vivir con Cristo y vivir como Cristo. Por ello los discípulos serán otros Cristos que caminan sin descanso, y nó simpatizantes ni adherentes que por cumplir determinadas pautas religiosas tienen todo resuelto.

El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. La afirmación estremece y esclarece con fulgurante deslumbre: la vida cristiana es dinámica, no debe acomodarse, no es algo acabado a lo que se ingresa y ya no es necesario más. Vida y amor implican movimiento cordial perpetuo, la semilla de la eternidad que germina y cuyos brotes es necesario cuidar para que crezcan y den frutos abundantes por las asombrosas bondades de esa semilla primera.

Se trata de dejar atrás la muerte, se trata de que el pasado sea historia, pues la Salvación acontece en tiempo presente, en el aquí y ahora. No hay que mirar atrás, no hay que aferrarse vanamente a pasados gravosos ni a las opiniones laxas de otros; arar la existencia es el manso esfuerzo esperanzado desde la conversión, que abandona las muertes del hombre viejo, del pecado, y sigue a ese Cristo por los senderos de la Gracia, a la luz de la Resurrección.

Paz y Bien

San Arcángeles: Quién como Dios, Fuerza de Dios, Medicina de Dios


 

 

 

 Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Para el día de hoy (29/09/20): 

Evangelio según San Juan 1, 47-51

 

 

 

 Los sentidos nos brindan datos limitados, quizás los epifenómenos del acontecer cotidiano. Pero la historia humana tiene una profunda dimensión escondida y viva, que la revelación nos re-vela, es decir, que por la Palabra podemos quitar los velos que nos impiden mirar y ver esa dimensión trascendente, en donde en santa urdimbre se entreteje el tiempo y la eternidad, la Encarnación de un Dios que se hace hombre, vecino, Hijo amado de todos.

Los ángeles son los mensajeros perfectos de esa certeza que nos ha abierto Cristo, cielos abiertos a pura bondad de Dios, la Salvación ofrecida a todos los pueblos.
Más nosotros solemos adjudicar categorías mundanas y limitadas a estas realidades que la razón intuye pero no puede abarcar; por ello quizás, a los mensajeros -seres espirituales- nos los representemos con rasgos antropomórficos y caracteres específicos. Tal vez apliquemos allí muchas de nuestras ansias y nuestras angustias.

Pero es menester no perder el centro primordial de esta revelación, y es que los ángeles portan mensajes divinos de esperanza y eternidad. En donde se hacen presentes, es Dios mismo que actúa.
Porque no estamos solos, Quien como Dios, la Fuerza de Dios nos anuncia buenas noticias, la Medicina de Dios nos cura los venenos del alma.

Cristo ha abierto los cielos para todos nosotros, cielos que no se ubican necesariamente en una locación superior de carácter espacial, sino en la profundidad de un tiempo humano fecundado por la Gracia, la misma Gracia que es plenitud, la alegría que nos sigue cantando María de Nazareth a ese Dios magnífico que no nos olvida.

Paz y Bien

El signo de grandeza de la comunidad cristiana será el servicio

 






Para el día de hoy (28/09/20): 

Evangelio según San Lucas 9, 46-50



Los discípulos de Jesús de Nazareth, a pesar de todo el camino compartido con el Maestro, a pesar de todo lo que les había enseñado, nunca abandonaron los viejos esquemas, las ansias de poder y prestigio, los criterios mundanos tan distintos y hasta opuestos a la realidad del Reino.


Él los conocía bien, y magnífico lector de los corazones, debe insistirles en romper esas corazas que los atrapan y les impiden crecer en bondad, en humanidad, en eternidad. Porque si continúan en esa tesitura, en ese plano mezquino de ambiciones, sólo llegarán al escalón de los poderosos. Aún declarándose de Cristo, sólo se convertirán en otros opresores, y tristemente, en esta Iglesia que amamos y a la que pertenecemos, es una práctica enquistada y recidivante, que no logramos abandonar.


Por ello es que Jesús toma un niño y lo pone en el centro de la atención de sus desubicados amigos. 

Es claro que la prioridad de los adultos siempre estará en proteger a los niños a toda costa, a costa de la propia vida. Demasiados infames agresiones a la niñez hemos conocido por parte de aquellos que debían cuidarla y protegerla.

Más en este caso Jesús de Nazareth vá más allá, porque hay más. Siempre hay más.


En el tiempo del ministerio de Cristo, los niños carecían de derechos. Eran apenas apéndice de sus padres varones, a los que en todo debe obedecer, sin siquiera comenzar a pensar, a que crezca su conciencia. El Maestro no se refiere tanto a la inocencia y a la ternura que se infieren como identificatorias de la infancia, sino más bien al niño en tanto que dependiente de todo, débil, necesitado en todo de los demás, que no puede ser artífice de su existencia por sí mismo, y que por ello también se enciende de gratitud ante el más pequeño gesto bondadoso, que sabe reconocer el amor que se le brinda, y que no ha perdido la capacidad de asombrarse frente a los regalos, regalos que para esos hombres endurecidos será la asombrosa Gracia de Dios, la vida plena. 


Se trata de ser como niños y de servir a los niños y a los que son como ellos, en el mismo plano espiritual. Los pobres, los excluidos, los olvidados, los descartados de la existencia en un mundo construido para unos pocos privilegiados indiferentes.


Contra toda lógica de intereses mezquinos, el signo de grandeza de la comunidad cristiana será entonces el servicio generoso, incondicional y prioritario que se brinda fraternalmente, con cordialidad familiar, a los que habitualmente no cuentan para nadie, pero que son los primeros a los ojos paternales de Dios.


Y tal vez, franqueada esa frontera cerrada y torpe, descubrir que la familia es mucho mayor de lo que se supone, pues hay muchos hermanas y hermanos que en silencio se prodigan en vidas frutales del Reino.


Paz y Bien

Los patios inmensos de la Gracia

 






Domingo 26° durante el año

Para el día de hoy (27/09/20) 

Evangelio según San Mateo 21, 28-32



Jesús de Nazareth se encuentra casi al final de su peregrinación. Está en Jerusalem, la Ciudad Santa que sólo ha sabido mostrarle un rostro cruel, que le ha hecho derramar lágrimas de tristeza por presente y por el futuro que avizora, que incuba entre sus muros un odio irrefrenable que desembocará en los espantos de la Pasión. La aversión que suscita su presencia entre la dirigencia judía enrarece tanto el ambiente con su cruda hostilidad, que podría cortarse con un cuchillo.


Pero el Maestro no retrocede ni vacila, convencido de su misión, firme y fiel. 


La liturgia nos ubica, precisamente, en el centro simbólico y real del odio que le profesan, el Templo de Jerusalem, ese templo enorme y fastuoso, orgullo de generaciones, característica primordial de todo un pueblo.

Ese segundo templo llevó mucho tiempo edificarlo, y su construcción responde ante todo a motivos teológicos -espirituales- antes que a concepciones arquitectónicas, las que se subordinan a esas ideas fundantes, y los patios que ostenta son símbolo y señal exactos de las ideas religiosas imperantes así como de la imagen de un Dios que domina.


En ese Templo nos encontraríamos con el amplio patio de los Gentiles, es decir, el recinto que casi no es parte del Templo y que aloja a los extranjeros y a los no creyentes. Un segundo patio se destina a las mujeres y a los eunucos, de los que no cuenta su fé ni su piedad. Están allí porque las mujeres carecen de relevancia y no tienen derechos, están los eunucos por ser hombres defectuosos, impuros, falsarios.

En el tercer patio podríamos encontrar a los varones -un criterio específicamente genérico y sexista-, pero muy especialmente a los varones puntillosamente observantes de la Ley y los profetas, siempre y cuando esa observancia se atuviera a la minuciosidad opresiva de los fariseos.

Y casi como una consecuencia lógica, el cuarto patio está restringido a los sacerdotes encargados del culto.


En ese ambiente tan cerrado y sofocante para los corazones, la Palabra viva y libre del Maestro ha de resultar, seguramente, como una bofetada, una falta de respeto a los acartonamientos instaurados, a la precisión de un dios que castiga con eficiencia y velocidad, y del que se obtienen premios mediante la acumulación de méritos por unos pocos selectos.

Él les está diciendo que su Dios tiene por preferencia cordial y bondadosa a todos aquellos que usualmente no tienen siquiera la posibilidad de asomarse a ninguno de esos patios exclusivistas.


Él ha venido a buscar a los perdidos y extraviados, a sanar a los enfermos, a rescatar a los oprimidos, los excluidos, y que se inaugure el tiempo definitivo de la Misericordia.

Y que la vida y la Iglesia tenga un sólo espacio, un único e inmenso patio, el patio de la Gracia en donde todos se congregan afablemente y nadie queda fuera, porque es un patio del encuentro con un Dios que se revela Padre y Madre, patio de hijos, patio de hermanos, recinto de Salvación y libertad.


Paz y Bien


En la plena humanidad de Cristo resplandece su divinidad

 






Para el día de hoy (26/09/20):

Evangelio según San Lucas 9, 43-45



La aseveración del Maestro es contundente y dura: será tomado prisionero, torturado, entregado a manos de los verdugos.


Los discípulos no son capaces de entenderlo: en su limitado horizonte no entra un Mesías humillado, ajusticiado, aparentemente vencido, muerto...

Aún así, no se atreven a preguntarle para que aclare sus dudas. No sólo tienen miedo de mostrar su ignorancia: quizás su mayor temor sea encontrar una respuesta que les resulte inaceptable.


Nosotros somos tristemente parecidos: hay preguntas que se nos vuelven tan difíciles que preferimos no realizarlas. No tanto por la vergüenza posible del no saber, sino por el temor que nos suscita la respuesta.


Las respuestas de las preguntas que le hagamos a Jesús necesariamente comprometen y transforman; son tan vinculantes, que nada será igual. Implica una gran dosis de confianza y coraje que, verdaderamente, no abunda.


Sin embargo, Él persiste y no nos abandonará.

Jesús, nuestro hermano y Señor, se nos revela como el Hijo del Hombre.

El más humano de todos, tan pero tan humano que por ello mismo, muestra en esa humanidad plena su divinidad.


Bendito sea Dios que se ha hecho uno de nosotros.


Paz y Bien

El Cristo que reconocemos y profesamos

 

 


 

 

 

 Para el día de hoy (25/09/20): 

Evangelio según San Lucas 9, 18-22

 

 

 

 

 En la época del ministerio de Jesús de Nazareth, especialmente en Palestina, se vivían tiempos confusos, violentos, un pueblo angustiado en plena ebullición: la opresión romana que hollaba el suelo sagrado de la Tierra Santa, la brutalidad de los tetrarcas -Herodes y Filipos- y una religiosidad que asfixiaba las almas en el abuso de las normas impuestas y el purismo ritual.
Así, el pueblo se aferraba a expectativas que solían coincidir con sus esperanzas y frustraciones, es decir, expectativas de liberación en las que proyectaban todo lo que les pasaba.

Por ello el surgimiento del Maestro y su anuncio de Buenas Noticias los confundía, y así le irrogaban al rabbí nazareno identidades diversas. Que es el Bautista, que es Elías, que es uno de los antiguos y nobles profetas que ha regresado.
Porque en realidad, ellos suponían que el Mesías de Israel sería un Mesías glorioso y revestido de poder, que se impondría con fuerza demoledora a sus enemigos y que gobernaría la nación judía por siempre.
Cristo es un profeta, claro está, pero es mucho más que un profeta, y su pueblo aún no ha madurado para comprender su identidad mesiánica. Así entonces el llamado a silencio: Jesús es también un fiel hijo de su pueblo, que sufre con los suyos, pero todo tiene un tiempo de maduración. A las cuestiones espirituales instantáneas es mejor posponerlas o eludirlas en su mayor parte.

Pero el Maestro quiere que los suyos le digan qué piensa de Él. Lector como nadie del corazón humano, sabe de los torbellinos y preconceptos que hay en las mentes de esos hombres, sus amigos, sus hermanos.
Pedro, en nombre de todos, toma la palabra y afirma y confiesa que Jesús de Nazareth es el Mesías de Dios, y la contundencia de la afirmación nos sigue estremeciendo hasta nuestros días. Allí está el Espíritu Santo encendiendo al pescador galileo que ahora es pescador de hombres y roca en donde se confirma la fé de sus hermanos.

No se trata solamente de un acontecimiento histórico, acotado a un momento determinado. La Palabra de Dios es Palabra de vida y Palabra viva, y Dios nos habla hoy.
Confesar a Jesús de Nazareth como Mesías de Dios, como Cristo libertador sólo acontecerá dentro de la comunidad cristiana en donde ese Cristo se hace presente, la sostiene y la hace florecer.

Aún hoy nuestras expectativas han de madurar. A menudo le transferimos al Señor nuestras inquietudes, angustias, aspiraciones y deseos. Gustamos más de un Cristo a la medida de nuestras necesidades, y así nos dibujamos el rostro del Maestro como una caricatura banal. Un dios aspirina que nos alivia los dolores. Un dios sedante para nuestras angustias. Un dios psicoanalista, terapeuta de nuestras neurosis. Un dios proveedor de las cosas que nos faltan o de las que deseamos. Un dios verdugo severo. Un dios al que se le arrancan favores mediante el trueque de piedades acumuladas.

Pero el Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de Amor, Padre de misericordia que nada se reserva para sí, que se brinda por entero para el bien de toda la humanidad, y por eso el Mesías, Jesucristo, será un varón de dolores, un esclavo entregado a la muerte ignominiosa de la cruz en ese mismo amor infinito, para que no haya más crucificados, para que no prevalezca la muerte, para la Salvación.

Paz y Bien


María de la Merced, Madre Redentora consuelo del corazón

 

 


 

 

 

 

 

 Nuestra Señora de la Merced

Para el día de hoy (24/09/20): 

Evangelio según San Lucas 9, 7-9

 

 

 

Al pié de esa cruz en donde su Hijo se moría, Ella permaneció en pié, firme aún cuando todos se escondían o estaban dispersos por el miedo o por la vergüenza. Su puro corazón, traspasado por esa espada cruel de dolores, permanece fiel y porta -a pesar de ese dolor inenarrable- una llama de esperanza que no se apaga ni desvanece a pesar de tanto horror, y en la sintonía de esa esperanza que es fruto primordial de la Gracia, se producirá el reencuentro con el Hijo Resucitado, el fin de los imposibles. La muerte física y todas las muertes no tienen ni tendrán la última palabra.

Al pié de esa cruz, como ofrenda de amor absoluto, el Hijo que entrega la vida para que no haya más crucificados, realiza su despojo mayor, y se desprende de la Madre, que ahora será Madre de todos sus hermanos. Mujer sin casa, su hogar estará allí en donde los hijos la reciban.

Como Madre, sigue permaneciendo fiel y firme al pié de la cruz de todos los hijos, a través de toda la historia. Cuando todos se van, Ella se queda, sufriendo con esas hijas y esos hijos doloridos, pero a la vez encarnando la esperanza, expresión amable y asombrosa de la solidaridad de un Dios que se encarna para hacerse hermano, vecino, Hijo amado, un Dios decididamente parcial, que se vuelca por entero y sin condiciones hacia los pobres, los pequeños, los cautivos.

Dios es misericordia que ha experimentado en su cuerpo y en toda su existencia, vida que se expande, y por ello María de Nazareth canta a ese Dios magnífico que tiene su mirada puesta en los pequeños, que redime a los cautivos y libera a los oprimidos, Dios fiel a todas sus promesas.

En su amor y fidelidad, María es Redentora desde su tenaz ternura de Madre que no tolera las cadenas que se impongan a ninguno de sus hijos. Y por ese amor cálido y eficaz, siempre está atenta cuando el vino de la vida se consume en la lobreguez de la humanidad apisonada, para avisarle al Hijo y para impulsar también a los amigos y hermanos del Hijo a que renueven los fervores y la piedad en el esfuerzo santo e inaplazable de la libertad.

Merced es misericordia. María es el rostro materno de un Dios que siempre escucha los clamores de liberación de su pueblo.

Que María de la Merced siga impulsándonos el corazón y las manos hacia el hermano cautivo, hacia su rescate, al restablecimiento de la dignidad única de ser hijas e hijos de Dios.
Que María de la Merced siga hablándole de todos y cada uno de nosotros al Hijo, para que el vino de la Gracia nunca se nos acabe.

María, Madre Redentora, Madre de la Merced, ruega por nosotros.

Paz y Bien

Misioneros, humildes obreros para mayor gloria de Dios

 

 


 

 

 

 

Para el día de hoy (23/09/20): 

Evangelio según San Lucas 9, 1-6

 

 

 

 

Quizás los Doce no hayan tomado conciencia plena de la misión que el Maestro les encomienda. Tal vez nosotros tampoco. Es que el Maestro, al darles poder y autoridad para sanar y liberar, para proclamar la Buena Noticia del Reino de Dios deposita en ellos una confianza inimaginable, pues la misión de Cristo será ahora la misión de los discípulos.

En cierto modo, Él tiene en ellos una fé impresionante que, sin dudas, no es recíproca.

La misión no tiene nada de abstracto. A menudo se ha afirmado que la misión de la Iglesia es la salvación de las almas; sin embargo, esa afirmación esconde visos de abstracción y un énfasis postrero, post mortem, que se aleja con escasa compasión de la insondable ternura de la Encarnación de Dios.

Hay muchos demonios que expulsar. El demonio del egoísmo. El demonio que confunde, que aleja a los hermanos. El demonio que enturbia las miradas para no poder ver a Dios como un Padre bondadoso, y sí como un verdugo punitivo sediento de sangre. El demonio de la exclusión y la soberbia. El demonio que no permite crecer en humanidad y honradez.

Muchos son los dolientes. Enfermedades corporales que hacen sufrir, patologías espirituales que aniquilan las semillas que crecen con vida nueva. Corazones divididos, corazones dolientes, corazones agobiados de miseria y soledad, hijos abandonados de todas las omisiones.
Es misión de paz en donde la violencia no tiene lugar, en donde el poder que se ejerce es el servicio a los demás. Misión de liberación, porque mujeres y hombres han de erguirse mansamente desde los fangos en que están sumergidos.
Misión humilde que confía en la divina providencia antes que en el falso dios del dinero, que se aferra al Espíritu antes que a las cosas.

Pero por sobre todo, y aunque es necesario decir las cosas como son, proclamar la Buena Noticia para todos los pueblos comenzando por los pobres, se trata de ser Evangelios vivos, palpitantes, Evangelios que respiran, Evangelios en donde en cada segundo de la existencia se pueda leer el paso salvador de Dios por la historia.

Humildes obreros para mayor gloria de Dios.

Paz y Bien

La familia de Cristo es un insondable misterio de amor

 





Para el día de hoy (22/09/20) 

Evangelio según San Lucas 8, 19-21



En los pueblos semitas mediterráneos del siglo I y en otras tantas culturas, la pertenencia tribal y racial era un factor determinante que confería identidad y pertenencia. En el caso específico de Israel, el núcleo primero de la tribu era la familia, y a su vez era la vía de acceso a la nación y pertenencia judías; en los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, las tribus y familias judías se cerraban cada vez más sobre sí mismas pues su nación estaba sometida por el poder militar de una potencia extranjera, y por el riesgo creciente de la contaminación extranjera, de una colonización imperial que les ganara no solamente el territorio sino también su cultura, es decir, sus mentes, sus almas.

Otro factor importante a tener en cuenta también es el miedo, el miedo a que el opresor romano -a quien se desprecia- tome cualquier actitud sospechosa o extravagante como subversiva y, en consecuencia, la aplaste con devastadora violencia.


Como una cuestión puramente objetiva y abstracta, detengámonos por un momento en la vereda de la familia y la tribu nazarena de Jesús: el niño que vieron jugar y crecer, el hombre que tenía el mismo oficio de su padre José -tekton-, de repente se larga a los caminos a hablar de Dios y a hablar en nombre de Dios, a curar enfermos, a juntarse con indeseables, a enfrentarse sin ambages con los guardianes de la tradición religiosa de Israel. Y las gentes más sencillas cada vez lo seguían en número creciente, con especial agrado y atención.

Allí había una ruptura y un peligro para Él y para ellos. Ese Jesús o se había vuelto loco, o estaba cometiendo demasiadas imprudencias que podían desatar las furias romanas. Pero además, hay algo más primordial que eso, y es que este rabbí caminante ha roto el molde, no se corresponde en nada con lo que los suyos esperan de Él, la vida que para Él han imaginado y hasta diseñado. 

Así es harto lógico que se lleguen a Cafarnaúm a buscarle, para en cierto modo rescatarlo de esa locura, hacerlo volver en razones y llevarlo al reducto seguro de Nazareth, menos expuesto que en la ciudad de gran movimiento en donde se encuentran ahora.


Si extrapolamos esta situación al ámbito de nuestros corazones, nosotros también, en cierto modo, gustamos de hacer lo mismo, regresarlo a la tribu de nuestros templos o a la seguridad de nuestras creencias -que nó de nuestra fé- para que este Cristo no nos quiebre nuestros mediocres esquemas ni se nos difuminen las caricaturas mesiánicas a las que nos aferramos, porque es mucho más de lo que esperamos. Y porque no permitimos a Dios ser Dios.


Allí en Cafarnaúm, el Maestro -rodeado de gentes sedientas del agua viva de la Buena Noticia-, la Madre y los parientes, esa tribu originaria, se hacen presentes arrogándose quizás el derecho y la primacía sobre Jesús. Ellos están primero, y a ellos les pertenece.

Pero este Cristo no le pertenece por la sangre, ni por la raza, ni por la cultura. No es de una familia escasa, ni de un grupo puntual, ni de los nazarenos, ni de la misma Iglesia.

Él borra esas fronteras de pago chico, y amplía la familia hasta límites insospechados.


Los nuevos vínculos familiares son vínculos espirituales, crecidos a la luz y cobijo de una Palabra que está viva y es Vida, Palabra escuchada y practicada.

La familia de Cristo es un insondable misterio de amor, abierta a toda la humanidad. Dios mismo nos hace parte de su familia, hijas e hijos, hermanos en el presente en camino hacia la plenitud eterna.


Paz y Bien

La Palabra germina al calor de los corazones creyentes

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 Para el día de hoy (19/09/20) 

Evangelio según San Lucas 8, 4-15

 

 

 

 La escena transmitida por el Evangelista Lucas es magnífica: una multitud venida de todas partes que se reune alrededor del Maestro, escuchándole con atención. Muchos de ellos sin dudas eran labriegos o campesinos, por lo que podemos imaginar sin ninguna dificultad sus gestos de asentimiento y asombro frente a la parábola que Jesús de Nazareth les brinda.

Es llamativo que en toda la parábola -no en su explicación privada y posterior a los discípulos- no se mencione Dios, Reino, Salvación o Mesías. En este sentido, la parábola es descaradamente profana y, tal vez, demasiado secular para los religiosos profesionales de miras estrechas.
El asombroso tesoro escondido tras sus vocablos e ilógica es que el Reino de Dios está indefectiblemente entretejido en lo cotidiano, la eternidad en santa urdimbre con el aquí y ahora.

Pero también enciende las alarmas de nuestras prudencias desmedidas la actitud del sembrador. Pareciera un sembrador demasiado despreocupado, o quizas hasta algo tonto y torpe, pues parte de esa semilla -los campesinos galileos sabían que las semillas eran bastante caras- vá a parar a sitios en donde no hay frutos buenos ni germinación ni crecimiento constantes. Hay algo de pátina azarosa en su conducta, pero hay mucho -muchísimo- de confianza en lo que sucederá en los surcos. Con todo y a pesar de todo, de las tormentas, las piedras, las plagas o la cizaña engañosamente tibia.

El sembrador actúa de ese modo tan extraño porque confía totalmente en la semilla que porta, en su impresionante fuerza escondida, en su maravillosa capacidad de rinde, pródigamente frutal. Y aunque muy a menudo en los surcos no estará a la espera la tierra fértil de las almas, a pesar de ello han de crecer árboles frondosos y habrá una cosecha de frutos extraordinarios.

No podemos permitirnos los desánimos personales ni misioneros. La fuerza de la Palabra de Dios no se deja atrapar por nada, y basta cobijarla al calor de los corazones para que la vida, esa vida que siempre se nos está creciendo y renovando, vuelva a brotarnos en cada amanecer.

Paz y Bien

Discípulas y misioneras

 

 


 

 

 

 

 


 

 

 Para el día de hoy (18/09/20) 

Evangelio según San Lucas 8, 1-3

 

 

  La lectura que la liturgia nos ofrece el día de hoy se limita a sólo tres versículos. Parece muy corta, especialmente si comparamos con otra como la correspondiente al día de ayer; sin embargo en esos pocos versículos condensa y revela la trascendencia que para Jesús de Nazareth tenían, como hijas de Dios y como integrantes de la comunidad cristiana, las mujeres, sus discípulas.

Ello se destaca si por un momento observamos con detenimiento la situación de la mujer en la Palestina del siglo I, especialmente entre el pueblo judío: ellas carecían de derechos y voz propia -ciertos rabinos, incluso, las consideraban indignas de participar en la sinagoga o de aprender a leer y a escribir-, y estaban en la práctica totalmente sometidas y dependientes de su padre o de su esposo, según su edad o estado. Concretamente, su destino era el concebir los hijos y cuidar la casa, y en ese talante, ninguna mujer que tuviera una conducta honorable y adecuada hablaría ni frecuentaría otro varón que no fuera su padre, su esposo o eventualmente su hijo adulto.

Por ello mismo que mujeres de distinta extracción social fueran tratadas como iguales por ese rabbí galileo horrorizaba y llenaba de suspicacias a las mentes rígidas sin corazón. Peor aún cuando Él no dudaba ni un instante en tocar, recibir, sanar y bendecir a aquellas portadoras de algún estigma insoluble, como la impureza, el pecado, o simplemente la baja reputación.

En principio, el Evangelio para el día de hoy anticipa con toda precisión que quienes serán las primeras testigos privilegiadas de la Resurrección, del triunfo de la vida, y a su vez serán evangelizadoras de los apóstoles, son mujeres que no están allí por arribistas, ni por circunstancias fortuitas o azarosas. Ellas han estado junto a Él desde los mismos comienzos de su ministerio en Galilea, han recorrido los caminos a su lado, han participado como misioneras al igual que muchos otros. Ser testigos es parte de esa misión que les ha ido creciendo y madurando en sus existencias.

Y otra cuestión también es raigal: con deliberada y magnífica intensidad, el Evangelista Lucas señala que algunas de esas mujeres han sido sanadas por Cristo de enfermedades y malos espíritus. Quizás esos malos espíritus tengan que ver con resignarse, con aceptar ser menoscabadas, con no poder vivir en plenitud, ser felices.
Ése es el distingo: son testigos y son discípulas no por haber aprendido una doctrina, sino por redescubrir a cada instante el paso salvador de Dios por sus vidas, y todo el bien que Cristo ha hecho en ellas, un Cristo que es su hermano, su Señor y su amigo.

Esa esperanza y esa reivindicación fraterna -que nada tiene que ver con un feminismo banal- provienen de Cristo y hoy, en pleno siglo XXI, seguimos sin quererlo aceptar en todas sus dimensiones de Buena Noticia.

Paz y Bien

 

 

El persistente perfume de la misericordia

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 Para el día de hoy (17/09/20): 

Evangelio según San Lucas 7, 36-50

 

 

 

Simón, fariseo notable, invita a Jesús de Nazareth a comer con él. Probablemente ello responda a varias cuestiones: por un lado, la presencia de un rabbí -de cualquier rabbí- incrementa el prestigio del dueño de casa. Por otro lado, ese rabbí nazareno debe despertar en Simón una cierta incógnita, por todas las cosas que de Él se dicen, por por el revuelo que su presencia, sus acciones provocan en el pueblo y en sus pares religiosos.

Pero también Simón no puede con su genio: prisionero de sus prejuicios y atrapado en unos esquemas harto rígidos que poco tienen de religiosos, está atento a cualquier actitud reprochable o heterodoxa del joven maestro galileo.
En aquellos tiempos, las normas de urbanidad y hospitalidad implicaban lavar los pies del invitado recién llegado, pues los caminos de la Palestina del siglo I eran habitualmente muy polvorientos; se lo recibe al invitado besando sus mejillas, en un símbolico Shalom ofrecido cordialmente, y más aún, a un convidado de relevancia se le ungen los cabellos con algún perfume costoso, realzando el honor que confiere su presencia en ese hogar.

Deliberadamente y como un sutil y tácito insulto, Simón pasa por alto estas acciones. Quizás a su manera está expresando un desprecio a ese Maestro que no tiene pliegos académicos que exhibir, que es pobre de toda pobreza, amigo de todos los despreciados, galileo y por ello sospechoso de religiosidad débil y torcida por ser de las periferias.

Una mesa judía farisea tiene un ritual especial, pasos formales y precisos. Sin embargo, la irrupción de una mujer se asemeja a una tormenta de verano.
El nombre omitido tiene que ver con una clasificación condenatoria: es mujer, por lo tanto tiene menos derechos que un varón, pero además es una pecadora pública, es decir, que socialmente son conocidas sus miserias y pecados. De allí quizás provenga el epíteto de mujer pública cuando se evita el rótulo de prostituta, o de palabras más fuertes, y quizás una lectura superficial y torpe nos haga arribar a esos terrenos pantanosos.
Para colmo de males, irrumpe en la estancia sin pedir permiso, ajena a su no-condición de persona habilitada. Es menester tener en cuenta siempre que se haga lo que se haga, se imponga lo que se imponga -aún cuando se haga bajo pretextos religiosos- no se puede impedir que las gentes se acerquen con el corazón el la mano a ese Cristo que a nadie pertenece porque se brinda a todos.

Ese mismo Cristo permite sin ningún problema que esa mujer, anegada en llanto, bese sus pies, los lave y los seque con sus cabellos, y que unja sus cabellos con perfume. Se ubica detrás de Jesús al modo de los esclavos. A Cristo nunca le importó demasiado el qué dirán, sin embargo los hombres que lo observan con atención -representados por Simón el fariseo- se escandalizan. Si fuera en verdad un Maestro y un profeta, Jesús de Nazareth no lo permitiría, no se contaminaría con una impura total, absoluta.
La tradición manda eso: pero hay tradiciones que son traiciones cuando se olvidan del Dios que les confiere sentido.

El perfume que inunda la estancia por caer sobre los cabellos del Maestro es la respuesta cordial y agradecida de la Misericordia que se encarna en Cristo. Esa mujer despliega la mejor de las hospitalidades, la verdadera, la de recibir al Señor en su corazón que derrama bondad, misericordia, perdón que nos salva.

Paz y Bien

Invectivas contra todo prejuicio

 

 


 

 

 Para el día de hoy (16/09/20): 

Evangelio según San Lucas 7, 31-35

 

 

 La alegoría que Jesús de Nazareth nos plantea desde la Palabra es una dura invectiva, un lamento y un llamado de atención y una invitación para todos nosotros.

Su invectiva no se expresa de manera abstracta y global, sino que tiene destinatarios claramente identificables: los dirigentes religiosos de su tiempo. Ellos, aferrados a sus esquemas y a sus principios, actúan de un modo pueril y caprichoso con tal de autojustificarse; han edificado una religión plagada de normas que oprime al pueblo y les garantiza poder cuasi absoluto, pero en ese ámbito estrecho no hay lugar para Dios ni para el prójimo.
No son capaces de ver más allá de ellos mismos.

Al Bautista, en su ascética integridad, lo criticaban y repudiaban diciendo que estaba endemoniado, un loco peligroso. Al Maestro, que celebraba la vida como don amoroso de Dios y compartía mesa, pan y vino con todos sin restricciones, y en especial con los excluidos y descastados, lo tratan de glotón y borracho, que se atreve a juntarse con pecadores públicos, con impuros sociales.

Esos prejuicios al Maestro le duelen en las honduras de su alma, pues esos hombres se placen de la ceguera en la que están inmersos.
Y entre esos hombres, en sus actitudes, podemos quizás espejarnos.

Por eso la llamada de atención y la invitación.
Los caminos de Dios, sin dudas, no son los nuestros. Pero lo imposible se trasciende y supera en Cristo.

La Sabiduría es el plan de Dios expresado en el amor infinito de su Hijo, vivir como Él vivía, amar como Él amaba. Nunca, jamás abdicar de la esperanza. Confiar en Aquél que todo lo podemos.
Pero muy especialmente, sabiduría es tener mirada y corazón transparentes para descubrir las huellas del Creador en todas partes, en cada rostro, en los actos de justicia, de liberación, de solidaridad, de bondad, en el don bondadoso de una naturaleza que solemos agredir con nuestra indiferencia.

Que esa Sabiduría que proviene del Espíritu nos conduzca a buenos puertos.

Paz y Bien

 

Madre Dolorosa, que entre tus manos orantes, se mantengan encendidos los fuegos santos de nuestros corazones

 

 


 

 

 

 

 

 

Nuestra Señora de los Dolores

Para el día de hoy (15/09/20):  

Evangelio según San Juan 19, 25-27

 

 

 

 

Al pié de la cruz estaba la Madre, viendo como el Hijo se moría ante sus ojos, muriendo en soledad, abandonado por sus amigos, como un criminal despreciable, como un reo abyecto, como ejemplo cruel para amedrentar con ese terror a cualquier otro que quisiera seguir sus pasos.

Mucho más que antinatural, ninguna madre debería enterrar a un hijo. Menos de esa forma, menos bebiendo la hiel de la impotencia y el desprecio.
Allí estaba su hijo en ciernes, en los caminos montañosos, en el encuentro con Isabel.
Allí estaba el bebé asombroso, el mismo que debió proteger por las arenas del desierto, huyendo del prepotente Herodes que le consideraba un enemigo peligroso.
Allí estaba el muchacho que asombraba a los doctores del Templo.
Allí estaba el joven rabbí que hablaba con autoridad, el Hijo que era también su Maestro, al que tantos consideraban un trastornado. El que se juntaba con los descastados, con los impresentables, con los que nadie sentaría a su mesa, el que hablaba de un Dios Abbá, del Reino y de la gracia que a ella misma había transformado.
Allí estaba el vino de Caná, el día caluroso y polvoriento de la visita del ángel, las miradas silenciosas que se decían todo pues se comprendían desde el amor, la bondad frondosa de José, allí estaban los ciegos que veían, los lisiados que caminaban, los sordos que oían, los cautivos libres. Todo eso estaba allí, en el Hijo que agonizaba y en las honduras de su corazón enorme.

Esa mujer no tiene casa. De niña, vivía con sus padres. Ya joven y casada, su casa era la de José de Nazareth. Tras la partida del Hijo, su hogar estará allí en donde los hijos la reciban, por ternura cotidiana, por cordial respuesta al pedido de Cristo, a su donación definitiva.

Dinos, Madre, cómo hacemos para seguir en pié. Cómo seguir fieles a pesar de dolor. Cómo mantener encendido el rescoldo de la esperanza a pesar de que la muerte parezca invadirnos.
Dinos Madre cómo seguir confiando, con todo y a pesar de todo y de todos, y que la ofrenda inmensa de tu Hijo traiga vida nueva a este mundo que parece florearse en la miseria y el dolor. Que su corazón traspasado vivifique a los hombres.
Y que en tus dolores, entre tus manos orantes, se mantengan encendidos los fuegos santos de nuestros corazones.

Paz y Bien

Cruz, árbol santo de la Salvación

 










La Exaltación de la Santa Cruz

Para el día de hoy (14/09/20) 

Evangelio según San Juan 3, 13-17



Dos árboles que son símbolo y signo de nuestro destino.


El árbol del paraíso, de la caída, del pecado, de elegir la muerte y el exilio de la vida, el árbol que simboliza todos los males que elegimos.


Pero a través de otro árbol, un árbol santo, hemos recuperado la vida merced al pago del rescate pagado al precio de su propia vida por Jesucristo, árbol de la Salvación.


Es la contradicción mayor para las razones de este mundo. Quizás a nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, el pleno significado de una cruz se nos escape en su gravoso significado.

Para nosotros puede significar un símbolo de muerte y horror. Pero para las gentes del siglo I de Palestina y de otras varias provincias del Imperio Romano, la cruz implicaba una ignominia insuperable, el método elegido por los césares para ejecutar a los criminales más abyectos, a los que subvertían el orden, a los marginales. Y como si no fuera suficiente, una interpretación de la Torah implicaba que el ajusticiado era, a su vez, un maldito. Marginal, abyecto y maldecido, sumado al espanto, era la consecuencia de la crucifixión.

Y también un ominoso efecto disuasorio, pues el ajusticiado en su sufrimiento -o su cadáver- queda expuesto a la vista del pueblo para cercenar cualquier asomo de rebeldía o desvío de la autoridad opresiva que se impone.


Sea cual fuere el abordaje pretendido, todos pueden coincidir en el análisis último del sufrimiento y la muerte.

Y en esa lógica, exaltar la cruz es una locura.


Pero en el horizonte de la Gracia, no tratamos tanto con razones sino más bien con co-razones. 

Se trata de un misterio insondable que no puede ser abarcado con mensuras humanas, tan inmenso que es.

Se trata de un Padre que se muere dos veces por los demás: muere dos veces porque es su propio Hijo el que se le muere en esos espantos, y muere para que no haya más crucificados, nunca, y para que toda la humanidad, amada con ternura entrañable, sea plena y encuentre la felicidad y la salud, la Salvación.

Se trata de un misterio de amor y de vida que se propaga imparable porque se ofrece generosa e incondicional.


Ese árbol santo tiene dos ramas, una que lo liga eternamente al cielo de la trascendencia y la eternidad, e inseparablemente otra rama que horizontalmente cobija y señala a todos los hermanos.


Exaltamos la cruz porque en ella Cristo se ha puesto al hombro nuestros sufrimientos, nuestros dolores, nuestras miserias y nuestros pecados, para vivir plenos, sin menoscabo. Y porque no hay amor mayor ni tesoro más valioso que el dar la vida por los demás. Y porque renegamos de todas las cruces que se imponen, crueles y groseras.

Sólo desde la vida ofrecida se nos crece más vida.


Paz y Bien

La ilógica santa de la Cruz y la Resurrección

 







Domingo 24° durante el año

Para el día de hoy (13/09/20):  
 
Evangelio según San Mateo 18, 21-35



La misericordia de Dios es imposible de explicar y, más aún, de ser pagada de algún modo. A través de toda la historia, y en cada instante de nuestras existencias, el paso redentor del amor de Dios no tiene correspondencia, es un amor de locos.

Dios nos ama incondicionalmente, y nada gana con querernos. Ese amor no se puede calcular ni puede ser sometido a la mesura de planes y proyectos; no nos ama para un fin específico, ni por nuestras virtudes, ni tampoco por nuestras falencias. Nos ama desde sus entrañas, y esa es la gran revelación de Jesús de Nazareth.


Ese amor se expresa en el perdón.


Las razones que esgrime Pedro no están nada mal: para los criterios imperantes en su época, inferir que debemos perdonar hasta siete veces al mismo hermano que, de continuo, nos hace daño, es una postura muy generosa, y hasta complicada de implementar en la práctica.

Sin embargo, el error de Pedro está no tanto en la conclusión como más bien en el razonamiento previo: en la búsqueda del cuantas veces, establece un límite que el Maestro no acepta y rechaza.

 

Porque el Padre de Jesús -Abbá Dios nuestro- jamás se cuestiona la cantidad de veces que debe perdonar y sanar a una hija o a un hijo, a todos y cada uno de nosotros, mínimos y miserables intregrantes de esta humanidad errante.


Ello se vuelve explícito en la parábola que el Maestro brinda a continuación. La parábola es alegórica, simbólica, el rey de marras jamás puede ser comparado con el Dios de Jesús, porque ese rey se mueve en el plano del poder y del utilitarismo en el que tan a menudo nos embarcamos, y que suele regir las relaciones humanas, las interpersonales, las nacionales, las ideológicas.

La deuda del siervo es impagable, esos diez mil talentos de ningún modo pueden ser cubiertos en varias generaciones. Pero la incomparable bondad de Dios tiene los mismos efectos: salvar lo imposible, desterrar el no se puede -hasta podemos trasladarlo a la durísima realidad de las deudas de las naciones, que tanta miseria y dolor imponen-.


La puerta se nos puede entreabrir cuando comenzamos a aceptar, sin buscar justificaciones, ese amor asombroso que Dios nos tiene. Aceptar que nos quiere sin límites, siempre, con todo y a pesar de todo.

Y aunque todo diga lo contrario, procurar ordenar la existencia personal y comunitaria en esa misma ilógica santa, la de Jesús de Nazareth, la de la cruz y la Resurrección.


Paz y Bien

Que la Gracia de Dios nos vuelva frutales en compasión y misericordia

 

 


 

 

 

 Para el día de hoy (12/09/20) 

Evangelio según San Lucas 6, 43-49



 

 

Poco a poco el Maestro hubo de abandonar su costumbre de enseñar en las sinagogas: allí el ambiente era por demás opresivo, y quienes detentaban el poder religioso -en cierto modo- lo habían arrojado de allí, una manera no tan velada de excomunión. Así Él decidió dirigirse al encuentro del pueblo, allí en donde las personas vivían, trabajaban y acontecían sus existencias.
Por eso lo encontraremos a orillas del mar junto a los pescadores, entre la multitud en un valle o en la falda de la montaña, o en las afueras de ciudades o pueblos rodeado de labriegos y campesinos.

Él conocía bien a esas gentes, y ellos comprendían lo que Él enseñaba. Hablaba de sus cosas, de lo que vivían, de sus experiencias cotidianas.
Y en una tierra como la de Israel en el siglo I, varios factores confluían en los corazones de sus oyentes. Los esfuerzos y las ansias por hacer pródiga la tierra, el valor de los frutos, la silenciosa dignidad del sudor y el trabajo. Pero esa tierra estaba también sometida por la bota romana, la humillación de la opresión imperial, la exacción de impuestos espantosos destinados al César. Y esas gentes, con amor humilde y tenaz, amaban su patria hasta los huesos.

Por eso no es difícil imaginarse la tranquila emoción de esas mujeres y esos hombres que escuchaban con atención a Jesús de Nazareth. Ellos reconocían los frutos perversos de los violentos, de los que dicen pero no hacen, las frutas perniciosas de los despreciadores, los opresores, los saqueadores de sustentos y también de almas. Pero a su vez también sabían saborear con fruición los magníficos frutos de la fraternidad, de la familia, de la abnegación, del trabajo. Y no necesitaban demasiado palabrerío.
Nosotros, como ellos, también conocemos los frutos nefastos de los habituales dispensadores del desempleo, de la exclusión, los que atropellan infancia y vejez, los que rinden culto al dios dinero, los traficantes de todas las muertes. Pero también están los frutos santos de la amistad, de la mesa compartida, de la generosidad, del servicio, de la vida hecha ofrenda humilde como María de Nazareth.

Quiera el Espíritu que nuestra casa/existencia se edifique con cimientos profundos, en la Palabra de Dios. Porque vendrán muchas tormentas e inundaciones -a no dudarlo- pero nos mantendremos firmes.Y que la Gracia de Dios nos vuelva frutales, en compasión y misericordia.

Paz y Bien

El verdadero dirigente es el discípulo que por su cercanía con Cristo es servidor de sus hermanos

 

 

 


 

 

 Para el día de hoy (11/09/20) 

Evangelio según San Lucas 6, 39-42


 

 

 

 

Cualquier observador neutro puede colegirlo con facilidad: Jesús de Nazareth era un gran maestro, un fabuloso educador, que siempre se valía de las imágenes y los códigos que utilizaban a diario sus oyentes para transmitir aquello que quería enseñar.
Nosotros podemos coincidir en ello, pero lo nuestro vá por senderos místicos, más profundos y trascendentes. No es un gran maestro, es el Maestro. Además, poseía otra cualidad fundamental, que es tan infrecuente en nuestros días: Él sabía escuchar, y a su vez era capaz de enseñar por su capacidad cordial de aprender de los demás.

Es una materia que no solemos cursar y que muy frecuentemente reprobamos, y es la de conocer y re-conocer al otro como tal, sin juzgar, apagando el detector de enemigos, predicando primero con la vida antes que con el discurso.

Por eso la crítica se dirige en primer lugar a los dirigentes; neguémonos, por esta vez, a referirnos como clase dirigente. Se trata siempre de personas, de corazones, antes que de pertenencias.
Porque aquél dirigente que no reconoce a los demás, que se sitúa en planos superiores, que se cree algo, y que sobre todo no es servidor, conduce a los demás a abismos tan oscuros como los que campean en su alma. Son los mismos -tal vez nosotros- que antes que cultivar un espíritu crítico, capaz de discernir lo bueno y lo santo, se empeñan en la detección de pecados y heterodoxias...siempre ajenas.

El verdadero dirigente es el discípulo que por su cercanía con Cristo es servidor de sus hermanos, dirigente y diligente en el servicio. Conduce sirviendo antes que mandando.

Nuestros corazones tienen mucho de esa opacidad, que mira sin ver, que oye sin escuchar, que reniega del hermano y no reconoce sus miserias y mezquindades.
Pero por la Gracia de Dios todo es posible.

Paz y Bien

La Misericordia es el principio de todo destino y su horizonte

 

 


 

 

 

 Para el día de hoy (10/09/20) 

Evangelio según San Lucas 6, 27-38

 

 Desde la historia y la praxis, se entiende y acepta el concepto de justicia como reciprocidad. Traducido esto al ámbito de la ley, se trata de regular y moderar cualquier ímpetu anárquico de venganza, es decir, morigerar las penas que se impongan en proporción a las ofensas o perjuicios cometidos. Así, la llamada ley de Talión -ojo por ojo, diente por diente- implicó un importante avance en el plano del derecho, al normatizar las conductas personal y social.

Asimismo, esta reciprocidad tiene un poder disuasorio; se trata de objetivar las conductas de tal modo que se desaliente las acciones punibles bajo la sombra y el apercibimiento del castigo acorde al mal infringido.

Sin embargo, Jesús de Nazareth ha inaugurado el año eterno de la Gracia, y nada volverá a ser igual, y ello es decididamente revolucionario, imprevisible, maravilloso.

En la declamación, nos puede conmover y hasta podemos realizar profusos discursos al respecto. Pero seamos sinceros: para nuestros limitadísimos esquemas, eso de amar a los enemigos, a los que nos odian, a los que desean nuestro mal implica una asimetría que se nos hace a menudo insalvable. Porque es dable y razonable que el comete un daño o un delito pague, tenga una pena compatible con lo que ha hecho.
Aún así, el mal no se destierra, sino que apenas se contiene.

Por ello mismo es la propuesta del Maestro, y sólo es comprensible y practicable desde una nueva identidad que surja desde el mismo Espíritu de Aquél que ama a todos por igual -buenos y malos- de manera inmensa e incondicional.

Se trata, con todo y a pesar de todo, de volvernos cada vez más humanos, tan humanos a semejanza del que nos sueña, nos crea y sostiene y que ha desandado la distancia insalvable entre la eternidad y la historia encarnándose en el seno puro de una muchacha judía fértil y plena en su fé y en su confianza, Dios con nosotros, Dios entre nosotros.

La historia humana puede reescribirse cuando se descubre a Dios como Padre y Madre, y al prójimo -el cercano y el lejano, el que nos ama y el que nos odia- como un hermano también entrañablemente querido por ese Dios asombroso.

Porque a contrario de nuestros escasos horizontes, la justicia de Dios no es pago ni retribución ni premios ni castigos. La justicia de Dios es la misericordia inconmensurable, que se derrama abundante como lluvia que alivia, perdón que cura, bondad que desoye las ansias de violencia.
Es la red plena de peces, la mesa inmensa, el pan que se parte y reparte, que alcanza para todos y sobra para los que aún no han llegado, es el vino nuevo de la vida que no se agota, es el fin de los imposibles, es la muerte que no decide, es la Resurrección.

La Misericordia es el principio de todo destino y su horizonte.
La Misericordia sostiene al universo.

Paz y Bien

Una indeclinable invitación a ser felices

 

 


 

 

 

 

 Para el día de hoy (09/09/20) 

Evangelio según San Lucas 6, 20-26


 

 

 

 La expresión nuevo orden es, en el mejor de los casos, controversial. Por lo general, refiere a cuestiones de índole política o ideológica, y en muchos casos es la excusa para implantar regímenes brutales, autoritarios, o sencillamente crueles bajo una pátina revolucionaria. Por desgracia, ejemplos sobran.

Sin embargo, el Reino de Dios inaugurado y predicado por Jesús de Nazareth implica un nuevo orden, pero un nuevo orden de los corazones: es en el corazón humano en donde todo se resuelve.
Porque la bienaventuranza es proyecto y propuesta universal de felicidad, de humanidad plena, de mesa grande de fraternidad comenzando por los que están sumidos en la tristeza, el dolor, la miseria impuesta. Pero debemos estar en guardia contra todo intento de premiaciones postreras, que suelen esconder voluntades de resignación: felices los pobres porque el Reino les pertenece hoy, aquí y ahora. Y el hambre que agobia, y el dolor que persiste no son deseados ni queridos por Dios.

El Padre de Jesús de Nazareth ama sin límites a todas sus hijas e hijos, y ese amor se traduce en trastocar todo lo que deshumaniza, que humilla, que pretende socavar la dignidad única de cada hombre y de cada mujer. Y más aún, es un Dios que se pone abierta y escandalosamente del lado de los pobres, de los que lloran, de los que sufren, de los que nada tienen. Su plenitud y su esperanza está en el mismo Dios.

El Señor ha inaugurado el año infinito de la Gracia, de la Misericordia, tiempo santo de Dios y el hombre.

Pero muchos otros se sentirán satisfechos con lo que tienen, y que no es solamente una cuestión de bienes o posesiones. Nuevamente, se trata de lo que se hunde en las raíces del alma. Almas que se nutren de dinero, de poder, de elogios, de conformismo y resignación. Ahí se afincan las lágrimas porque no hay espacio para la Gracia, porque el prójimo ha sido desterrado.

La invitación a ser felices es un mandato y una vocación tenaz e irrenunciable que ese Dios nos ofrece aquí y ahora.

Paz y Bien

María, Niña soñada

 

 


 

 

 

 

 

 

 La Natividad de la Santísima Virgen María

Para el día de hoy (08/09/20) 

Evangelio según San Mateo 1, 1-16. 18-23

 

 

 

 

 Todo hijo que nace del amor lleva en sí los sueños de sus padres para toda su existencia. Sueños de felicidad, de salud, de vida mansa, de crecimiento en paz, de alas en su alma, de libertad y bondad. A veces -suele suceder- se proyecta en los hijos muchas de las frustraciones de los padres, los proyectos truncos, y algunos anhelos propios incumplidos. Pero eso menoscaba el amor primordial que trae a los hijos al mundo.

María de Nazareth no escapa a estas cuestiones tan importantes para tantos. Seguramente Joaquín y Ana soñaron para ella una vida extensa, pródiga y feliz, y más aún, en esos sueños ya la abrigaban en la merced entrañable de sus afectos. Porque un hijo es la vida que continúa tenaz, promesa de futuro, esperanza concreta, y un presente a acunar en nuestros brazos, y es algo que pretenden arrancar de cuajo todos los Herodes de la miseria y el desempleo, los que utilizan a los niños como cosas, mano de obra barata, esclavos sexuales, material descartable.
Y a pesar de todas nuestras limitaciones y escasas posibilidades, todo sería muy distinto si consideráramos a cada niño como un hijo propio, un vástago también de nuestros sueños.

Nuestra niña galilea es pequeñísima y casi invisible, por mujer, por campesina, por no tener pergaminos de realeza.Y aún así, los sueños de sus padres, sin saberlo, se correspondían con los sueños de todo un pueblo oprimido, ansioso de liberación, hambriento de redención.
Pero esa Niña estaba presente en los sueños infinitos de un Dios que jamás se desentendió de los pesares de su pueblo. La fué soñando a través de los siglos, con una paciencia eterna, pues los tiempos de Dios nada tienen que ver con nuestros esquemas.

Los sueños de Dios tienen una paciencia que se fundamenta en el amor, y así pacientemente, este Dios en urdimbre santa, vá tejiendo la contracara de la historia -que no es otra que la esperanza y la justicia- a través de los siglos. Pero no se trata de abstracciones ni de atractivas ideas. Los sueños de Dios son bien concretos, urdimbre santa a través de los tiempos, de hombres y mujeres -sobre todo de mujeres- que se conjugan en el río caudaloso de la Salvación. Y en esos sueños, María de Nazareth ocupa un lugar primordial en la ternura de Dios.

Ella es tan humana que por ello la sentirnos y descubrimos tan cercana, tan nuestra. Y por ello mismo, y por su corazón tan grande, y por una confianza a toda prueba, Ella decidirá el curso de la historia de la humanidad.
Tierra sin mal, tiene las primacías de la Gracia con su sí, y ese Sí! la fecunda, la renueva y recrea, y en su seno se crece pujante otro hijo soñado, el Salvador.

Pues por esa Niña soñada la Salvación está entre nosotros, y esa Niña también es mensaje y realidad de que la Salvación es aquí y ahora, y que todo comienza y todo cambio por los más pequeños desde la más pequeña, que por ello mismo -en la asombrosa ilógica del Reino- es la más grande.

Paz y Bien

No hay días habilitados y días prohibidos para la compasión

 








Para el día de hoy (07/09/20):  

Evangelio según San Lucas 6, 6-11




Una mano seca, una mano paralizada. Una mano incapacitada para el trabajo, para ganarse el pan, para el saludo franco y amable, una mano impedida de cualquier afecto, una mano que nada percibe y nada señala, una presurosa señal de discapacidad, de enfermedad, de condena expresa, un hombre que ha de ser apartado de todo pues es portador de impureza visible, es un minusválido no tanto por no valerse por sí mismo, sino más bien por valer menos.


Esos hombres duros y puntillosamente religiosos -estrictamente ortodoxos- no tenían en cuenta al doliente; al fin y al cabo, ya estaba mensurado y clasificado, y no podían distraer ni un segundo de su atención en esos detalles menores. En cambio, preferían centrar ojos y oídos en el rabbí galileo que se atrevía a cosas tan peligrosas y contrarias a las buenas costumbres, en medio de la comunidad, insuflando la imagen de un Dios que nada tenía que ver con el Dios de Israel en el que ellos creían.

Este galileo se había vuelto un sujeto de cuidado, un revoltoso cuyo peligro mayor radicaba en lo que estaba inexorablemente firme y Él venía a cuestionar en gestos, en acciones y en palabras. Por ello mismo estaban atentos a que el nazareno cometiera algun irresponsable error, para así tener motivos sobrados para acusarle de blasfemo...el resto de su cruel sistema se encargaría de el silenciamiento postrero.


El Maestro conoce como nadie todo lo que se teje en las honduras de cada existencia, en especial lo que se esconde, y es mucho más que una motivación meramente psicológica. Por ello mismo, a plena vista de esos hijos mezquinos hace pasar al centro de la congregación a ese hombre que padece el mal en su mano. Porque para hacer el bien no hay que andar pidiendo permiso, porque no hay días habilitados y días prohibidos para la compasión y porque el socorro al necesitado ha de ser el centro gravitante de toda comunidad que quiere permanecer fiel al Reino que ya está entre nosotros.


Ese hombre recupera las facultades plenas de su mano, una humanidad felizmente reconstituida y re-creada. Porque, al fin y al cabo, ese hombre era un doliente, pero los otros, los otros sí eran los verdaderos enfermos, corazones de piedra inconmovible.


Paz y Bien

Iglesia, comunidad y reconciliación

 





Domingo 23° durante el año

Para el día de hoy (06/09/20):  

Evangelio según San Mateo 18, 15-20



Quizás debido a esa necesidad imperiosa de aferrarnos a reglamentos, de que nos tabulen el corazón y de esa constante tendencia a ser literales, lineales y, por tanto, superficiales, es mejor abordar la lectura la liturgia de este domingo nos ofrece al revés, o sea, comenzar su reflexión por donde aparentemente finaliza.


Es menester ratificarnos una cuestión primordial, y es la trascendencia infinita de toda la Palabra, es decir, que el Evangelio no tiene algunas cuestiones más importantes que otras, sino que toda la Buena Noticia tiene el mismo nivel absoluto. Lo que puede aparecer -sólo aparecer a nuestra escasa mirada- con un orden determinado son las virtudes docentes de Jesús de Nazareth.


Así entonces permitámonos asombrarnos con la decisiva aseveración del Señor, raíz de la misma Iglesia: es aquella en donde hay dos o tres reunidos en Su Nombre. Pero no es una somera cuestión asociativa o de acumulación: la comunidad cristiana es la que se reune en nombre de Jesús, y por asombroso milagro de bondad, en esa reunión acontece su presencia. Por eso la Iglesia es el ámbito por excelencia de la presencia viva del Resucitado, presencia que es fundamento, movimiento, es Cristo quien congrega, es Cristo piedra angular de esta casa grande, es Cristo quien invita a los hermanos a su mesa, es Cristo quien bautiza, perdona, enseña, salva, y por esa presencia infinita es la Iglesia muchísimo más que la suma de todos nosotros.


Por esa presencia viva se hace perentorio e identificador decisivo el perdón. Se trata de ganar al hermano, y esa ganancia es rescate y es poner una silla más en la mesa, con un cuidado maravillosamente desproporcionado, tan desigual a nuestros conceptos mezquinos como lo es la Gracia. Porque a menudo las ofensas trazan abismos que asoman insalvables, pero todo es posible. La presencia viva del Resucitado destierra a todos los imposibles, a todos los no se puede. 


En las manos pequeñas de la comunidad cristiana están las llaves para desatar todos los nudos de rencor y dolor que oprimen, que socavan y violentan las existencias. Y en esas manos, las nuestras, está la clave/llave que vuelve a atar a los hermanos soslayados, alejados por mil y una cuestiones de egoísmos y soberbias.

Porque ninguna de las hijas e hijos de Dios han de perderse.


Paz y Bien

La soberanía del Señor

 

 


 

 

 

 

 

 

 

Para el día de hoy (05/09/20):  

Evangelio según San Lucas 6, 1-5

 

 

 

 

 Desde tiempos inmemoriales, los pobres podían tomar espigas de un campo ajeno para alimentarse, frotándolas entre las manos para desprender los granos; en la Torah -libro del Deuteronomio- se consignaba esta práctica con claridad, destinada a paliar, en parte, la necesidad de los más débiles.
Sin embargo, con el correr de los siglos y el auge de la casuística farisea, hasta ese mínimo gesto se consideraba una infracción a las normas a observar en el Shabbat.

Dentro de esa misma religiosidad rigurosa y a la vez restrictiva, al pretenso infractor que vulneraba el Sábado sin flagrancia, es decir, sin evidentes intenciones de transgresión, era menester expresar una advertencia severa a esa persona, para que realizara ritos purificatorios y de ese modo fuera readmitido en la comunidad.
Pero en el caso de que se hiciera oídos sordos al aviso, y se persistiera en infringir el Sábado, inevitablemente se desembocaba en la pena capital.

No es un dato menor. La pregunta que le hacen a los discípulos hambrientos en realidad vá dirigida a quien es el corazón de esa comunidad incipiente, el Maestro, y la intención excede los rigores por la consecuencia que se vislumbra.

Pero Él no se enreda en remolinos dialécticos que a nada conducen. Su respuesta se funda en la Palabra, y el ejemplo de David y sus hombres comiéndose los panes sagrados -panes de la proposición- sin cuestionamientos por el Sumo Sacerdote Abimelec ni por los escribas de su tiempo, expresa que por sobre los reglamentos, aún los más importantes, aún los más significativos, está la necesidad humana.
Pero hay más, siempre hay más.

La Ley y el culto, como don de Dios, nunca deben utilizarse para oprimir corazones o provocar o ahondar sufrimientos y pesares. El Creador quiere misericordia antes que sacrificios, y a Cristo, Hijo de Dios vivo, se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Por su soberanía cordial, eficaz, definitiva, Cristo puede disponer la mesa, el perdón, el Sábado mismo para bien de la humanidad. La gloria de Dios -que expresa Cristo en la autoridad que encarna y ejerce- es que el hombre viva, que el pobre se eleve, que el humilde sea enaltecido.

La soberanía de Cristo se manifiesta en el mundo cada vez que sus amigos se encienden de compasión, de misericordia y de justicia.

Paz y Bien

El vino nuevo y definitivo de la Gracia de Dios

 

 


 

 

 

 Para el día de hoy (04/09/20) 

Evangelio según San Lucas 5, 33-39

 

 

 La primitiva y naciente comunidad cristiana, y la comunidad cristiana posterior que permanezca fiel es una anomalía extrema para los cánones religiosos habituales. Parecen dejar de lado prescripciones exactas de rezos, de ayuno y de culto, y así beben y comen y celebran y dejan de lado cualquier ascesis que se espere de ellos.
Pero no lo hacen en pro de una vida disipada, por ser borrachos y glotones. Ese sambenito se le irrogará al Maestro, en afán desesperado de menoscabarlo, de endilgarle -en desesperación falsaria- cualquier rótulo de desprecio.

Es que la perspectiva mesiánica vivida a cada segundo por Cristo, y desde Él por toda la comunidad cristiana, es la de unas bodas perpetuas, en la que el Señor es el novio y los discípulos los amigos del novio.
En unas bodas se celebra invariablemente la existencia y el amor, la vida nueva que traerán los hijos. Porque cada hijo es una bendición asombrosa, y así cada hija y cada hijo de Dios, en la Buena Noticia, son comprendidos como una bendición de un Dios infinitamente generoso.

Con todo y a pesar de todo y de todos, la vida ha de celebrarse en ese talante de bodas, de bendición. Sólo habrá un breve lapso en que los amigos del novio han de vestirse de luto y cenizas, en ayuno doloroso, y serán esos tres días en los que Cristo les será quitado con furor violento, oculto en una tumba que por el amor de Dios devengará estéril, hogar inútil de una muerte que ya no prevalecerá, que no tendrá la última palabra. Y quizás también cuando cada año esos amigos hagan memoria de la muerte del Señor.

Porque también Cristo sufre la Pasión en entera libertad de vida ofrecida para que todos vivan; pero los perpetradores de sus padecimientos son esos hombres de rictus severo, que rinden culto a un dios voraz y cruel, que veneran panteones, que los carcome la envidia por la alegría dispensada asombrosa por la Gracia de Dios.

Es algo nuevo y tan definitivo que implica cambiar todo. Es Pascua sin regreso al ayer, a la esclavitud, a lo viejo, el vino nuevo de la fraternidad y la justicia, el vino perpetuo de la compasión y la misericordia.

Paz y Bien

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