Para el día de hoy (07/11/17)
Evangelio según San Lucas 14, 1a.- 15-24
Dos distingos caracterizan al servidor de la parábola que la liturgia nos ofrece hoy: cumple con su deber, es obediente, y además sale en búsqueda de los invitados.
Es obediente en el sentido primordial del término -ob audire-, es decir, escucha atentamente y a partir de allí actúa. Sabe que mesa y banquete no son suyos, no le pertenecen, pero por circunstancias asombrosas se ha depositado sobre él de dar aviso de la celebración, de llevar -en mano, personalmente- las invitaciones, y de asegurarse que no haya sitios vacíos en esa mesa grande.
Pero además hay otra cuestión evidente, tan obvia que quizás se pase por alto con ligereza, y es que el servidor, en todos los casos, se pone en movimiento, vá en la búsqueda de los diversos invitados, se larga a los caminos a cumplir con un deber que ha descubierto y asumido como propio.
Desde esta perspectiva podemos contemplar humildemente la vocación a la vida cristiana, a la misión. Porque todos somos llamados a ser servidores, misioneros.
Lo verdaderamente importante es salir, no quedarse, no encerrarse tras muros de comodidad a la espera de que unos pocos se acerquen a la mesa. Y lo decisivo es la confianza que se nos ha depositado en nuestras manos y en nuestros corazones, porque de nuestros pequeños esfuerzos dependerá, en parte, las gentes que acudan al ágape de la vida.
Más aún: tienen asientos preferenciales aquellos que habitualmente languidecen de hambre y soledad, aquellos que nadie convida, aquellos que apenas sobreviven en todas las encrucijadas de la existencia.
Es símbolo perfecto del amor, sin reservarse nada para sí mismo, y salir al encuentro de los demás, como el Dios de Jesús y María de Nazareth, Padre y Madre de toda la creación.
Paz y Bien
Es obediente en el sentido primordial del término -ob audire-, es decir, escucha atentamente y a partir de allí actúa. Sabe que mesa y banquete no son suyos, no le pertenecen, pero por circunstancias asombrosas se ha depositado sobre él de dar aviso de la celebración, de llevar -en mano, personalmente- las invitaciones, y de asegurarse que no haya sitios vacíos en esa mesa grande.
Pero además hay otra cuestión evidente, tan obvia que quizás se pase por alto con ligereza, y es que el servidor, en todos los casos, se pone en movimiento, vá en la búsqueda de los diversos invitados, se larga a los caminos a cumplir con un deber que ha descubierto y asumido como propio.
Desde esta perspectiva podemos contemplar humildemente la vocación a la vida cristiana, a la misión. Porque todos somos llamados a ser servidores, misioneros.
Lo verdaderamente importante es salir, no quedarse, no encerrarse tras muros de comodidad a la espera de que unos pocos se acerquen a la mesa. Y lo decisivo es la confianza que se nos ha depositado en nuestras manos y en nuestros corazones, porque de nuestros pequeños esfuerzos dependerá, en parte, las gentes que acudan al ágape de la vida.
Más aún: tienen asientos preferenciales aquellos que habitualmente languidecen de hambre y soledad, aquellos que nadie convida, aquellos que apenas sobreviven en todas las encrucijadas de la existencia.
Es símbolo perfecto del amor, sin reservarse nada para sí mismo, y salir al encuentro de los demás, como el Dios de Jesús y María de Nazareth, Padre y Madre de toda la creación.
Paz y Bien
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