Sin atenuantes ni medias tintas



Para el día de hoy (30/06/14) 

Evangelio según San Mateo 8, 18-22




A Jesús no le gustaban demasiado las multitudes fervorosas o eufóricas. Lo masivo no necesariamente es popular y suele despersonalizar a las gentes, por más que tan a menudo gustemos de afirmarnos en la aparente fuerza de los números y la masividad; sin embargo, lo que cuenta es lo que habita en los corazones, y un corazón transparente, humildemente firme en Dios, puede lo que no pueden ejércitos ni poderes.

Hay que atreverse a sumergirse en las profundidades de ese mar sin orillas del Evangelio, con el coraje necesario para ir más allá de la literalidad, infinito universo de los corazones que se entreve desde los signos y los símbolos.

Así entonces, a Cristo no se lo puede encerrar en moldes prefabricados ni pretender -absurdamente- apropiárselo por la fuerza de la cantidad o la pertenencia. Este Cristo siempre se nos cruza a las otras orillas, tierra sin mal de la libertad, de la Salvación.

Pero el seguimiento de Cristo no es para simpatizantes, adherentes o piadosos cristianos de medio tiempo. 

El seguimiento de Cristo implica imitar en la propia existencia toda su vida, vivir como Él vivía, amar como Él amaba, ser fiel hasta el extremo de morir por esa tenacidad, no reservarse nada para sí, no buscar excusas ni atenuantes. La radicalidad del Reino es una vida nueva, de contundencia definitiva.
Es también desprenderse de todo lo que se hace lastre, lo que ata, lo que detiene, que el pasado sea en verdad historia para que pueda ser fértil el presente y germine el futuro, para que lo que es viejo, lo que perece no condicione ni imponga determinaciones.

Para que acontezca la Salvación a partir de nuestro testimonio, no por nuestros méritos, sino porque es Cristo quien vive en nosotros.

Paz y Bien

El ministerio petrino



Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

Para el día de hoy (29/06/14) 

Evangelio según San Mateo 16, 13-19




La liturgia de hoy nos brinda una lectura del Evangelio según San Mateo que posee cuestiones que, en sus diversas interpretaciones, son cruciales para el ecumenismo, para los duros y esforzados pasos en la búsqueda de la unidad de los cristianos, tan ansiada y querida por Cristo. Precisamente esas interpretaciones, en especial las referidas al papado, son las que a veces trazan una línea abismal e insalvable entre hermanos que deberíamos caminar juntos, como esos Pedro y Pablo de los que hoy hacemos memoria, tan distintos entre sí -casi casi opuestos- y sin embargo tan hermanos como el que más, tan de Cristo y del pueblo de Dios, familia de los creyentes que llamamos Iglesia.

Desde aquí, con las evidentes limitaciones que se poseen, no hay intención de ejercer apologéticas ni de buscar debates teológicos. El propósito es siempre muy modesto, intentar compartir vivencias del mejor modo posible; si ello es bueno, seguramente el Espíritu se encargará del resto, de hacerlo fructificar y madurar. No hay méritos que reivindicar, pues todo, sin excepciones, es bendición, don, gracia y misterio.

Así entonces el afán de detenernos a contemplar a Simón, hijo de Jonás, galileo y pescador de oficio, seguidor del Maestro. Están en Cesarea de Filipos, ciudad importante edificada por el tetrarca de turno al emperador romano opresor, elevado según la costumbre a deidad. Es el símbolo preciso de un mundo que se ha inventado nuevos dioses e ídolos falsos a los que rinde culto, y que mientras tanto disminuye con voraz velocidad varios escalones en humanidad, toda vez que la ausencia de libertad y de verdad oprime y confunde, especialmente a los pequeños.
En esa confusión, son diversos los rótulos que le irrogan a Jesús de Nazareth. Algunos creen que es el profeta Elías de regreso, otros Juan el Bautista redivivo, otros -depositando en Él sus ansias de libertad y restauración de la propia historia judía- que es uno de los grandes profetas de Israel como Jeremías. Todas esas identificaciones quizás respondan, en parte, a transferirle a ese Cristo los colores y caracteres de las propias necesidades e inquietudes más profundas. Es razonable y comprensible, pero esas ansias suelen ser directamente proporcionales a su carencia de verdad. Porque a Cristo se le reconoce desde el corazón: es un acto de fé profunda, don y misterio.

El pescador galileo, frente a la confusión de las gentes, hace una declaración tan contundente que estremece en su seguridad, en su certeza: ese rabbí es el Mesías, el Hijo de Dios Vivo. No es merced al esfuerzo de su razón, ni a una conveniencia ideológica: es el Espíritu de Dios que lo ilumina y lo impulsa, y desde esa revelación eterna no vacila en confesar a Jesucristo, fundamento primordial de una fé que no es adopción de ideas ni adhesión a doctrinas, sino la confianza depositada en Alguien, Jesús el Cristo de nuestra salvación.

Así, cuando en la existencia acontece ese encuentro salvador, nada volverá a ser igual, y es por ello que Simón será conocido como Pedro. Un nuevo nombre para una nueva vida que tiene una misión, misión que no otorga privilegios ni honras sino que se caracteriza por su fé y por el ministerio de servicio abnegado a los hermanos.

Pedro será fundamento de la Iglesia y tendrá primacías solamente desde la caridad. Cuando se aparte de ese amor fundante, torcerá el horizonte, y en una confianza asombrosa inusitada Cristo hace extensivo el ministerio petrino a toda la Iglesia, asamblea, comunidad y familia de los creyentes.

Pues hay muchos que están alejados aunque se encuentren físicamente cerca, y es primordial re-ligarlos, establecer nuevos vínculos desde la caridad. Y es importantísimo también desatar todos los nudos de inhumanidad que hieren, que cautivan, que anulan corazones y cuerpos.

Quiera Dios que pongamos manos a la obra en esta tarea a la que se nos ha invitado, y que es la de edificar, con Cristo, esta familia que es la Iglesia.
Y quiera Dios también cuidar, proteger, iluminar y sostener a nuestro Pedro, Francisco de toda la Iglesia.

Paz y Bien

Corazón mariano



Inmaculado Corazón de María

Para el día de hoy (28/06/14) 

Evangelio según San Mateo 8, 5-17





Puente humilde y cordial entre la eternidad y nuestras limitadas existencias es el corazón inmaculado de María de Nazareth.
En Ella acontecen todas las maravillas, todo se hace posible y refleja como nadie la luz divina por ser tan transparente, tierra sin mal, pura Gracia que la transforma, anticipo cierto del Hijo, y al igual que Él, poseedora de un corazón que, por sobre todas las cosas, ama.

Los corazones marianos son aquellos que se descubren mínimos, pequeñísimos, insignificantes pero aún así amados hasta el extremo por ese Dios que se revela Padre y Madre, un Dios que los habita y los florece, un Dios que los bendice con plenitud, felicidad perenne que ninguna cruz -por dolorosa o cruel que fuere- puede desterrar.

Los corazones marianos son aquellos que son capaces de cobijar en el rescoldo de sus honduras a la Palabra, y dejar que germine para que la nueva vida y los buenos frutos se hagan presentes.

Por su escucha atenta, por su seguimiento y, sobre todo, por su confianza, María de Nazareth es hermana, es discípula y es Madre.

En un corazón así todo lo bueno y santo es posible.

Ella es el ejemplo perfecto de que la fé, que es don y es misterio, dá su primer paso a partir de la confianza. Y que esa confianza no es la adhesión a un dogma, la pertenencia religiosa o la ratificación de credos. 
Esa confianza es creer en Alguien, Aquél que no nos abandona. Creemos porque confiamos y nos confiamos en Cristo, como ese centurión romano ejemplo del salto enorme que implica el creer, aún cuando en apariencia su oficio y su origen lo arrinconen bajo otros rótulos.

Por eso, un corazón mariano no se deja envolver por la dialéctica espúrea de amigo/enemigo, sino que solamente descubre hijos y reconoce hermanos.

La teología es muy importante. Pero más importante es el amor de Madre que descubrimos en nuestros días y los afectos que le sepamos profesar. Pues donde está la Madre, está el Hijo.

Paz y Bien

Sagrado Corazón, el centro de Cristo




Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús

Para el día de hoy (27/06/14) 

Evangelio según San Mateo 11, 25-30




Cuando hablamos de corazón, lejos de los límites biológicos, nos remitimos simbólicamente a la esencia misma del ser, a la fuente primordial de cada persona, a aquello que define y decide su obrar y su existir.

En esta Solemnidad, nos detenemos del diario trajín para contemplar en silencio, con devoción y una mirada capaz de asombros al corazón sagrado de Jesús, a su intimidad primordial, a lo que lo constituye y que, por eso mismo, decide nuestra pertenencia, nuestra misión y nuestro destino.

Y desde el vamos el asombro comienza: en este corazón no hay visos de abstracciones ni de vanas declamaciones. Este corazón es inmenso, pues nos contiene a todos -buenos y malos, justos y pecadores- pero se inclina decididamente en favor de los pequeños, un corazón escandalosamente parcial, y esa parcialidad tiene sus raíces en el amor, esencia del Dios del universo. 

Esos pequeños no son exactamente los niños, por quien Jesús tenía y tiene un especial cuidado y dedicación: los pequeños aquí refiere a los humildes, a los mansos, a los que por lo general no cuentan pero que sin ellos la vida no sería posible pues en su confianza, en su fé salan e iluminan estos páramos desolados. Los pequeños son los pobres, los marginados, los que nadie escucha pero tienen a Dios de su parte, y otro corazón inmenso, el de María de Nazareth, lo supo cantar con palabras imborrables.

En el Sagrado Corazón del Señor es el amor lo que prevalece y sobreabunda como pan bueno y santo, perdón y misericordia, redención y liberación, compasión y socorro.

Nada ni nadie le es ajeno, y en esa bondad se funda nuestra esperanza. Porque Cristo estuvo, está y estará junto a nosotros y en nosotros, con todo y a pesar de todo, celebración de todos los regresos, rescate de los extraviados, consuelo de los afligidos, serena alegría que permanece para siempre porque no hay cruz ni muerte que sean definitivas, tesoro escondido que se multiplica cuando, como Él, se ofrece la vida, la existencia toda en las manos, corazones transparentes a pura Gracia de Dios.

Paz y Bien

Casa Palabra



Para el día de hoy (26/06/14) 

Evangelio según San Mateo 7, 21-29




Sofismas, meticulosos razonamientos, ampulosos discursos, fervorosas prédicas; ya sea en el ámbito religioso como en todos los órdenes de la vida, padecemos y simultáneamente nos permitimos una epidemia de declamación permanente, de palabrerías vanas, y como si ello no fuera suficiente, de la vanagloria y la autosuficiencia que generalmente traen aparejadas tales posturas.
Puras palabras que no son Palabra, y hemos de emigrar de la declamación hacia la tierra santa de la proclamación.

Esa proclamación, antes que decir y discurrir implica obediencia -ob audire-, es decir, escucha atenta.
Porque de Dios son las primacías y todas las iniciativas. El Dios de Jesús de Nazareth es palabra que nos sale al encuentro, Verbo que se hace humanidad en Cristo para que recuperemos el habla perdida, para comunicarnos entre nosotros y con Dios, para vivir y pervivir, para trascender, para no morir.

Así, el horizonte se nos vuelve a millones de mujeres y hombres humildes y silentes que, sin embargo, son Evangelios latientes, que respiran y palpitan Buena Noticia en todos los aconteceres de sus vidas. 
Todos ellos hijos y hermanos de María de Nazareth, que supo escuchar y cobijar en las honduras de su corazón la Palabra de Dios, y esa Palabra la transformó en Madre y discípula bienaventurada por todos los siglos.

Podremos tener respaldo monetario, lujosas viviendas, una férrea malla de contención religiosa y social; más, frente a las tormentas que toda existencia suele atravesar, ahí saltan a la vista los fundamentos verdaderos, reales, decisivos.

Esta vida que se nos ha concedido generosamente tiene el mandato de volverse casa Palabra, en donde se vive como Jesús, se ama como Jesús, se sirve como Jesús, roca firme que no conoce derribos.

Paz y Bien

Criterios de discernimiento



Para el día de hoy (25/06/14) 

Evangelio según San Mateo 7, 15-20




En aquello que nos brinda el Evangelio para el día de hoy, hemos de proceder con cierto cuidado y esmero: la enseñanza del Maestro no está dirigida hacia cómo debemos juzgar a los demás -tal vez y específicamente a nuestros pastores- sino más bien el dotarnos de criterios de discernimiento para andar con pies ligeros y a paso firme en este peregrinar que es la existencia. Pues tropiezos, a causa de nuestras imperfecciones y nuestras miserias, sucederán. Pero no es cosa de andar a los tumbos, oscilando de un lado a otro sin ton ni son.

La psiquis puede jugarnos malas pasadas, y los sofismas y falacias están a la orden del día, cada vez más refinados y elaborados. En ese universo puramente discursivo, es fácil para todos caer en la trampa, pero con mayor riesgo y gravedad los más pequeños, los que se asoman a la existencia y los que recién han germinado a la fé.

Por eso mismo, el tomar las palabras como brújula puede conducirnos a las arenas movedizas de una fé pervertida y a una caricatura del Dios de Jesús de Nazareth. Pues esas palabras son flatus vocis, es decir, palabras vacías, voces de aire, más no Palabra de Vida.
Los auténticos pastores, los fieles a la Buena Noticia tienen un persistente olor a oveja, pues están al servicio de los suyos, y su estatura se determina por gestos y acciones de caridad. El Papa Francisco, cuando era nuestro obispo aquí en Buenos Aires, nos lo repetía sin cesar: pastores con olor a oveja...Más aún, los pastores que no portan ese aroma que es producto del servicio, de la abnegación, de seguro son lobos con disfraz. 
Pues los lobos sólo buscan su propio provecho, carroñeros de almas.

Sea para nosotros también una mensura cordial. Porque la única medida de nuestra existencia, la anchura y capacidad de nuestros corazones está determinada por el amor que se practique, por la vida ofrecida para el bien del prójimo.

Paz y Bien

Tiempo de mujeres y niños



Nacimiento de San Juan Bautista

Para el día de hoy (24/06/14) 

Evangelio según San Lucas 1, 57-66. 80





La escena que nos ofrece el Evangelio para el día de hoy a través de San Lucas es bellísima en su sencillez y profundidad, especialmente si utilizamos la consabida utilidad de situarnos nosotros mismos allí, en ese preciso momento, como espectadores patentes de lo que acontece.

Se trata de un poblado pequeño, Ain Karem, ubicado en las montañas. En esos lugares, lo sabemos, todos suelen conocerse entre sí, algo que con el agigantamiento cruel de nuestras ciudades hemos olvidado y perdido. En esos pueblos pequeños los vecinos son casi casi como los parientes -a veces más- y allí la vida y la muerte se comparte, alegrías y tristezas, esperanzas y frustraciones. Por eso el festejo manso de los presentes: Isabel, la que ya parecía destinada más a abuela  sin nietos que a madre primeriza, ha dado a luz a un niño. Esas gentes saben reconocer, sin que nadie se los diga, el paso bondadoso de Dios por las vidas ancianas de Zacarías e Isabel.

Un niño que nace es un libro nuevo a escribirse en su totalidad. Pura esperanza, todo expectación, en donde los más sabios no se afanan en proyectar sus causas quebradas, lo que ellos no tuvieron, sus derrotas que ansían convertir en victorias, sino que celebran la esperanza que trae una vida nueva que se les duerme entre sus brazos y manos de trabajo, una vida en donde todo es posible. 
Aún así, esas gentes intuyen que en ese bebé hay algo más, algo especial, y se le encienden los sueños intentando saber cual será el horizonte maravilloso que tendrá el niño que además de ser un poco hijo de cada uno de ellos, es la vida que continúa, la vida que prevalece, con todo y a pesar de todo.

En esos afectos, en esa cercanía cordial, pretenden terciar en la decisión de nombrar al nuevo hombrecito. Las tradiciones pesan, pero más aún esos cariños que a menudo no se morigeran, y con obstinada ternura pretenden que el bebé lleve, según la costumbre, el nombre de su padre Zacarías.

Pero cada niño ha de tener alas propias, vuelo personal, volará por sí mismo y no tanto por los antecedentes de sus mayores. Es una vida nueva y, en este caso, una vida muy especial que requiere un nombre también especial, y por eso mismo el niño ha de llamarse Juan, que literalmente significa Dios concede una gracia, una bendición. 
Todos los niños son una bendición para nuestros corazones envejecidos, pero ese niño en particular es señal de la fidelidad absoluta de Dios para con su pueblo.

Se trata de un tiempo nuevo y muy, muy extraño, imprevisiblemente maravilloso.
Los caudillos, los guerreros, los sacerdotes han de guardar silencio, pues la confianza -paso primordial de la fé- la han abandonado.
Es tiempo de mujeres y de niños, y ellos han de cambiar la historia misma de la humanidad. Las mujeres, por cobijar en las honduras de su corazón la fé en su Dios y la Palabra que descubren como Gracia y Misericordia.

Los niños, abriendo puertas y ventanas.
Uno, allanará las huellas y preparará desde su integridad los caminos.
El otro, bebé santo, traerá la vida definitiva que nada ni nadie podrá quitarnos, esta alegría perenne de Dios con nosotros, de sabernos hijas e hijos de Dios.

Paz y Bien


De la solidaridad



Para el día de hoy (23/06/14) 

Evangelio según San Mateo 7, 1-5


La liturgia de hoy nos ofrece la enseñanza de Jesús de Nazareth acerca del juicio hacia los demás, y a partir de allí, de nuestra relación con Dios. Sin embargo, cobra sentido pleno cuando se medita en el horizonte de la vida comunitaria, pues es allí en la comunidad en donde únicamente se puede vivir en plenitud la Buena Noticia.

Tiene que ver con la capacidad de tener una mirada transparentemente recíproca hacia el prójimo, reflejo de un corazón que descubre a su Dios en el rostro del hermano. Tiene que ver con desterrar la crueldad de los preconceptos, de conocerse y re-conocerse por esta única condición filial antes que por cualquier otro motivo. Significa vivir y dejar vivir, pero ante todo con-vivir.

En una comunidad en donde los hermanos tienen -a pesar de sus miserias y sus flaquezas- ansias de fidelidad y transparencia, los lazos se vuelven indestructibles, pues se vuelve rotundo el crisol del Espíritu Santo.

En una comunidad en donde cada uno es reconocido y reivindicado en su identidad primordial de hijo y, por ello, de hermano, todo se edifica sobre la roca sólida del Evangelio y la compasión, y cada gesto, cada palabra y cada acción es descubierta con la alegría de la mano salvadora de Dios antes que como castigo destinado o juicio pretérito.

Pues la solidaridad implica, ante todo, solidez, firmeza en el hermano, abnegación y servicio, vida que se expande en la reciprocidad, esa misma que define que el otro es el más importante pues allí está y resplandece Cristo.

Paz y Bien

Corpus Christi, Dios ofrecido




Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Para el día de hoy (22/06/14) 

Evangelio según San Juan 6, 51-58




Esos hombres estaban desconcertados y ofendidos, tan cautivos de esa literalidad a la que se sometían, tan presos de una religiosidad retributiva, tan dados a las abstracciones. 

Todos ellos eran muy religiosos, hombres profundamente piadosos y, a su modo, férreamente arraigados en la fé de sus mayores. Así entonces, si fueran invitados a una celebración en donde se sirviera carne como gran manjar exclusivo, ellos se preguntarían primero si ese plato es kosher/kashrut, es decir, si cumple con los preceptos de la Ley mosaica respecto de los alimentos permitidos, de aquellos alimentos considerados puros, entre lo que destacará también el modo en que el animal debe sacrificarse, sin que implique consumir sangre bajo ningún punto de vista, y ello tiene que ver, simbólicamente, con que la sangre representa la savia de la vida misma en la biología.

Ellos se sienten confundidos, ofendidos y escandalizados frente a ese rabbí nazareno que se ofrece Él mismo como alimento para la humanidad, de un modo tan explícito, tan carente de figuraciones, y el escándalo que los sobrevuela está originado por varios factores.

Que el mismo Cristo, a partir de un antiguo y venerado ritual de pastores, se ofrezca como alimento concreto sin mediación de la pura simbología es terriblemente conflictivo y horroroso. Hablamos de carne y de sangre, de biología y existencia, de la vida toda como plato principal para desterrar todos los hambres.

Lo sacrificial no puede pasarse por alto: nuevo cordero pascual que salva al pueblo, este Cristo se señala a sí mismo como sacrificio generoso, y es menester regresar a su significación primera: sacrificio implica hacer santo o sagrado lo que no lo es, y Él se ofrece para que el mundo, la vida, cada persona sea santa, permanezca con vida, sea de Dios y para Dios en Dios.

El ofrecimiento primero devengará en rotundo rechazo en la cruz: el rabbí galileo morirá en la cruz como un marginal, como un maldito, nada kosher, opuesto a todo lo que conocen y sostienen, carne repudiada, alimento que no es tal.

Sin embargo, lo que más molesta y que flota tácitamente en ese ambiente tan cargado es que Dios mismo, en ese Cristo de pan y vino, de carne y sangre, se ofrezca a la humanidad sin condiciones previas para que todos vivan para siempre. 
Un Dios ofrecido destierra cualquier idea de méritos acumulables que puedan trocarse por beneficios o bendiciones divinas, balances positivos que habiliten el acceso a cielos postreros.

Concreto y real, Dios ofrecido, Cristo sacrificado por todos y por cada uno, mesa inmensa tendida en donde nadie debe faltar, vida compartida que celebra la vida ofrendada, Eucaristía que compromete con un para siempre en la abnegada y humilde oblación de estas pequeñas existencias que somos, y que hacen que la vida se expanda pues, en cada mujer y en cada hombre hay un templo vivo del Dios de la vida.

Paz y Bien

O hijos, o esclavos



Para el día de hoy (21/06/14) 

Evangelio según San Mateo 6, 24-34




En el mismo seno de la fé cristiana, siempre ha estado presente -como fuente de conflictos no deseados- cierto tipo de temporalidad adjudicada, que refiere a las secuencias temporales que atribuímos a las cosas de Dios. Así, la providencia poseería cierta cualidad actual pues está directamente relacionada al sustento, a la pervivencia, y el Reino de Dios a lo postrero, un cielo post mortem. Tristemente también, y aún a menudo sin darnos cuenta, tomamos las enseñanzas del Maestro con cierto tenor utópico y romántico, como si lo vivido y predicado por Cristo fuera anacrónico o bellamente imposible.

Pero los tiempos de Dios no son los nuestros, y el Reino está aquí y ahora entre nosotros.

La disyuntiva que nos plantea el Maestro es taxativa, sin medias tintas, y tiene que ver con la plena libertad de los hijos y las hijas de Dios, de reaíz enteramente amorosa y filial, o la esclavitud de los que rinden culto al falso y tramposo dios del dinero.
Quizás una hermenéutica de la economía aquí no sea posible, por las limitaciones de quien escribe y por no ser el espacio adecuado para ello. Sin embargo, la evidencia tangible estriba en que el dinero hace demasiado tiempo que ha perdido su carácter instrumental y por eso deviene en su absolutismo actual, en su generación sagazmente brutal y continua de miseria y de inhumanidad.

Si nos atrevemos a una fenomenología rudimentaria, el ídolo es el Dinero -Mammón en las Escrituras-, su cielo el mercado y su liturgia se esboza en los centros financieros que reniegan tenazmente de los pobres, crueles aras del sacrificio humano porque en sus altares se inmola al prójimo.

No hay espacio ni tiempo para mixtura justificadas. La justicia es la misericordia que Dios nos concede a diario y que replicamos cordialmente en el servicio al hermano, desde la generosidad, la abnegación y la solidaridad.

Podrán argüirse mil y un motivos, razones bien fundadas, cuestiones nacionales y lógicas de estado. Pero el principio es invariable, y el horizonte no se desdibuja en las ansiedades de la cotidianeidad.
Porque es cosa propia de los hijos la libertad, y esa libertad implica el compromiso rotundo de toda la existencia en la búsqueda del Reino de Dios y su justicia.

Paz y Bien


Tesoro cordial



Para el día de hoy (20/06/14) 

Evangelio según San Mateo 6, 19-23




En otros tiempos y no demasiado lejanos, la reafirmación abierta y explícita de los derechos de los pobres suponía un automático encasillamiento ideológico, especialmente hacia el flanco izquierdo, aún cuando ese clamor de justicia naciera de la enseñanza de Cristo en los Evangelios. Más aún, en varios países de estas doloridas tierras latinoamericanas que tanto amamos, ese compromiso podía lisa y llanamente costar el exilio, el ostracismo o la vida misma; con dolorosa tristeza, hemos de convenir que también esos golpes fueron asestados con la anuencia de cierta jerarquía eclesiástica que poseía la misma mirada esquiva y la misma infidelidad evangélica.

Si bien los tiempos han cambiado, los miedos y las críticas permanecen. Hoy, con burda torpeza, cuando se reclama y se trabaja por la justicia para los agobiados por la pobreza y la miseria, y se denuncia con voz profética las crueldades cometidas en nombre del falso dios mercado, se otorga sin hesitar el sambenito de pobrismo.

Nada más alejado de la verdad, y nada más contrario a la Buena Noticia como el culto al dinero y la devoción al materialismo, cualesquiera sea su color ideológico.

Siempre que las sociedades se aferran a esos ídolos, surge imparable un torrente de esclavos y de graves lesionados por la exclusión, que no tienen otro horizonte que el de la supervivencia cotidiana, almas condenadas aquí y ahora a penas inhumanas porque en los corazones de algunos no hay espacio para nada más que cosas.
Acontecen sacrificios humanos, y no es una alusión menor ni una figura literaria, pues en el altar del egoísmo sacrificamos al prójimo.

Pero lo cierto es que todos, invariablemente, a la hora de nuestra partida sólo nos llevaremos aquello que hemos sido capaces de dar. Comenzando por nosotros mismos.
Si jugamos con los sentidos -tan limitados y limitantes- y conferimos a la vida eterna el nombre de un cielo ubicado en un determinado estrato superior, todo lo que no tiene valor y que causa tanto mal es lo que nos aferra al aquí abajo, lo que nos retiene y detiene.

Los corazones ligeros, capaces de volar y pervivir para siempre, por la infinita y asombrosa misericordia de Dios, son aquellos que han sabido acumular lo único que jamás perece y que se acrecienta en la medida en que se brinda, y es el amor, Dios mismo entre nosotros y en nosotros.

Paz y Bien


Por la causa de Dios, por la causa de los hermanos








Para el día de hoy (19/06/14) 

Evangelio según San Mateo 6, 7-15




Por Cristo, sabemos que la vida cristiana en plenitud se fundamenta en el devenir cotidiano a partir de dos pilares, dos aspectos o ramas de un único tronco frutal, la Gracia de Dios.

Esos dos fundamentos son el amor y la oración.

El amor que se explicita en la abnegación, en el servicio incondicional al prójimo.

La oración, que antes de dicción tenaz y exacta de fórmulas, es escucha cordial del susurro primordial de un Dios que jamás deja de buscarnos, de ese Espíritu que nos hace decir Abbá!.

La cruz de Cristo ya no es señal de muerte y horror, sino signo cierto del amor mayor, de la vida ofrecida para que todos vivan. Y también es un profundo símbolo en su constitución misma: a una cruz la constituyen dos maderos cruzados, uno elevado hacia el cielo, el otro que se expande horizontalmente hacia los lados, así la Buena Noticia también se constituye -indisolublemente- de ese vínculo hacia el Dios del universo y hacia los hermanos.

Por ello mismo, por la oración en la que nos identificamos y que es la oración misma de Cristo, la plegaria es por la causa de Dios y por la causa de los hermanos, sarmientos frutales de la misma savia.

Essa savia nutricia es el amor de Dios, que se revela y nos rebela de toda rutina y acomodamiento cuando descubrimos a Dios como Padre, y nos sabemos hijas e hijos amadísimos que no buscan demasiadas palabras, sino que se aferran a la Palabra.

Paz y Bien

Del oportunismo a la caridad




Para el día de hoy (18/06/14) 

Evangelio según San Mateo 6, 1-6. 16-18




En la tradición del pueblo de Israel, tres eran las prácticas básicas piadosas, la limosna, la oración y el ayuno. Más aún, con un profundo sentido metafísico, la limosna era a menudo llamada también justicia.

Jesús las asume como propias, y a la vez las hace extensivas a todos los suyos en principio, fundamento de una nueva humanidad. No está demás pensar que el Señor también soñaba con un mundo mejor, más justo y fraterno a partir de la irrupción del Reino aquí y ahora entre nosotros, y de cómo Él podía contribuir a ese mundo para su humanización.
No obstante ello, la perspectiva es nueva, es distinta y, si se quiere, humildemente revolucionaria.

Se trata de un éxodo cordial, de un peregrinar de los corazones que abandonan los lúgubres desiertos del oportunismo y la conveniencia, de una espiritualidad mercantilizada que supone la acumulación de méritos piadosos para la consecución de bendiciones y cielo, negando tácitamente la asombrosa dinámica de amor de la Gracia de Dios.
Se trata de arribar a la tierra santa de la caridad, de la abnegación, del servicio desinteresado, de la fraternidad.

Porque, siguiendo una antigua pero vigente idea, los justos de las Escrituras son los que ajustan su voluntad a la voluntad de Dios. Así entonces limosna, oración y ayuno son nítidas y evidentes acciones de justicia.

La limosna que socorre sin demoras al necesitado, porque todos somos hijas e hijos de Dios, brindándonos ante todo a nosotros mismos y no tanto lo que viene sobrando.
La oración que es escucha y es diálogo filial, que nos ubica en la misma sintonía eterna de un Dios encarnado, uno más entre nosotros.
El ayuno que nos disciplina deseos, y que por amor implica privarse de alimentos para que otros no pasen privaciones, no adolezcan de dolosos platos vacíos.

La caridad no busca reconocimientos ni esgrime alardes vanos.
EL deber ser, desde Cristo, es fruto necesario del descubrirse amadísimos hijas e hijos de ese Dios que se desvive por nosotros.

Paz y Bien





Una religión extraña e imposible



Para el día de hoy (17/06/14) 

Evangelio según San Mateo 5, 43-48



Desde una mirada histórica, perspectiva de estudio sociológica y filosófica, la irrupción de Jesús de Nazareth en la historia humana no supone, directamente, la institución de una nueva religión. 
Es difícil objetivarnos, pues están en juego nuestros afectos, el corazón mismo. Pero una toma de distancia nos descubre a un rabbí itinerante, a un varón judío de origen muy humilde que habla de su Dios de una manera muy extraña, con una confianza y cercanía que ni por asomo se acerca a la ortodoxia oficial, pero que no convoca a derribar templos, a trastorcar estructuras de culto e imponer conceptos ni un cuerpo dogmático. Por el contrario, frente a las polémicas y a las críticas, reafirma que no ha venido a abolir esa Ley que constituye el nodo fundacional del pueblo de Israel, sino a darle su pleno cumplimiento.

Pero por otra parte, esa objetivación intentada nos muestra también una impensada religión humanizada. Quizás y con razón, de tan humana parece desacralizada, extrañamente ajena a lo que solemos entender por trascendencia sacral, peligrosamente secular y cercana al corazón del hombre.

Es que Cristo hace todo lo que hace y enseña y propone el Reino, la Buena Noticia del amor de Dios desde su experiencia única de identificación total con ese Dios al que descubre como Abbá.
Tal vez sea precisamente el saber que el Reino está aquí y ahora entre nosotros, que el cielo comienza en la cotidianeidad por oblación infinita de la ternura de Dios que deviene, a veces, tan utópicamente lejana.

El misterio de la Encarnación supone un tiempo nuevo, un tiempo santo -kairós- de Dios y el hombre, una historia nueva urdida en común, desde vínculos familiares. Y solamente desde esos nuevos lazos es posible comprender la postura del Maestro acerca de quien nos odia o nos hace daño.
En la perspectiva de su corazón sagrado no hay propios y ajenos, sólo hijas e hijos, hermanas y hermanos, el horizonte inconmensurable del nosotros con Dios mismo.

Porque el Reino es cosa de locos, de atrevidos, de aquellos que se atreven a amar más allá de cualquier previsión porque primero y ante todo se saben queridos y amados por Dios.

Paz y Bien


 



De la sociedad a la comunidad




Para el día de hoy (16/06/14) 

Evangelio según San Mateo 5, 38-42



Acerca de la llamada Ley de Talión, es menester no pasar por alto un detalle, y es que en las Escrituras nunca es mencionado con ese nombre el corpus legal adoptado por numerosos pueblos de la antigüedad, quizás comenzando por los babilonios en la dinastía de Hammurabi, y asumido también por el reino de Israel.
Se la llama así por la expresión latina lex talis, es decir, ley del tal como. Su importancia no es menor: implicaba en primer lugar moderar los efectos de la venganza, igualar los derechos entre el ofensor y el ofendido y, especialmente, establecer normas de derecho -aquí derecho penal- aplicables a toda una nación.

En la ley del talión o del ojo por ojo y diente por diente encontramos los orígenes de todo orden social en tanto reglas explícitas de convivencia, y a la vez los fundamentos del derecho que hoy conocemos en todas sus variantes. El derecho actual presupone, en cierto modo, el cariz de talión pues es un derecho y una justicia retributivas, que adjudica una pena proporcional al delito o infracción cometidos.

Jesús de Nazareth no embiste contra ello. Nosotros podemos encontrar visos censurables o críticas profundas a sistemas que nos imponen o que nos pertenecen; sin embargo el Maestro propone e invita a ir más allá, a trascender porque otro mundo y otra vida es posible.

Probablemente los ejemplos que Él nos brinda en la Palabra nos sean muy gravosos. Pero la vida cristiana implica decisiones definitivas, la radicalidad del Reino que no tiene otro sentido que el insondable amor de Dios.

Cristo propone superar la ley del talión por su experiencia absoluta de Dios como Padre, y de cada mujer y cada hombre reconocidos como hermanos por ese único y asombroso vínculo filial que es Gracia y salvación.  

Más allá de cualquier proyecto ideológico, el Señor convida al atrevimiento de pasar de sociedades inmanentes a la comunidad, a la común unión en donde sucede una de las cosas más difíciles para nuestros egoísmos, el reconocimiento del otro, la edificación del prójimo, el Reino aquí y ahora.

Paz y Bien



Santísima Trinidad, comunión de vida



La Santísima Trinidad

Para el día de hoy (15/06/14) 

Evangelio según San Juan 3, 16-18




En verdad, somos muy limitados. Las mujeres y los hombres más sabios y eruditos lo entienden bien, y cuanto más profundas y profusas son sus reflexiones y sus escritos, más grande intuyen el abismo que los separa de explicitar la eternidad. Nuestros lenguajes abundan en términos más no son Logos, Palabra infinita de Dios.

Por eso, frente a la inmensidad del misterio a veces es mejor callar, acallar tanta bulla y escuchar con atención, dejarse imbuir toda la existencia por ese infinito que tiene nombre y rostro, volvernos nuevamente niños capaces de asombros, corazones ligeros de tantas maravillas.

Aún cuando el abismo -para nuestros medios escasos- es imposible de atravesar, un puente se nos ha tendido.
Jesucristo, sacerdote absoluto, es camino, es verdad y es vida desde y hacia Dios. Porque hay cuestiones en las que no se navega con la razón, sino que es preciso sumergirse con el co-razón.

Por Jesús de Nazareth sabemos que el Dios del universo es amor, vida que se comunica a perpetuidad, común unidad de vida, de afectos, de ternura, de liberación y justicia. Un amor tan grande que sale al encuentro de la humanidad en sus mismos huesos y sangre para acampar en estas soledades, para que la historia se transforme de una vez y para siempre.

Porque el Dios de Jesús es un Dios que salva, que sólo vé hijas e hijos, que rescata a los extraviados, sana a los enfermos y libera a los cautivos. No es el dios severo, juez y rápido castigador que por un lado nos manda amar y por el otro, con admoniciones duras como látigos, reparte sin vacilaciones infiernos constantes.
La Salvación se nos ofrece en bondad extrema pero también en total libertad. Porque es ese amor el que ante todo nos quiere íntegros, libres, y este Dios es Padre y Madre que nos cuida y protege, es Hijo y hermano mayor que nos salva, es Espíritu que nos enciende y sostiene.

Celebrar la Santísima Trinidad no puede tener otro signo que el de la alegría de sabernos reconocidos siempre, destinatarios de abrazos sinceros, degustadores de trascendencia en lo cotidiano, de eternidad en el aquí y ahora, de vida que se nos brinda y que a su vez proyectamos y compartimos porque, aún no perteneciéndonos, se nos ha confiado a nuestras torpes manos, con una confianza asombrosa que no tiene parangón con la poca fé que a menudo depositamos en su corazón sagrado.

Dios por nosotros, Dios con nosotros, Dios en nosotros.

Paz y Bien



Estas palabras que somos



Para el día de hoy (14/06/14) 

Evangelio según San Mateo 5, 33-37


El Maestro no vino a abrogar la Ley de Moisés, sino a darle cumplimiento pleno. Ello no implica solamente una variable heterodoxa interpretativa, sino más bien una profunda lectura de sentido a partir de su experiencia profundamente personal de Dios como Padre.
Sólo desde allí la Ley deja de ser norma escrita a cumplir y se transforma en proyecto de vida, en auxilio y brújula de la existencia.

En el Evangelio para el día de hoy, Jesús de Nazareth pone el énfasis y el corazón en la veracidad de las palabras, en no perjurar, en no abandonarse a las sombras de la mentira.

En cierto modo, la palabra empeñada parece carecer de valor y trascendencia en los tiempos que corren; pero aún así, esa palabra es decisiva y debería ser motivo de confianza recíproca.
Porque en verdad, somos nuestras palabras. Somos lo que decimos, somos lo que callamos, somos las verdades que ratificamos y las mentiras que destilamos, y por ello es dable y razonable afirmar que en cada palabra -escrita, pensada, pronunciada- nos estamos jugando la vida, pues la verdad es libertad, y su ausencia configura el peor de los escenarios.

Así entonces el Señor nos impulsa a la sencillez, y esa sencillez no es simpleza superficial. Antes bien, implica una profunda honestidad, un valor tan ausente en nuestro mundo.

Más aún: tenemos el mandato de ser veraces para ser libres, desde la verdad primera que es Cristo, y a la vez el destino de hacernos Palabra para el prójimo cercano y lejano, Evangelios vivos que aunque permanezcan en silencio, dicen todo lo que hay que decir desde el testimonio de vidas santamente coherentes.

Paz y Bien



Corazones transparentes



Para el día de hoy (13/06/14) 

Evangelio según San Mateo 5, 27-32



La contraposición matrimonio/divorcio suele ser motivo de nutridos análisis; también, desde el Magisterio, se suele definir taxativamente qué es lo que se puede o está permitido y qué es lo que no. Ello, razonablemente, responde a la vocación profética de la Iglesia, que anuncia la Buena Noticia y denuncia todo lo que se opone a ella, a la vida, a la humanización plena.

Sin embargo, a veces solemos adolecer de una cuestión fundamental, y es la raigalidad de todo el obrar humano. Todo encuentra raíz en los corazones, todo, sin excepción.
Lo que cuenta es lo que se cobija en las honduras, la cizaña que impide otras germinaciones, las sucesivas capas o costras de egoísmo con las que nos revestimos para alejarnos del otro, priorizando el yo antes que el nosotros, y en donde Dios no tiene sitio.

Ello se evidencia en el matrimonio, y se debe a que para Jesús es una cuestión en la que detenerse, a la cual prestarle toda la atención. Pues la costumbre se quedaba en la linealidad de la letra escrita -pura moralina- pero olvidaba al Espíritu que la había inspirado.
En cierto modo, ese Espíritu alienta una ética trascendente, un modo de ser en el mundo y ser con y para los demás a partir de la misma esencia de Dios, el amor.

La familia es el camino por el cual adquirimos identidad, cultura, fé, afectos, cuidados y crecemos. Y los cimientos de toda familia se encuentran en el matrimonio, en el amor profesado y practicado entre el hombre y la mujer, un amor que es abnegación, vida ofrecida en su totalidad, corazones transparentes que nada se reservan y se brindan al otro por completo.

Más aún, son corazones que generan vida aún antes de la llegada y bendición misma de los hijos.

Todo es cuestión de corazones que se dejan iluminar y cuidar por el Dios de la Vida.

Paz y Bien

La justicia de escribas y fariseos




Para el día de hoy (12/06/14) 

Evangelio según San Mateo 5, 20-26




Mucho se dice e imagina acerca de los escribas y de los fariseos. Con términos anacrónicos y limitados, es dable afirmar que tienen muy mala prensa, a veces razonablemente fundamentada.

Lo que suele pasarse por alto es que todos ellos eran hombres muy piadosos, férreamente atrincherados en la religión y en las tradiciones de sus mayores, de su pueblo. Se consideraban a sí mismos hombres puros, separados -tal es la traducción literal de fariseo- del resto del pueblo al que por su labilidad y sus vaivenes consideraban impuros y poco serios. Quizás ese, precisamente, fuera su error primero, el suponerse puros, hechos, completos, hombres de Dios y que por eso mismo Dios les pertenecía más a ellos -estrictos cumplidores de los mandamientos y de la Ley- que a los demás.

Así pues, la irrupción en su rutina religiosa de un hombre como Jesús de Nazareth los desestabiliza y los reviste de miedo. Presienten que la seguridad del mundo que han edificado se tambalea, y por ello tal vez reaccionan con tanta rabia; no hay nada tan violento como un hombre temeroso.

Más aún: además de su piedad estricta, ellos también eran fieles practicantes de las obras de caridad prescriptas en la Ley, es decir, la limosna, la oración y el ayuno.
Pero el conflicto no discurre por la adecuación a una ortodoxia doctrinaria, sino que vá más allá, es una actitud fundamental en sus existencias.
Ellos conciben a la Salvación como un mérito adquirido, ganado mediante virtuosos esfuerzos y no como don y misterio de amor. En su horizonte y en sus corazones no han dejado espacio a la Gracia asombrosa de Dios, y el cielo es el premio procurado mediante la acumulación puntillosa de obras piadosas, la contabilización exacta en el haber de lo que consideran buenas acciones, y es por eso que ayunan, es por eso que dan limosna, es por eso que oran.
En el fondo, su idea de justicia es bien conocida, es el concepto de retribución. 

Se trata de una fé comercializada, del trueque de piedad por bondades divinas, de un Dios que hace lo que ellos quieren y no a la inversa, de considerar prójimo al par, al que es parecido en pensar y obrar execrando al resto, fundándose con desolador orgullo en una lectura lineal y literal de las Escrituras, causa de todos los fundamentalismos que inflama egos y no deja lugar a Dios.

El tiempo santo de Dios y el hombre, inaugurado en la Encarnación, ratificado en la Cruz y la Resurrección y plenificado en Pentecostés es el tiempo de la Gracia, de Dios con nosotros, Dios en nosotros, Dios por nosotros, Dios en el hermano, y la Salvación como acto infinito de amor de ese Dios que no descansa buscándonos. Todos -buenos y malos, santos y pecadores, la humanidad en su conjunto- somos hijas e hijos, y la justicia del Reino se traduce como misericordia, como generosidad, como gratuidad que es parte de esa identidad filial. Actuamos así porque nuestro Padre es también así.

Paz y Bien

Gracia y misión



Para el día de hoy (11/06/14) 

Evangelio según San Mateo 10, 7-13



Ante todo, la confianza.
Jesús -Dios mismo- pone en sus amigos, sus enviados toda su confianza, que es infinitamente mayor que la que ellos tienen en Él, una confianza que no es recíprocamente proporcional. Ellos serán sus pies y sus manos, Él mismo en su ministerio a todos los confines de la creación.

Todo acontecerá en clave de gratuidad, de Gracia. 
La misión surge de la confianza de Dios, y los misioneros no carecen de instrumentos ni tampoco andarán inermes ni librados a su suerte por los caminos. La tarea primordial es anunciar que el Reino está cerca, tan cerca que está al alcance de todo corazón de buena voluntad que tenga la capacidad de amar, la tarea es dar aviso que la vida plena, la felicidad, la eternidad ya está aquí y que es posible, real, concreta. Todo se les ha dado a los misioneros como un regalo enorme, incondicionalmente, a pura generosidad, y por eso ellos también han de respirar esa generosidad para con los demás.
El dios dinero y su culto, la lógica del mercado, no deben tergiversar ni un punto ni una coma, ni siquiera un instante, de la misión que se les ha confiado y encomendado.

La misión es tarea de rescate.
No hay límites ni fronteras para la misión, pero los primeros destinatarios han de ser los excluidos, los estigmatizados, los marcados con las llagas de la opresión y el desprecio. Así entonces los golpeados por la enfermedad, los derribados por la muerte, los agobiados por las impurezas que adquieren en sus existencias, los corazones doblegados por demonios fieros y tristes han de despertar a un nuevo día, el día definitivo de Cristo, día de liberación que por eso mismo es día de celebración, de celebración compartida.

La misión es misión de vida, de vida plena, de vida solidaria, de vida que se expande humilde y acrecienta cuando la familia que llamamos Iglesia crece.

Paz y Bien


En clave de sal y de luz



Para el día de hoy (10/06/14) 

Evangelio según San Mateo 5, 13-16



Las parábolas que hoy nos ofrece la Palabra se ubican a inmediata continuación de las Bienaventuranzas, del Sermón del Monte, y es en ese contexto en el que adquieren pleno sentido para sus destinatarios, la comunidad de creyentes, la Iglesia, todos y cada uno de nosotros.

En ese monte hay una nutrida multitud, y el gentío es variopinto: están los Doce, hay otros discípulos y seguidores, muchos curiosos sin compromiso, algunos herodianos, una buena cantidad de escribas y fariseos muy atentos a lo que Jesús de Nazareth haga o diga. Pero el Maestro pone un énfasis muy puntual en sus palabras, y al destacar a los discípulos por entre tanta gente los define, les otorga un carácter único, una identidad intrínsecamente ligada a la misión que les ha confiado y que es vivir llevando la Buena Noticia a todas partes.

A nosotros, mujeres y hombres modernos del siglo XXI, algunas dimensiones posiblemente se nos escapen; la sal y la luz en la Palestina del siglo I eran valiosísimas, a diferencia nuestra que o la conseguimos en prácticos envases y la utilizamos en consecuencia -a menos, es claro, que haya indicación médica en contrario- o bien es el producto usual de operar un interruptor.

Pero para aquella sociedad la sal y la luz eran claves.

La sal, en breves y mínimas pizcas brindaba sazón a los alimentos, es decir que éstos adquirían sabor y así las comidas, por humildes y sencillas que fueran, se disfrutaban. Pero también, al no haber refrigeradores ni conservadores, la sal era utilizada para conservar la carne fresca tal como se conoce en varios de nuestros países, charqui o charque. Entonces, la sal era el medio para evitar que la carne se pudra y corrompa, se mantenga fresca.

Por otra parte, el aceite de las lámparas para iluminar en la noche los hogares era carísimo, y no era algo que la mayoría de las familias compraría y usaría a granel, pues las velas se reservaban para el culto y eran aún más onerosas. Así entonces, la única lámpara familiar, al caer la tarde, se colocaba en lo alto de la habitación para que la luz proyectada alcanzara la mayor superficie posible.

En estos dos símbolos Jesús nos revela un misterio profundo, y es que a pesar de que somos pequeños somos muy importantes, todos nosotros, a los ojos bondadosos de Dios.

En la sintonía eterna del Reino, es misión fraterna el hacer que esta vida tenga sabor, que dé gusto ser vivida con un sentido que rumbee a un horizonte cierto. Y también, proteger la existencia de toda corrupción que nos vaya carcomiendo y degradando los días.
Es por ello corazón mismo de la Iglesia volverse prisma, cristal que no tiene luz propia sino que proyecta a todos los sitios la luz de Dios, la Palabra, que no le pertenece pero que le ha sido confiada, para que no haya más tinieblas ni sombras de muerte.

En estos andares, nos queda saber si somos capaces de aceptar este mandato que es invitación asombrosa, pues pocos méritos -o ninguno- tenemos para prolongar a través de los tiempos el ministerio mismo de Cristo.

Paz y Bien

Madre, hermana y discípula





María, Madre de la Iglesia

Para el día de hoy (09/06/14) 

Evangelio según San Juan 19, 25-27





Para la mentalidad judía del siglo I, la cruz -instrumento romano de ejecución criminal- suma al horror y al sufrimiento la ignominia de los malditos. La Ley era explícita al respecto, y se reservaba el cruel privilegio de la crucifixión para los criminales más abyectos.

El Cristo crucificado, Mesías derrotado ejecutado como un reo marginal, hubo de atemorizar a los discípulos, pues las acciones punitivas públicas siempre tienen por objeto, además del castigo, el amedrentar y desalentar a las gentes para que no realicen conductas similares a las del condenado. A la confusión de sus amigos -ellos imaginaban un Mesías glorioso y victorioso- se sumaba el miedo en estado de ebullición, pues temían correr la misma suerte.

En ese clima de grosera brutalidad, la gran mayoría pasa por alto los sentimientos de la madre de Jesús.
Como madre, ese hijo amado que lleva su sangre y que llevó en sus entrañas agoniza en la cruz, luego de torturas varias, y ella sufre por dos. Seguramente, cambiaría sin vacilaciones de lugar, ella por ese hijo que se le está muriendo ante sus ojos empañados..

Pero ella, además de madre es hermana y es discípula de ese Cristo que es Hijo y es Maestro. Ella, como nadie, ha escuchado la Palabra, la ha dejado germinar en las honduras de su corazón inmenso y se ha dejado transformar, obediente y feliz. Ella sabe bien que el Crucificado es inocente, es un hombre bueno y manso, es príncipe de paz y servidor de su pueblo, y a pesar del estupor que conlleva todo crimen, intuye certeramente que la condena es producto de su fidelidad absoluta a su Dios, un Dios torturado allí mismo delante de su mirada.
Con todo y a pesar de todo, Ella se mantiene en pié, con la fortaleza que sólo tienen los que son capaces de amar hasta los extremos, y que por ese amor reivindican en doloroso silencio la esperanza.

Ella es una mujer judía, la misma muchachita palestina a la que Dios eligió por Madre. Como tal, no tiene casi derechos ni relevancia. Nunca ha tenido casi nada; de niña ha vivido en la casa paterna, ya desposada en la casa nazarena del esposo.
Ahora, Madre doliente, tampoco tiene casa propia. Su casa estará allí en la casa de sus hijos, en la casa de los hijos que la reciben como Madre, y esa casa con su presencia deviene en hogar cálido por sus cuidados, en donde todos tienen su importancia, su reconocimiento, su identidad, ámbito para crecer con los demás, para no estar jamás solos ni a la deriva.

María hace hogar en donde los hijos la reciben. María, por eso mismo, Madre de la Iglesia que la quiere y la ama con afecto entrañable, a la lumbre del Espíritu del Resucitado que es el Crucificado.

Paz y Bien


ir arriba