Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
Para el día de hoy (09/11/17)
Evangelio según San Juan 2, 13-22
El Templo de Jerusalem era el centro de todo el universo judío. Tradicionalmente, refería a la tienda sagrada del desierto donde el Dios de sus padres habitaba, sitio sagrado.
En los tiempos del rey Salomón se construye el primer templo, que según cuenta tanto la Escritura como referencias históricas era de una magnificencia deslumbrante. Era un polo magnético ineludible para todo Israel, que confería identidad y sentido: allí estaba su Dios, allí se le rendía el culto verdadero, allí se custodiaba el arca de la Alianza.
Resulta difícil para todos nosotros, en nuestra mentalidad de siglo XXI, describir y comprender su decisiva relevancia; sin embargo, no es arriesgado inferir, como un primer esbozo, que Israel era el Pueblo de Dios no sólo porque Dios los había elegido desde la esclavitud de Egipto, sino también porque estaba allí, en el recinto sagrado.
Ese lugar tan caro a la fé y a los sentimientos del pueblo judío fué destruido por tropas invasoras cinco siglos antes del ministerio de Jesús de Nazareth. Luego fué reconstruido por el rey Zorobabel, re-consagrado por los Macabeos y finalmente, Herodes el Grande -casi en la época del nacimiento del Maestro- lo renovó y amplió con un esplendor descollante.
Las sucesivas guerras e invasiones provocaron que una importante número de hijos de Israel vivieran en la llamada Diáspora, es decir, en el extranjero. Pero para todos ellos, la mirada y el corazón siempre estaba orientado hacia ese Templo que era el centro de su universo, y al que acudían en piadosa peregrinación al menos una vez al año.
En el Templo, las prescripciones religiosas obligaban a los creyentes a realizar un holocausto, es decir, sacrificar en honor a su Dios alguno de los animales permitidos -por parte de los sacerdotes- y pagar los tributos o impuestos requeridos y obligatorios para el sostenimiento del culto y el sustento de la clase sacerdotal. Al llegarse a Jerusalem miles de peregrinos de infinidad de sitios, y al encontrarse la Tierra Santa ocupada por los romanos, estos tributos sólo podían pagarse con ciertas monedas permitidas, y por ello era necesaria la presencia de cambistas que realizaran las operaciones financieras para que los peregrinos obtuvieran las monedas autorizadas, y a su vez adquirieran los animales kosher para los sacrificios. Se presupone que las mesas de los cambistas y los corrales de los animales se ubicaban en las enormes explanadas del Patio de los Gentiles, y también un negociado descomunal por la contínua afluencia de fieles, y las prescripciones que obligaban a todos ellos a comprar animales y a cambiar monedas.
La actitud del maestro sorprende a propios y ajenos, y a menudo nos vuelve a emocionar, y lo añoramos así. Solemos abusar de una caricatura de un Cristo light, de bondades pacíficas, dulzuras y paz sin cambios, y este Maestro que se yergue fuerte y decidido, restaurador en justicia y derecho, consumido de celo por las cosas de su Padre es una imagen entrañable por la que solemos suplicar, para que vuelque todas las mesas de los cambistas actuales, para que expulse sin hesitar a tantos comerciantes inescrupulosos de nuestros atrios, comerciantes que a veces se revisten de pastores.
A pesar de razones y de corazones, ello implicaría quedarnos en la superficie, sin ahondar en la Buena Noticia que nos anuncia, aún con el fuerte impacto de las manadas de animales en estampida.
Lo que en verdad cuenta, la mesa cambista que hay que volcar es aquella que interfiere de cualquier modo con la Gracia de Dios. Su nombre mismo lo revela con meridiana claridad, es la asombrosa gratuidad de un Dios que se ofrece sin condiciones, que no se compra con dinero ni con ofrendas piadosas, sino acercándose a ese Cristo que es nuestra vida y nuestra Salvación, en un encuentro personal que es cordial y es sanguíneo, la existencia misma brindada hasta todos los extremos.
La Pascua de Jesús de Nazareth es ruptura con la muerte y con todo aquello que es muro que separa a la humanidad y a Dios.
Porque la Encarnación decide que Dios ya no habitará exclusivamente en los templos de piedra, por impresionantes y majestuosos que fueren.
La casa de Dios es el corazón fiel de cada mujer y cada hombre -templo vivo y latiente del Dios de la Vida- que se han despojado de todo lo vano y estéril para que sólo lo habite la eternidad de Aquél que se desvive por sus hijas e hijos.
Paz y Bien
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