Dios se hace pan para nuestra subsistencia y nuestra trascendencia definitivas


















Para el día de hoy (30/04/20):  

 
Evangelio según San Juan 6, 44-51







Dios es inexpresable, el Totalmente Otro. De Él nada podemos decir o explicar por más que nos esforcemos, y no se trata tanto de un Dios que se esconde como más bien de que frente a su inmensidad somos nada -tan mínimos- que somos mudos. Nuestras palabras vienen sobrando.

Sin embargo, este Dios inaccesible se llega a todas las mujeres y hombres de la historia. Contrariando cualquier postulado lógico, se despoja de su divinidad y se hace uno más entre esa marea humana de la historia.
Este Dios se vincula a cada mujer y a cada hombre a través de Jesús de Nazareth, un amoroso vínculo universal e irrestricto. No es un Dios al que se busque infructuosamente; por el contrario, es un Dios que sale al encuentro, que atrae, que persuade, que sirve, que nada impone.

Cada hombre y cada mujer puede encontrar ese susurro bondadoso, esa llamada paternal en las honduras de su corazón.

Como si no fuera suficiente, este Dios se ha hecho humano -el más humano de todos nosotros- ha nacido de mujer, ha sido cuidado por un carpintero judío -niño pobre de aldea ignota-, servidor de todos como un esclavo.

El Hijo es fiel imagen del Padre.
El Hijo ofrece la totalidad de su existencia para que todos vivan, para que nadie perezca, pan y vino de Salvación y eternidad.

Este Dios se hace pan para nuestra subsistencia y nuestra trascendencia definitivas.

Paz y Bien

Pan de Vida, pan vivo bajado del cielo



















Para el día de hoy (29/04/20):  
 
Evangelio según San Juan 6, 35-40









La biología es determinante: puede faltar el sustento durante períodos acotados -en buena hora, en ayunos que sean ofrenda, en mala hora por la injuria del hambre y la pobreza- pero su falta prolongada o total lesiona en estadios primarios la salud, y de modo agravado la existencia misma.

Digámoslo más sencillo y claro: sin sustento, sin comida, sin pan no hay existencia, hay muerte. El alimento es objetivo, nuestra naturaleza no produce nutrientes intrínsecos. Si no comemos. morimos, así, lisa y llanamente.

Sin embargo, en aquellos sitios o comunidades en donde las gentes se alimentan bien, inclusive allí la muerte ha de llegar como parte del proceso mismo de la vida, tránsito entre el nacer y el morir.
Pero a aquellos campesinos que lo escuchaban con los ojos bien abiertos y a todos y cada uno de nosotros, Jesús de Nazareth nos afirma sin ambages que Él mismo es el pan de vida, el pan mayor, el pan infinito que se ofrece a toda la humanidad, el pan que otorga vida más allá de los límites de estas existencias limitadas que somos.

Atreverse al Pan de Vida es tener el coraje y la confianza de pasar de la mera supervivencia a una vida plena de sentido, de horizonte y con destino generosamente regalado de eternidad.
El pan de vida, Cristo mismo, transforma nuestras existencias en vida con mayúsculas, más allá de cualquier mérito, a pura bondad, a toda Gracia, desde la comunión con los hermanos, desde la mesa compartida, desde el servicio brindado con alegría que se hace acción de gracias, Eucaristía, cada vez que en cobijo fraternal nos reunimos y celebramos en su Nombre.

Paz y Bien

El hambre santo del Pan de Vida
















Para el día de hoy (28/04/20):  

Evangelio según San Juan 6, 30-35







Esas gentes que rodeaban ansiosas al Maestro no llevaban una vida fácil ni holgada. En su pobreza y en esas duras condiciones de la tierra de Israel, apenas sobrevivían. Y a ello debía añadírsele un cúmulo de normas y preceptos exigidos por la dirigencia religiosa oficial que tornaban impracticables y por eso mismo opresivos, inhumanos, el hombre esclavo de la Ley, el hombre para el sábado y nó el anuncio liberador y desafiante de ese rabbí galileo de que el sábado es para el hombre.

Pero esas gentes no tenían demasiada afinidad para con la reflexión, y desde determinados escalones de poder se procuraba adormecer cualquier cuestionamiento. En afanes de dominio, siempre es apetecible que el pueblo trague dogmas impuestos sin cuestionar ni saborear. Y ellos tampoco se arriesgaban demasiado, y por ello su historia como pueblo no era un acontecimiento vivo que prefiguraba futuro, sino que era un pasado omnipresente, como una afirmación banal de que todo lo pasado -visto de una manera determinada- siempre es mejor. Es un conservadurismo torpe que niega la maravillosa dinámica de la Gracia.

En esa sintonía es que presuponían que estaba todo dicho y hecho a partir de sus antepasados peregrinos por cuarenta años en el desierto, sustentadas sus vidas por ese maná que les llovía y que atribuyen a la invalorable mediación de Moisés.
Sin embargo, Cristo invita a detenerse un momento y despojarse de preconceptos, y a su vez, a leer la propia historia con mirada nueva, con ojos de fé. Sólo así se encuentra el sentido más pleno, sólo así el pasado es tal y posibilita un presente mejor que germina al calor de las almas un futuro pleno.

Como esa multitud, nosotros debemos reemprender el aprendizaje. Aprender a leer de nuevo nuestra historia, descubrir -a veces en torcidos renglones- el pulso firme y bondadoso de ese Dios que jamás nos abandona, y al que lo ofende la falta del sustento básico aún en pleno siglo XXI, y que se desvive para que no nos quedemos en lo circunstancial sino que nos atrevamos a ir más allá. Las doce canastas llenas son canastas de esperanza para los que aún no han llegado, y son signo cierto de la eternidad que se nos ofrece.

Cristo es ese pan que se nos brinda generoso, incondicional, abundante, aún cuando a veces suplicamos sólo unas pocas migas para sobrevivir en estos campos yertos.
Y no está nada mal exclamar, aún con llanto, un ¡tengo hambre! con la confianza de un niño pequeño, que sabe que no será desoído, pues su padre y su madre viven para su bien.

Es imprescindible rogar porque se nos despierte el hambre más profunda, ese hambre del pan de la fé, Cristo mismo que es amor, fraternidad, mesa compartida, acción de gracias en la eternidad cotidiana de la Eucaristía, pan para siempre y para todos sin excepción.

Paz y Bien

Cristo, pan de vida eterna


















Para el día de hoy (27/04/20):  


Evangelio según San Juan 6, 22-29






Los discípulos se habían retirado en la única barca que había en el lugar. Ellos lo habían visto caminando sobre el agua, y las gentes a la que había alimentado -una nutrida multitud- fueron en su búsqueda, tratando de saber no tanto cuando había llegado a Cafarnaúm sino más bien cómo lo había hecho. Simbólicamente, no nos es ajeno y es frecuente en la historia de la Iglesia, esas ocasiones cuando la Iglesia navega sola con un rumbo distinto al de Cristo, y esas cuando las frágiles barcas de nuestras existencias yerran los puertos pues Él no viene a bordo y está muy lejos del timón.

No es una mera figura literaria, claro que nó. No es tan difícil advertir que Jesús camina por las aguas hacia otras orillas distintas de las nuestras, pues nos volvemos devotos de los éxitos religiosos, porque nos seduce lo masivo, porque los signos de eternidad que a cada paso nos florecen -porque el Espíritu sigue soplando por todas partes- devienen para nosotros en signos intrascendentes, de cosas banales, perecederas, inmanentes. En los extremos, está aferrarse a la liturgia de los sacramentos por el ritual mismo y nó por la Gracia que se nos desborda, por el amor entrañable de Dios que allí se nos expresa.

Así como el fin no justifica los medios, así como la pura praxis sin ética es opresiva y trae consecuencias opuestas a la dignidad humana, así muchas de las acciones que suponemos cristianas -en su estadio mayor, santas- son sólo acciones perecederas de un grupo religioso más sin identidad ni trascendencia, y esta postura suele estar, tristemente, asociada a todo tipo de fundamentalismos e intolerancias, abiertos u ocultos, pero todos ellos ajenos a la Buena Noticia. Por esas cuestiones, la multiplicación de panes y peces será solo un show conmovedor, un acontecimiento milagrero mas nó una señal asombrosa de la bondad de Dios y una decisiva enseñanza para todos los pueblos en todos los tiempos, tan raigalmente humana que por eso mismo es divina.

Lo que en verdad perdura es nuestra confianza puesta en Jesús de Nazareth. Lo que perdura es seguir sus pasos, ser sus discípulas y discípulos.
La obra de Dios es vivir como Jesús, amar como Jesús, salir en busca del hermano, hambrearse con fuerza de justicia, compartir mesa y pan con la existencia misma.

Paz y Bien

Lo reconocemos en la fracción del Pan



















Domingo Tercero de Pascua

Para el día de hoy (26/04/20):  


Evangelio según San Lucas 24, 13-35




Cleofás y el otro hombre van camino de la aldea de Emaús, conversando cariacontecidos por todo lo que ha sucedido en Jerusalem, en el calvario con el Maestro, los horrores de la Pasión, su muerte que los ha dejado estupefactos y abismados.

Es significativo que vayan juntos: ello responde a la enseñanza de Jesús de ir de dos en dos en misión, como comunidad incipiente, para combatir la soledad, para darse apoyo mutuo, y quizás estos dos hombres integraran el grupo de los setenta y dos alguna vez enviados. Y es significativo también el recuerdo del nombre de uno de ellos, quizás con el trasfondo de que pongamos nuestro propio nombre junto al de Cleofás.

Pero contra todo pronóstico y expectativa, el Señor ha resucitado. Ante un hecho de tal magnitud, y dado lo pasado, es lógico y razonable que Él se presentara a su Madre o bien a los Once, sus apóstoles, sus amigos con los que compartió su ministerio, más no a estos dos caminantes que no pertenecen a ese círculo primero, ni mucho menos a una mujer como María de Magadala. Pero Dios se escapa siempre de nuestros esquemas, no se deja atrapar en las molduras que gustamos de imponer, y en los asombros de la Gracia ese Dios se manifiesta en los sitios más inesperados y a partir de las gentes que habitualmente no son tenidas en cuenta.

La actitud de esos dos hombres frente a ese peregrino que se une a su caminar -y que no reconocen- es muy usual, la de exigir a otros sentir la misma tristeza y pesadumbre frente a un hecho doloroso, de teñir toda la realidad con colores luctuosos. Pero ese compañero de camino tiene una paciencia inconmensurable, y por eso los invita a volver a leer la historia desde otra perspectiva, desde las mismas Escrituras, y desde las honduras de sus almas. Porque hay razones que sólo se entienden desde los co-razones, porque hay más -siempre hay más- y a partir de una relectura de nuestras existencias todo puede cobrar pleno sentido.

La tarea docente tiene sus tiempos de maduración también; a veces, es necesario que el Maestro se aparte para que los discípulos rumien lo aprehendido, profundizando significados. Pero ellos, a pesar de su tristeza, no quebrantan la hospitalidad debida, y ese detalle que parece menor es importantísimo, pues es convidar hogar y mesa y fraternidad al peregrino de paso. Y este peregrino es el mismo Cristo, crucificado y resucitado.

Ellos le reconocen al partir el pan. No es sólo la acción, sino el cómo. Le reconocen por sus gestos, por su mirada, por su intensidad, porque pone todo su ser en el pan que se comparte.
Cristo no es ya para ellos una imagen piadosa o añorada, y es mucho más que un buen recuerdo: es una presencia real, viva entre ellos que les hace arder los corazones en plena noche.

Cuando abunden las sombras, hemos de recuperar la alegría perdida en la mesa grande del pan compartido. Allí está Dios, allí está la vida misma.

Paz y Bien

Un Cristo que camina por sobre todas las aguas turbulentas en las que solemos arriesgar la existencia
















Para el día de hoy (25/04/20):  

Evangelio según San Juan 6, 16-21












La lectura que nos ofrece la liturgia del día es menester situarla en contexto y cronología teológicas, es decir, espirituales; se desarrolla como continuación inmediata al milagro de la multiplicación de panes y peces y la multitud alimentada en el campo, en las cercanías de Betsaida.

Luego de saciar el hambre de esos miles a partir de cinco panes humildes y dos pescaditos, con la mirada estupefacta de los discípulos, todas esas gentes -los Doce también- comienzan a vitorearle, presos de un estado de euforia por el que quieren arrebatarle y a la fuerza hacerlo rey de Israel.
Pero el Maestro se retira en soledad a la montaña, ámbito simbólico del encuentro con Dios. Su Reino no es de este mundo, nada tiene que ver con los poderes que reconocemos, lejos está de dominios y opresiones.

Se puede advertir, quizás de manera tácita, la decepción de los Doce. Esos planes de coronación, el hambre de cercar a un nuevo rey poderoso han sido derrumbados de golpe ante sus ojos, y ello se refleja en que ellos suben a la barca para dirigirse a la otra orilla del lago, a Cafarnaúm.
La memoria suele condicionarse por los estados anímicos, y allí hay un puñado de hombres enojados porque se les han frustrado sus planes torpes, y de ese modo se olvidan de su Maestro. Van solos mar adentro.

El lago Tiberiades -llamado mar de Galilea- se encuentra en una especie de olla a doscientos metros bajo el nivel del mar, rodeado de cerros de alturas elevadas, por lo que tal constitución geográfica hace que el paso de los vientos por la zona desate fuertes tempestades sobre la superficie de las aguas.
Así, ese pequeño grupo de hombres se ven sometidos a los cimbronazos de la tormenta, situación por demás peligrosa aún cuando entre ellos hay pescadores experimentados como Pedro y Andrés, Juan y Santiago.

Quizás no tambalea tanto la barca como sus almas y su confianza luego de que esa imagen de un Mesías glorioso se les cayera de modo tan contundente. No irán por Jerusalem, no impondrán un gobierno al modo que imaginaba en sus ansias su pueblo. Sucede que las aguas se vuelven turbulentas porque sus proyectos no son idénticos a los de Cristo. Sus sueños no se condicen con los sueños de Dios, antes bien quieren un Dios que se les asemeje a la imagen que de Él se han creado.
De allí que les sobrevenga el temor no por el mar encrespado que golpea la frágil barca, sino por ese Cristo que han abandonado por rechazar poderes terrenales, y ahora se les acerca con la majestad del amor salvífico de Dios, un Dios todopoderoso precisamente porque ama, un Dios que siempre tiende la mano para no hundirnos, un Cristo que camina por sobre todas las aguas turbulentas en las que solemos arriesgar la existencia.

Paz y Bien

Seguir los pasos del Resucitado, dar y darnos

















Para el día de hoy (24/04/20):  
 
Evangelio según San Juan 6, 1-15











Esa multitud estaba exultante: el profeta galileo los comprendía y asumía como propia sus necesidades, y colmaba sus estómagos vacíos. Quizás una de las raíces del problema fuera precisamente ése, transferir a otros lo que uno mismo puede y debe hacer.

Cristo bendice esos pocos panes y esos peces escasos compartidos, y el compartir deviene santo, asombroso, milagro de solidaridad amado por Dios.
Sus propios discípulos no lo entienden, siguen esclavos de la exclusiva posibilidad del dinero, y las prerrogativas materialistas de inmanencia y pretendida racionalidad los aleja de cualquier noticia nueva y buena.

Cada vez que a Cristo se lo busca para entronizarlo gloriosamente bajo modelos y mesuras mundanas, se vá, se retira al monte, a la soledad y a la oración, lugar de encuentro con ese Dios que es Él mismo en identidad absoluta. Porque es rey, pero un rey servidor, monarca leal de los corazones, pobre entre los pobres, rey humilde, rey hermano.

Así también cuando adjudicamos todas las responsabilidades a terceros, y afanosos de practicidades los ungimos con plenos poderes hasta que nos llegue el desencanto y las consecuencias nefastas de no comprometernos en lo que debemos hacer, en lo que nos corresponde cotidianamente.
Cuando el poder y el dinero gobiernan -desde cualquier color ideológico-, cuando resignamos la solidaridad y una fraternidad que nos acerque cordialmente al otro, el pueblo pasa por crueles necesidades, y más aún, cuando no se reconoce al otro.

Este Cristo se nos vá si no seguimos su ejemplo transformador y trascendente de dar y darnos, de torcer el rumbo egoísta de la historia a fuerza de humildes gestos fraternales. Porque aún cuando esos panes de cebada y unos pescaditos sean comida de pobre, en verdad alimentan a miles pues se vuelven valiosos e inagotables como doce canastas llenas cuando el compartir germina entre la multitud, aunque sea un escándalo, aunque rompa todos los esquemas preconcebidos.
Allí sí, el Dios de la vida se hace presente y bendice.

Paz y Bien  

Dios nos ama sin reservas ni condiciones






















Para el día de hoy (23/04/20):  

 
Evangelio según San Juan 3, 31-36




El Creador, Dios del Universo, no se ha reservado nada para sí.

Más allá de cualquier silogismo, es dable afirmar que el amor es ante todo entrega generosa y desinteresada del propio ser. Y la esencia de este Dios es amor.
En ese amor, ha salido al encuentro de sus hijas e hijos perdidos -toda la humanidad- y ha acampado entre nosotros. Es un Dios que se despoja totalmente de su divinidad haciéndose humano, uno de nosotros, totalmente humano, el más humano de todos nosotros, Jesús de Nazareth.

Dios se ha desprendido de todo para nuestra Salvación. Hasta ha ofrendado en la Cruz a ese Hijo amado para que no haya más crucificados, para que todos permanezcan con vida, y vida en abundancia.
Este Dios se ha hecho un Niño frágil en los brazos de María, al cuidado de José, un Cristo pobre y caminante, un Dios que como no tiene casa propia, encuentra su hogar en la casa de sus amigos, en casa de Pedro en Cafarnaúm, en casa de Lázaro, Marta y María en Betania, en la casa de cada uno de nosotros, nuestros corazones palpitantes.

Es del Dios del pan asombrosamente abundante, el Dios del perdón incondicional, el de la generosidad y la salud restablecida, el que nada se guarda y todo lo dá, un Padre que nos ama y una Madre que nos cuida.

Ese Dios pobre se ha entregado por entero en Jesús de Nazareth y todo ha puesto en sus manos.
La identidad entre Jesús y Dios es tan intrínseca que quien vé al Hijo vé al Padre tal como es, y de ese modo Jesús es Dios porque Dios es Jesús.

El testimonio del Maestro es veraz pues habla de lo que mejor sabe y conoce, el amor de su Padre Abbá, un testimonio que no es abstracto ni aséptico sino totalmente intencional.

El testimonio de Cristo busca nuestra Salvación, la Salvación de toda la humanidad, la vida plena y total, la felicidad.
A pesar de nuestras miserias, de que seamos tan pequeños e ínfimos en nuestros egoísmos, nosotros también tenemos un testimonio que dar; el compromiso es del honor suscitado por ese amor, por la confianza y la fidelidad pascual, el paso salvador de Dios por nuestras existencias, a cada instante, todos los días.

Paz y Bien

La gloriosa libertad de los hijos de Dios
















Para el día de hoy (22/04/20):  
 
Evangelio según San Juan 3, 16-21









Siempre tenemos presentes en nuestra imaginación sendas balanzas, balanzas que detentará Dios y que, según su inclinación favorable o contraria nos hará obtener los premios eternos o la condena definitiva. Ello se corresponde a una dura imagen de un dios juez, jurado, fiscal y verdugo todo a la vez, rápido y eficaz en sus castigos en el final de la existencia terrena o en una potencial existencia postrera.

Esa mentalidad religiosa se corresponde a una espiritualidad pseudo comercial, de acumulación de méritos piadosos que se trocarán por los favores divinos.

Nada más ajeno al amor de Dios, nada más contrario a la Cruz. Porque la cruz es una locura y un escándalo desde las limitadas razones humanas. Supone la ejecución abyecta de los marginales, infiere derrota y humillación, epítome de todos los fracasos.

Pero en esa cruz de la Pasión de Jesucristo y por esa cruz todos vivimos.
Esa cruz es señal perenne del amor asombroso e insondable de Dios, que es capaz de entregar a su mismo Hijo para nuestra salvación. Porque nos ama, a buenos y malos, a justos e injustos, especialmente a los que andan extraviados, agobiados de sombras y miserias.

El Dios de Jesús de Nazareth, por ese mismo amor de Padre y Madre nos ha conferido en la Resurrección la identidad plena de hijas e hijos, y con ello, nuestra libertad. La libertad de salvarnos, la libertad de hundirnos en los fosos de los que nunca se sale porque no se quiere.

La Salvación es don y misterio, pero es también invitación a ser partícipes necesarios. No somos espectadores pasivos, ni robots, ni marionetas manipuladas por hilos invisibles. Desde esa misma condición filial, asombrosamente podemos elegir entre la luz y las sombras.

Somos muy pero muy valiosos a los ojos de Dios, y Él confía en nosotros mucho más que las pequeñas muestras de confianza con que sabemos retribuirle.

Quizás no nos hemos convencido aún que a las hijas y a los hijos se les reconoce su identidad porque llevan a cada instante el rasgo primordial de la familia. Y este rasgo -mucho más que el adn, lejos de cualquier tribu- es precisamente el amor, que se expresa en humilde silencio, en gestos de compasión, en acciones solidarias, en pasos de servicio generoso, en fiestas de liberación. Ahí resplandece la luz de esta familia creciente que llamamos Iglesia.

Paz y Bien

Buscamos en nuestras noches la luz del Resucitado

















Para el día de hoy (21/04/20):  

Evangelio según San Juan 3, 7b-15








Nicodemo busca a Jesús en la noche.
Los motivos pueden parecer un resguardo del prestigio como integrante del Sanedrín y el evitar posibles represalias como discípulo incipiente y simpatizante honesto de Jesús de Nazareth. Pero hay una noche en su alma que parece insuperable, y esas nubes se disiparán en su Pascua personal luego de la Resurrección.

Será el Espíritu de Dios quien guiará a Nicodemo y a todas las hijas e hijos de Dios hacia el día definitivo de la verdad y del bien. Ese Espíritu es el Espíritu del Resucitado.

Espíritu de amor que nos hacer decir y reconocer a Dios Abbá.
Espíritu de fortaleza, de templanza. Espíritu de paciencia, que es la verdadera ciencia de la paz, hija dilecta de la justicia.
Espíritu que es savia del árbol de la Iglesia y por el que surgen de continuo y a través de los tiempos frutos de santidad, revestidos de humildad y servicio.
Espíritu de vida eterna, de vida perenne que desaloja la inexorabilidad de la muerte.

Es menester nacer de nuevo a ese Espíritu que sigue creando y re-creando, a todos y cada uno de nosotros, al universo entero.
Espíritu libérrimo que no puede ser contenido al igual que el viento, pero que puede reconocerse su presencia y su huella a cada momento, en cada día, sin excepciones, en cada gesto de bondad, de cortesía, de heroísmo, de servicio silencioso, de vida hecha ofrenda, de ternura, de amor incondicional.
Espíritu que destella en aquellos que elevamos como ejemplo al honor de los altares, pero que también destella en nuestro vecino, en quien no conocemos, en los amigos, en los hijos.

Espíritu de unidad inquebrantable, tan sagradamente comprometido como la Encarnación de Dios en Jesucristo, Dios con nosotros, Dios en nosotros, Dios por nosotros.

La serpiente de bronce hecha por Moisés a indicaciones de Dios, salvaba a los peregrinos de la muerte segura en el desierto si posaban su vista en ella, milagro de la vida cuidada.
Contemplar al Cristo levantado en la cruz, por el impulso de ese Espíritu de verdad, nos traspone las duras fronteras del horror y nos conduce al mar calmo de la Salvación, puerto seguro de los sueños de Dios para todos nosotros.

Paz y Bien

Nacer de nuevo, nacer a la Gracia de Dios




















Para el día de hoy (20/04/20):  


Evangelio según San Juan 3, 1-8






Los Evangelios no tienen demasiada precisión historiográfica pues no es su intención primera: son relatos teológicos -espirituales- antes que crónicas históricas.
Sin embargo, muchos datos verificables nos brindan, y esa información no es primordialmente una cuestión de legitimidad de los Evangelios, sino pistas para que nos adentremos en la profundidad de la enseñanza de Jesús de Nazareth.

Así entonces, los datos que poseemos y la investigación de numerosos eruditos nos indican que Nicodemo integraba el Supremo Consejo de Israel, el Sanedrín, que era de formación farisea y que tenía una gran relevancia entre sus pares, y es por ello que el Evangelista lo identifica como príncipe o notable entre los judíos. Es preciso darle la verdadera relevancia del Sanedrín -también llamado Sinedrio- concentraba el poder religioso, comunitario y político de la vida judía de aquel entonces con una contundencia a menudo opresiva. Su poder sólo estaba limitado por el pretor romano con el respaldo de las legiones imperiales.

Quizás por ello es que Nicodemo se dirige en la noche al encuentro de Jesús. Es una visita clandestina, y probablemente responda a una necesidad de salvaguardar su influencia y prestigio, toda vez que los odios y recelos contra el profeta galileo estaban cada vez más enconados, y cada enseñanza pública suya desataba violentas polémicas. Tal vez Nicodemo quiere conocer mejor a este supuesto provocador, y es una fé incipiente que debe madurar y crecer: su talante respetuoso y sincero no hace presuponer que venga con el talante de muchos de sus pares sanedritas, que se acercaban a Jesús de Nazareth para sorprenderlo en su heterodoxia, en sus errores, hallando motivos para condenarlo y así quitarlo del medio.
Nicodemo lo reconoce como rabbí, como Maestro, y no ha debido ser cosa fácil: el magisterio oficial estaba reservado a los maestros reconocidos, escribas y fariseos del Sanedrín. Sabe, aunque de manera imperfecta y posiblemente equivocada, que todo lo que Jesús hace puede realizarlo porque Dios está con Él.

La respuesta de Jesús a ello sorprende por su talante abrupto. Es que a veces es necesario sacudones fuertes para enderezar los pasos, para disipar letargos. 
Lo que sucede es que Nicodemo está subordinado a una mentalidad perimida, que no se condice con la Buena Noticia, esquemas de literalidad, de ausencia de trascendencia, de tradiciones que suelen ser traiciones.

Es por eso que Nicodemo ha de nacer de nuevo, nacer a la Gracia, transformar toda su existencia a la luz del Espíritu de Dios. Si queremos estar en verdad vivos y plenos, debemos renacer de una vez por todas.

El viento no puede detenerse ni controlarse ni verse pero sabemos que está allí, y vemos cuando mueve las nubes y mece las ramas de los árboles.
Así el Espíritu Santo, viento de Dios. 
Es necesario nacer de nuevo para ser capaces de advertir que está allí, que sopla donde quiere con absoluta libertad, y lo sabemos por todas las acciones buenas y santas que impulsa y anima.
Hay que atreverse y animarse a nacer de nuevo para ser hijos e hijas del viento de Dios.

Paz y Bien

Evangelización, la más humana y más santa de las misiones


















Segundo Domingo de Pascua

Domingo de la Divina Misericordia


Para el día de hoy (19/04/20):  

Evangelio según San Juan 20, 19-31









Los discípulos se hallaban encerrados, puertas y ventanas trancadas, porque el miedo se adueñó de ellos, porque temen correr la misma suerte del Maestro, un horizonte angosto y espantoso. Las puertas están tan cerradas como sus corazones: en ese preciso momento no son discípulos, ni pescadores de hombres o seguidores de Jesús, ni siquiera han regresado al viejo oficio de varios de ellos en el mar de Galilea. Son sólo un grupo de hombres asustados y con una fé vacilante a pesar del testimonio de varios que certificaban que el Maestro está vivo.

Pero para Cristo no hay puerta cerrada que obste ni temor que impere. La presencia del Redentor es causa de paz y alegría.
El Señor brinda sus paz a los suyos y es una infinita Shalom, bendición de Dios, antes que la simple ausencia de conflictos.Esa paz será perdurable, y estará en los tiempos de fiesta, en los tiempos de llanto y en una cotidianeidad que descubrirán asombrosa. Por ello esos hombres transforman su pasmo y sus temores en alegría plena, pues el Maestro está con ellos, más vivo que nunca.

Él se queda para siempre, y los discípulos ahora son hombres que tienen una misión. Antes estaban paralizados de miedo, ahora movilizados en sus corazones.
La Iglesia naciente, la Iglesia de todos los tiempos se sabe acompañada por el Espíritu de Aquel que vive para siempre, y ha de encender luces de perdón y de liberación, y hará buenos y santos nudos re-ligando a las gentes, tan separadas entre sí. Es la más humana de las misiones, y quizás por ello sea la más santa.

Uno de los Once, Tomás el mellizo, no estaba cuando el Maestro se hizo presente. Quizás una tristeza inmensa por la muerte cercana, quizás el descubrirse tan venal, tan laxo en su fé, tan de esconderse cuando las cosas se ponen difíciles, lo empujan a la soledad y a los caminos. Esa ruptura con la comunidad eclesial nunca es buena, ante todo, porque la fé no crece individualmente, se alimenta en comunidad, y especialmente en el seno de esa comunidad bendita, la Iglesia.

Pero también es dable razonar que, a pesar de su incredulidad, Tomás sea un buscador tenaz. Sabe que su fé es tibia e incompleta, que la fé no es una idea sino más bien creer en Alguien. Enorme cabeza dura que durante ocho días completos resiste los seguros embates de los otros diez.
Pero cuando el Resucitado se presenta, todo cambia para siempre: ahí están sus llagas, ahí están sus heridas, ahí está Dios.

A nosotros nos está faltando, tal vez, algo de esa compasión en germen que anida en el corazón del incrédulo Tomás, y es la de descubrir a Cristo en tantos heridos y llagados que hay en nuestras calles, para curar heridas, para anunciar que la muerte no vá a prevalecer, para ser fieles al Espíritu del Resucitado.

Paz y Bien


Toda niebla se disipa cuando la existencia propia y la de la Iglesia se interpreta en clave de Resurrección





















Para el día de hoy (18/04/20):  
Evangelio según San Marcos 16, 9-15






La Palabra para el día de hoy nos brinda una pintura fiel de los creyentes en general, pero muy particularmente de esta familia que llamamos Iglesia.

Jesús Resucitado se aparece en primer lugar a María Magdalena; ella, presa del fervor y de la emoción del reencuentro -Cristo ha ido en su búsqueda y la ha interpelado, disipando su dolor y sus dudas- corre al encuentro de Pedro y los otros. Pero es mujer, y no pertenece al círculo primordial de los apóstoles, y ellos no le creen.

Posteriormente, su aparición acontece en el camino a Emaús y en la mesa y el pan compartidos junto a dos discípulos que tampoco son parte de ese grupo que anduvo con Él tres años. Ellos cuentan su intensa experiencia y esa verdad que los sobrepasa, pero tampoco les creen.

Luego, el Señor se aparece a los Once y les echa en cara su incredulidad, su obstinación en seguir en lo viejo, en aferrarse a la muerte, en dejarse dominar por el miedo y la tristeza. Esos hombres lo han dejado solo, uno lo ha traicionado, otro lo ha negado concienzudamente, y en todos ellos no abunda la esperanza.
Sin embargo, son el cuerpo apóstolico y ha de ser signo para todos nosotros.

El cuerpo apostólico está compuesto por hombres tan pecadores y quebradizos como cada uno de nosotros, y a menudo sus escándalos nos sobrepasan. Sin embargo, ellos tienen una misión que jamás se acota a sus limitaciones y quebrantos: su misión, que también es la nuestra, es una misión de justicia y liberación, de servicio y de alegría con ellos y a pesar de ellos.

Toda niebla se disipa cuando la existencia propia y la de la Iglesia se interpreta en clave de Resurrección.
Desde allí sabemos sin vacilaciones que la muerte no prevalece, que la vida es mucho más tenaz de lo que imaginamos, que Dios está presente y visible en todos los crucificados, y que quien ama ha de vivir para siempre.

Esa certeza no es nuestra, es la absoluta verdad obtenida para todos nosotros por Cristo, pagada a precio de sangre, y es también impulso que no puede frenarse.

Porque la misión es llevar esa noticia nueva y buena, esa noticia definitiva a todas partes y a todas las gentes, desde el Resucitado, con el Resucitado y para el Resucitado.

Paz y Bien

En la Eucaristía nos reunimos los hermanos del Señor, vivo y presente














Para el día de hoy (17/04/20):  

Evangelio según San Juan 21, 1-14







Esos hombres tenían por oficio la pesca, es decir, eran avezados pescadores profesionales. Conocían bien las aguas en las que solían navegar -el mar de Tiberiades llamado también de Galilea-, conocían la influencia de las mareas y las mejores horas para recoger peces.
Ellos salen a pescar según lo que saben, encabezados por Pedro, quizás con las ganas de sumergirse en lo conocido, en orden de apaciguar su angustia y su desconcierto: les resulta muy gravosa y confusa la Pasión y muerte del Maestro, y aún no han asimilado en toda su trascendencia la Resurrección, y quizás la vuelta a los quehaceres cotidianos, en su apacible rutina los calme y serene.

En realidad, ellos han olvidado el epítome de su oficio, su labor llevada a la eternidad: esos hombres han sido consagrados como pescadores de hombres, pero parecen que insisten en permanecer como expertos en simples peces, regresando al un pasado que no los desestabiliza.

Por ello acontece la aparición del Resucitado a la orilla del mar. En nuestros momentos más confusos, el Cristo de nuestra salvación siempre está a nuestra vera para brindar su palabra de aliento y su mano de auxilio, y es menester volvernos capaces de reconocerle.
Así, esos expertos en pesca -cansados de esfuerzos vanos- aceptan las indicaciones de ese Cristo que les habla con cálida familiaridad; algo intuyen, pues hombres sabios en su oficio como ellos no hubieran seguido las instrucciones de ningún desconocido, más bien lo hubieran rechazado con cajas destempladas.

Porque en los momentos en que la fé se oscurece, cuando se pierde el horizonte, cuando nada se logra, hay que obedecer, sin vacilaciones. Y obedecer no es aniquilar la voluntad en pos de el capricho de un tercero: obedecer es escuchar con atención y actuar en consecuencia.

De ese grupo de pescadores pecadores -abatidos y agotados- el Discípulo Amado reconoce en la orilla a Jesús de Nazareth vivo y presente. El amor prolonga al infinito la capacidad de mirar y ver.
Y allí sí: la pesca deviene asombrosa, desbordante, increíblemente fructífera más allá de cualquier previsión.
Hay que hacer lo que Él nos diga, como nos señala María de Nazareth: el resto es cosa que Él multiplica sin límites.

Porque es el Maestro el que moviliza y convoca, y es Él el que nos espera con la mesa tendida, con el pan de la Palabra y con el pan que es Él mismo en cada Eucaristía en donde nos reunimos sus hermanos.

Paz y Bien

Las heridas del Resucitado son las cartas de presentación de Dios mismo















Para el día de hoy (16/04/20):  

Evangelio según San Lucas 24, 35-48















Hay una geografía de la Salvación que escapa a los trazos de cualquier mapa, y que es eminentemente teológica, es decir, espiritual. Porque durante todo su ministerio, Jesús de Nazareth no ha dejado de sorprender brindándose en plenitud en los sitios más inesperados, periféricos y marginales: Belén y Nazareth, su misma Galilea, la Decápolis, Tiro, Samaria.
A la vez, esos sitios minúsculos e irrelevantes a los ojos de poder mundano se conjugaron con un servicio afectuoso y entrañable ofrecido incondicionalmente a los que no cuentan, a los marginados y excluidos de siempre, a los cautivos de toda opresión, prostitutas y publicanos, leprosos y extranjeros, impuros de toda laya. Precisamente esa actitud suya confunde y escandaliza a todos aquellos que esperan a un Mesías glorioso, pleno de realeza palaciega, de poder temporal, de templo enorme y fastuoso.

La Palabra hoy nos brinda una continuidad de ese mismo tenor: el sitio en donde se presenta Jesús es en medio de una comunidad naciente encerrada tras las puertas y en sí misma, aterida de miedo, revestida de desesperanza, a la espera inminente de que el poder religioso caiga sobre ellos para detenerlos y, así, tener el mismo final que el Maestro, un final de criminal, de estigmatizado, de rotunda violencia y desprecio.
Pero Su Palabra re-crea, y renueva las almas, y es esa Paz conferida el nuevo logos que los reconstituye y libera.

Ellos creen presenciar un fantasma, pues aún el Cristo de sus esquemas no se condice con los padecimientos de Jesús de Nazareth.
Cuando Dios no encaja en nuestras fotografías escasas, deviene en una caricatura que asusta.
Pero allí están las heridas de las manos y de los pies, y ese Cristo vivo se sienta a comer con ellos, signo de comunión y de esa realidad definitiva y salvadora: el Crucificado es el Resucitado, y sus heridas dolorosamente adquiridas son su credencial.
Las heridas del Resucitado son entonces las cartas de presentación de Dios mismo, y serán también el modo de descubrir a Dios en los hermanos llagados, en todos los crucificados con los que a diario nos encontramos y solemos ignorar, heridas que vuelven a decirnos en tempestuoso silencio que allí, en el hermano quebrantado, está Dios.

Por eso, a pesar de nuestros miedos, de todas las puertas que cerramos, de todas las falsas imágenes, debemos permitirnos el asombro de volver a descubrir a Dios allí donde parece que su ausencia es causa de dolor. Y en su Nombre, llevar el aceite del perdón, el vino de la esperanza, la Buena Noticia de que la muerte no prevalece, justamente en donde toda noticia ni es nueva ni es buena.

Paz y Bien


Somos todos peregrinos de Emaús al encuentro del Maestro




















Para el día de hoy (15/04/20):  

Evangelio según San Lucas 24, 13-35










El Evangelio para el día de hoy trasluce una gran emoción por parte del Evangelista Lucas, y es riquísimo en teología, es decir, en espiritualidad.
Esa emoción de Lucas tiene que ver con el Resucitado y tiene que ver con la fé de aquellos discípulos que no pertenecen al círculo primero de los Once apóstoles ni han sido testigos excepcionales de la Resurrección, su crecimiento en la fé a partir del encuentro con Cristo vivo.

Son dos hombres que regresan desde Jerusalem a una aldea situada a unos diez kilómetros, Emaús. Son dos discípulos que probablemente pertenezcan al grupo elegido de setenta y dos misioneros, y que van juntos siguiendo la enseñanza de Jesús, el ir de dos en dos, en solidario apoyo mutuo. Uno de ellos se llama Cleofás, pero del otro se ha obviado el nombre, quizás con la deliberada intención de colocar allí el nuestro.

Ellos regresan desolados y entristecidos, pero aún así conversan acerca de lo que ha acontecido y de lo que les ocurre a ellos mismos, y es el indicio primordial de toda comunidad, el diálogo. En sus almas pugna por ganar la partida el caos, toda vez que batalla la imagen mesiánica que portaban de un Mesías real, que impone su gloria mediante una victoria aplastante sobre sus enemigos y libera a Israel. Y batalla contra esa realidad de un Cristo servidor sufriente, tratado como un delincuente abyecto, muerto como un proscrito, abandonado a los horrores de la cruz ejecutoria.
En la ruta se une a ellos un tercer peregrino al que no reconocen, y que es Cristo vivo. Sus ojos -o, más bien, su mirada- aún está incapacitada de reconocerle, pues portan viejos esquemas perimidos, y en su fuer interior ansían que todo vuelva a ser como antes.

Pero nada será lo mismo, nada será igual. Este tiempo es un tiempo nuevo, definitivo y definitorio.

Y así, con una paciencia inaudita, Jesús les hace releer la historia de su pueblo desde las antiguas y vibrantes voces de los profetas. Nosotros también hemos de releer la historia de nuestros pueblos y la historia de nuestras propias existencias a la luz de Dios: es allí donde adquiere verdadero sentido, donde el término destino no es condena resignada sino bendición esperanzada.

Casi al final del camino, el tercer peregrino parece despedirse y seguir de largo; sin embargo ellos lo invitan al hogar, a la mesa común, y es esa hospitalidad la que eleva la temperatura cordial, la que permite milagros.

Ellos lo reconocen al partir y compartir el pan bendito, y comienzan a recordar que sus corazones ardían cuando Él navegaba mar adentro de las aguas santas de la Palabra. Y es ese reconocimiento propio y de Cristo los que pone alas a sus pies, y vuelve ligeras sus almas: corren a contar a los demás esa asombrosa noticia, una carrera alegre que es misión de toda la Iglesia.

Pues todos somos peregrinos de Emaús, pacientemente cuidados por Cristo, y le reconocemos y encontramos en la Palabra y en el Pan compartido.

Paz y Bien


Aferrados al Resucitado
















Martes de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (14/04/20):  

Evangelio según San Juan 20, 11-18









A María Magdalena un temporal de lágrimas la desborda, su alma tormentosa de tristezas. Mientras Pedro y el Discípulo amado constatan que la tumba está vacía -las vendas caídas y el sudario enrollado devienen en signos- y comienzan a intuir que Jesús está vivo, ella permanece fuera del sepulcro llorando, en esa oscuridad cerrada que precede al alba.
Cuando por fin decide asomarse dentro, encuentra a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies de la losa en donde estuvo el cuerpo del Maestro, símbolo de los dos ángeles que custodiaban el arca de la Alianza. Aún así, en ella puede más la tristeza que el temor, y esos mensajeros no se le vuelven una señal de Dios, sólo simples interlocutores que le preguntan por el motivo de su llanto.

Ella presupone -con cierta razón, justo es decirlo- que los mismos que lo condenaron a esa muerte horrorosa ahora han decidido robarse el cuerpo para borrar de la faz de la tierra cualquier recuerdo de ese rabbí galileo, y evitar que la tumba se convierta en punto de encuentro y peregrinación de sus seguidores.

Todo su llanto y su tristeza son producto de un amor entrañable, presagio del alba que le llegará. Porque ella vá en busca de un cadáver que venera, de un muerto, y no espera encontrarse con un hombre vivo.
Es una extraña paradoja: los enemigos de Jesús, en su soberbia y sus odios, se habían vuelto incapaces de ver al Mesías vivo y presente entre ellos; ahora, quien lo ama con sinceridad tampoco atina a descubrirlo vivo.

En nuestra humana lógica, no es aventurado pensar que el Maestro se presentaría resucitado en primer lugar a su Madre o a sus discípulos más cercanos, y nó, tal vez, a esta Magdalena que lo llora, del mismo modo que en los esquemas preconceptuales que adoptamos no imaginamos escuchar la voz de Dios desde determinadas personas que consideramos menores o indignas. Pero los caminos de Dios son insondables y asombrosos, y María de Magdala es elegida como primer testigo privilegiada, misionera de los mismos apóstoles de la mejor de las noticias, que Jesús está vivo.

Ella lo reconoce cuando es llamada por ese Cristo por su propio nombre: es el Buen Pastor, y las ovejas reconocen su voz. Toda vocación es un llamado particularísimo, personal, con nombre y apellido.
María se aferra a los pies de Jesús, por su amor y también porque añora lo que pasó, quiere aferrarse al Cristo que andaba por los caminos haciendo el bien y anunciando la Buena Nueva, quiere retener la otra imagen conocida anterior a la Pasión.

Pero nada será igual.

Ella debe aferrarse al Resucitado. Y aferrarse al Resucitado es no quedarnos quietos, es alborotar las almas dormidas -hagan lío dirá proféticamente el papa Francisco-, es avisar a los que aún no lo saben que el Maestro vive para siempre, que la muerte ya no decide, que todo es posible, y que todos los seguidores del Señor ya no son solamente discípulos: merced a la infinita bendición del Resucitado, a precio de sangre, todos los que le siguen ahora son sus hermanas y hermanos, y han de encontrarse con Él en todas las Galileas del mundo, en donde pocos esperan que pase algo y algo bueno pero que en realidad es en donde todo recomienza de una vez y para siempre.

Paz y Bien

En todas las Galileas del reencuentro














Lunes de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (13/04/20):  

Evangelio según San Mateo 28, 8-15






Esas mujeres se encaminaron hacia el sepulcro movidas por un amor entrañable al Maestro que había sido ejecutado en la cruz. Van a cumplir con los ritos mortuorios, van en búsqueda de ese cuerpo muerto que veneran, las honras afectuosas que persisten y que no disipa ningún duelo.

Pero se dirigen a una casa de muerte, un sepulcro prestado, un muerto inocente. Sin embargo, sucede algo extraordinario y ese amor que profesan lo que quizás les permita ese asombro poblado de lágrimas y alegría, y es que han encontrado al Señor vivo, hablándoles mansamente con palabras de consuelo y paz.
Es que la vida suele hacer eso, nos sale al cruce y nos despierta en medio de nuestras noches, de las sombras que gustamos permitirnos.
Nada será igual, y ellas -a quien nadie, excepto el mismo Dios, tiene demasiado en cuenta- son testigos privilegiadas del Resucitado, evangelizadoras de los apóstoles pues llevan a los discípulos dispersos y ateridos de miedo la mejor de las noticias, Cristo está vivo, la muerte no tiene la última palabra.

Sin embargo, hay otros testigos también. Ellas no son las únicas.
Unos soldados habían sido ubicados a la entrada del sepulcro para evitar pretendidas manipulaciones, el afán de ponerle vigilancia a ese muerto inquieto al que muchos le temen. Ellos también son testigos de lo acontecido, pero no son testigos de amores sino fedatarios de las tinieblas: con pasmosa facilidad aceptan el dinero sobornador que les ofrecen para comprar su silencio, para que se expanda la muerte que campeó en en la cruz. Terribles los que los compran pero terribles los que se venden, el dinero socio indispensable de la muerte.

Fieles a la verdad, testigos del Resucitado, hemos de irnos a todas las Galileas para el reencuentro, las Galileas donde nada se espera, las periferias olvidadas, para juntarnos con los hermanos del Señor a compartir alegrías, la vida misma.

Paz y Bien

Cristo venció a la muerte, Cristo resucitó, Aleluya!





















Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Para el día de hoy (12/04/20):  
Evangelio según San Juan 20, 1-9








María Magdalena se encamina hacia el sepulcro al alba, cuando aún afirma su fuerza la noche pero, sin embargo, se intuye muy cercano el amanecer. Esa oscuridad refiere a la hora del día y refleja a su vez las sombras que pueblan el alma de María.

Pero a pesar de sus sombras, el amor que profesa es un amor que no se rinde, que no se resigna, que es augurio de que hay otro horizonte posible aunque la razón y los sentidos le indiquen lo contrario.

Probablemente, una lectura lineal nos señale que recién a esa hora se puede visitar la tumba del Maestro Amado, pues las rígidas prescripciones del Shabbat lo impedirían con anterioridad. Pero es menester mirar mas allá de lo evidente. Se trata del primer día de la semana pues una nueva creación acontece, un nuevo éxodo de liberación que no es tránsito sino que se revelará definitivo.

La enorme piedra del sepulcro está corrida, pero no se ha movido para permitir posibles salidas desde su interior; en realidad, es signo y presagio para las almas dolientes que se acercan a esa casa inútil de la muerte.

María de Magdala se horroriza, pues supone que ha sucedido al fin una afrenta postrera por parte de los odiadores religiosos, y es el hurto del cuerpo de Jesús, con el ánimo de borrar de la faz de la tierra todo recuerdo del Maestro, y también evitar que el sitio se convierta en un peligroso sitio de peregrinación para sus seguidores. Es una suposición justificada y razonable, más ella sigue pensando en el Maestro muerto. Aún la Resurrección no ha madurado en su alma, pero igualmente no se queda quieta en sus lamentos, y corre presurosa en búsqueda de Pedro y del Discípulo Amado.

El encuentro no puede ser más desparejo ni más disímil: un discípulo de talante místico, el bueno y voluble Pedro, tan dado a los arrebatos y con una misión tan grande, y la Magdalena, sólo una mujer que casi no tiene derechos ni relevancia. Aún así, con todas esas tonalidades tan particulares que hasta parecen contrastes insalvables, allí hay una comunidad, allí está la Iglesia, y la clave es que todos ellos -todos nosotros- somos amados incondicionalmente y para siempre por Dios, y que los congrega el Resucitado.

Pedro y el Discípulo Amado corren con las prisas de la caridad y la urgencia de la fé; es el segundo el que llega primero, porque no hay distancia que limite o retrase a los que aman. Pero es Pedro el que ingresa al sepulcro, pues deberá confirmar a sus hermanos, que no están presentes, en esa fé en el Cristo que ha regresado de la muerte.

Las vendas están en el suelo, el sudario enrollado con cuidado en otra parte, mortajas inútiles para una muerte que no perdura, ni hay un muerto al que cubrir. Son signos ciertos de que el cuerpo estuvo allí, de que el cuerpo no ha sido robado -el cuidado del sudario depositado lo revela- y trascienden la muerte misma. Poco tiempo atrás, cuando un Lázaro redivivo salía de su tumba, debió ser liberado de vendas y sudario para reasumir su vida normal: Cristo emigra del vientre de la tierra desatado, señal de libertad absoluta, de independencia vital, del Dios Viviente al que no condiciona ninguna atadura.
Ellos ven y creen, y para arribar al puerto de la Resurrección aún deberán navegar un trecho más: todo tiene su tiempo, su proceso, su germinación, don y misterio de la fé.

El éxodo definitivo es esa tumba vacía, señal exacta de que hemos sido liberados de la muerte, Cristo vivo entre nosotros, todas las promesas cumplidas, todas las esperanzas encendidas para siempre.

Muy Feliz Pascua de Resurrección.

Paz y Bien

Viernes Santo: un Dios que se desvive por sus hijos

















Viernes Santo

La Pasión del Señor


Para el día de hoy (10/04/20):  
Evangelio según San Juan 18, 1-19, 42










Ciertas imposiciones culturales, a los varones, nos han cerrado la posibilidad del llanto en aras de cierto estereotipo de masculinidad. En el otro extremo, el llanto se ha banalizado de tal modo que cualquier circunstancia pública -y a veces no tanto- debe estar humedecida por las lágrimas, como buscando cierta legitimación y validez.

Estas posturas y la realidad indican otra cuestión mucho más grave: la verdad es que hemos olvidado el llanto, que no sabemos llorar.

Llorar por todas nuestras omisiones. Llorar por todo el bien que pudimos haber hecho y expresamente dejamos de hacer. Llorar por el prójimo que ignoramos en los altares del egoísmo. Llorar por acostumbrarnos a la injusticia y a la miseria. Llorar por las esperanzas quebrantadas. Llorar por las confianzas vulneradas. Llorar por oír sin escuchar y mirar sin ver. Llorar por todas las espaldas que brindamos y las miradas que negamos. Llorar por los pobres que son parte habitual del paisaje. Llorar por tantos que agonizan en silencio. Llorar por esas traiciones que nos parecen menores, excusables, supervivencia necesaria. Llorar por tanto dolor permitido y consentido.

Debemos aprender a llorar nuevamente, con lágrimas que nos laven los ojos y nos purifiquen el alma, lágrimas cargadas de dolor y también -claro que sí- de vergüenza.

Hemos de suplicar que un nuevo gallito veraz, el gallo de Pedro, nos vuelva a incordiar con su tenacidad, santo gallo de nuestros despertares.

Así, quizás, con la mirada nuevamente transparente, podamos mirar a ese Cristo que se nos muere en el árbol frondoso y cruel de la cruz, un Cristo que muere por nosotros, por sus ejecutores, por los que lo desprecian, por los que le odian, por los que lo aman, por los Pedro, los Judas y las Marías, por los Pilatos, 
y porque no haya más crucificados en toda la historia de la humanidad, ni chivos expiatorios, ni sangre que se derrame. Porque la elección de un inocente o de Barrabás nunca más debe ponernos en ese trance: todos deben vivir.

Regresemos a un llanto sincero, profundo e interior, para ver a ese Jesús de Nazareth, carpintero galileo, predicador ambulante, amigo de los descastados,de los excluidos, de los pobres, de los que nadie quiere, paciente y servicial, que muriendo de esa manera horrorosa vive plenamente su humanidad y lo ratificará en la Resurrección, afirmación definitiva de Dios, de su sí para con todo el universo.

Paz y Bien

Jueves Santo: quien se atreve a morir por los demás, vive para siempre
























Jueves Santo

Misa Vespertina de la Cena del Señor


Para el día de hoy (09/04/20):  
Evangelio según San Juan 13, 1-15





Lo que no se acepta por razones, suele ser tierra fértil de los co-razones.
Esa última cena, que para los discípulos es tristeza, es despedida, es final, en realidad es un hasta pronto, una esperanza que no se apaga, la cena primera de muchas que repetirán el encuentro infinito de los hermanos alrededor de ese Dios que se vá para quedarse más plenamente.

Lo que sucede en ese ámbito, en esa noche y durante esa cena abre una brecha cósmica, pues revela en plenitud la identidad de Cristo, el misterio de Dios y la clave de la humanidad plena, eso que llamamos felicidad, tres facetas de la misma eternidad.

No se trata de un nuevo culto, de una nueva liturgia establecida, pues acontece en medio de la cena. En caso contrario, el lavatorio de pies se hubiera realizado en un comienzo respetuoso o en un final solemne. No es tampoco un rito de purificación -como las abluciones para lavarse las manos- ni gestos de humildad simbólica.
Lo que Cristo dice y hace responde a su realidad más profunda, a su identidad plena con Dios.

Es por ello que se quita el manto, enrollándolo a la cintura; en la Palestina del siglo I, el manto es la prenda de vestir principal, sin la cual un hombre andará casi desnudo. Así entonces, quitarse el manto es despojarse de sí mismo, a una intemperie absoluta.
En ese entonces también, lavar los pies, limpiar los pies de la tierra del camino era una tarea menor que le correspondía únicamente a los esclavos. Las familias menos pudientes lo hacían cada uno por sí mismos, pues no era algo que se podía delegar a nadie, mucho menos a un familiar.

Este Cristo se despoja de sí mismo y se hace esclavo de sus amigos, y como le sucede a Pedro, nos puede crecer cierto conato de rebelión frente a ese Jesús servidor. Es muy persistente la imagen de un Dios lejano, todopoderoso y glorioso, no la de un Dios hermano, un Dios amigo, un Dios servidor que se hace cargo de nuestras suciedades, por gravoso o deficiente que resulte el término empleado.

En realidad, Jesús ratifica hasta las últimas consecuencias todo lo que ha venido haciendo durante su ministerio: ha lavado a tantos descastados, olvidados, excluidos, impuros, restituyéndoles su plena humanidad a partir de su amor y su amistad.

Porque Dios es amor, y más aún, no es un concepto abstracto. No es del todo erróneo afirmar que Dios es también amar.

En la santa ilógica del Reino, la señal que nos deja Cristo y que es herencia para todas las generaciones de toda la historia, es que la renuncia a sí mismo y el servicio generoso e incondicional son fuente de justicia, de santidad, de eso que llamamos felicidad, aún cuando los desprecios militantes, las cárceles del odio y las cruces más violentas se presenten ominosamente cercanas.

Porque el que se atreve a morirse por los demás, ha de vivir para siempre.

Paz y Bien

Miércoles Santo: nunca se vende lo que se ama



















Miércoles Santo

Para el día de hoy (08/04/20):  
Evangelio según San Mateo 26, 14-25








A través de la historia, el nombre de Judas está íntimamente asociado, como un sinónimo, para describir a los peores traidores, de tal modo que los que han quebrantado fidelidades serán identificados directamente como otros tantos Judas.

A su vez, desde los mismos comienzos de la Iglesia se ha reflexionado, analizado y escrito acerca de aquellos motivos que llevaron a Judas a actuar de la manera que actuó, entregando al Maestro a manos de sus enemigos.
Sea cual fuere la conclusión -condenatoria, morigeradora de la culpa, justificable, racional- el hecho objetivo es qie más allá de la motivación y la causa, Judas entregó a Jesús a manos de sus enemigos acérrimos libremente, sin coacciones y en pleno uso de sus facultades. Es decir, en plena responsabilidad.

Es menester recordar que los Doce apóstoles fueron elegidos personalmente por Jesús de Nazareth luego de una noche de oración: Él los conocía bien, sabía de sus virtudes y defectos, y con todo y a pesar de todo compartió con ellos cada segundo de cada día durante tres años. Ellos eran más que discípulos, ellos eran sus amigos, en ellos depositaba asombrosamente su confianza.

Sin embargo, muchos de ellos -por no decir todos- no alcanzaban a comprender ni a aceptar las enseñanzas de Jesús, ni a desembarazarse de viejos esquemas, especialmente de esa imagen de un Mesías revestido de gloria que gobernaría Israel luego de una aplastante victoria de sus enemigos. Ellos sólo tomarían plena conciencia luego de la Resurrección, y especialmente en Pentecostés. Hay razones que la mente no puede abordar, que son cuestiones de co-razones.

Es muy probable que Judas fuera del partido zelota, o sea, de ese movimiento que justificaba toda acción con tal de liberar a Israel de la bota romana.
Y sinceramente, para hombres como aquellos, vivir con Cristo y seguirle no sería nada fácil, como no es nada fácil para nosotros cambiar, tan remisos que somos a la conversión.

Desde allí, una somera imagen del porqué acude Judas al Sanedrín para entregar al Maestro. El Sanedrín es la autoridad máxima de Israel, y representa la ortodoxia, la tradición, la confortable calma de lo conocido, mientras que Cristo es un mar sin orillas.
Tal vez por ello el Iscariote se dirige precisamente allí: las treinta monedas de plata son un gesto de máximo desprecio legalista por parte de los sanedritas, toda vez que según la ley de Moisés representa el valor de un esclavo al cual se hiere o se mata.

Treinta monedas, el precio de un esclavo.
Treinta monedas, el valor dado a un amigo inquebrantablemente fiel, que a pesar de saber la traición inminente comparte el pan.
Treinta monedas que se teñirán de sangre.

Nunca deben traficarse los afectos, jamás se debe comercializar lo que se quiere.

Sin embargo, aún en esa espantosa tiniebla que en todo se inmiscuye, prevalece la luz de Dios. Porque a pesar de ese quebranto terrible, Dios permanece fiel, Cristo no baja los brazos ni se resigna a nuestros vaivenes, por horrorosos que estos sean.

Jesús ama hasta el fin y más allá también, y eso es lo que verdaderamente cuenta, y eso es semilla de nuestra esperanza cuando nos acosa el dolor y el desconsuelo.

Paz y Bien

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