Para el día de hoy (23/11/17)
Evangelio según Lucas 19, 41-44
A pesar de los discípulos que le acompañaban, a pesar de la multitud creciente que solía rodearle, la imagen es sobrecogedora: se trata de un hombre, sólo un hombre frente a la gran ciudad, grande por el Templo, grande por su historia y tradiciones, grande por el hondo significado simbólico para todo Israel.
Jesús de Nazareth es el mejor lector de los signos de los tiempos y es un conocedor profundo de lo que se teje en las honduras de los corazones. El Espíritu que lo impulsa y sostiene le brinda esa claridad única, esa mirada capaz de atravesar toda apariencia y los velos del tiempo. Sabe lo que sucederá algunas décadas después de su Pasión con la Ciudad Santa: las legiones romanas de Vespasiano y de Tito matarán a miles de hijos de Israel -combatientes zelotas o nó-. Otros tantos serán vendidos como esclavos, y no dejarán piedra sobre piedra de ese Templo que es el centro del mundo judío, y condenarán al pueblo a una diáspora que durará muchos siglos, demasiados, pueblo paria sin estado ni nación.
El Maestro es un hijo fiel de su pueblo, lo lleva en los huesos tal como María su Madre y su padre carpintero de Nazareth. Por ello, frente a esa Ciudad derruída en su ojos lejanos, llora sin esconder sus lágrimas.
La que en su nombre lleva su destino -Yerushalayim o Yerushalaim, Ciudad del Shalom, Ciudad de la Paz- será aplastada por la maquinaria infernal e inhumana de la guerra. Porque toda guerra, por más justicia que se enarbole, nos hace descender varios escalones en humanidad.
Y porque la paz no se declama. La paz se edifica día a día, con paciencia, con justicia, con tolerancia. La paz es don para todos aquellos hijos de Dios lo suficientemente inquietos para no acomodarse, para no se espectadores pasivos, para dejar de resignarse a que todo pase.
Y tal vez sea tiempo de darnos cuenta que hemos olvidado como llorar. Llorar en serio, llorar hasta las entrañas, llorar todo lo que haga falta, llorar como Cristo porque nay demasiadas ciudades nuestras que se tragan a sus hijos, que no aceptan bendiciones, que son demasiado hostiles a la vida. y sin ese llanto que nos purifique, las almas seguirán opacas a toda luz que nos recree, y nos vuelve reacios a la conversión.
Paz y Bien
Jesús de Nazareth es el mejor lector de los signos de los tiempos y es un conocedor profundo de lo que se teje en las honduras de los corazones. El Espíritu que lo impulsa y sostiene le brinda esa claridad única, esa mirada capaz de atravesar toda apariencia y los velos del tiempo. Sabe lo que sucederá algunas décadas después de su Pasión con la Ciudad Santa: las legiones romanas de Vespasiano y de Tito matarán a miles de hijos de Israel -combatientes zelotas o nó-. Otros tantos serán vendidos como esclavos, y no dejarán piedra sobre piedra de ese Templo que es el centro del mundo judío, y condenarán al pueblo a una diáspora que durará muchos siglos, demasiados, pueblo paria sin estado ni nación.
El Maestro es un hijo fiel de su pueblo, lo lleva en los huesos tal como María su Madre y su padre carpintero de Nazareth. Por ello, frente a esa Ciudad derruída en su ojos lejanos, llora sin esconder sus lágrimas.
La que en su nombre lleva su destino -Yerushalayim o Yerushalaim, Ciudad del Shalom, Ciudad de la Paz- será aplastada por la maquinaria infernal e inhumana de la guerra. Porque toda guerra, por más justicia que se enarbole, nos hace descender varios escalones en humanidad.
Y porque la paz no se declama. La paz se edifica día a día, con paciencia, con justicia, con tolerancia. La paz es don para todos aquellos hijos de Dios lo suficientemente inquietos para no acomodarse, para no se espectadores pasivos, para dejar de resignarse a que todo pase.
Y tal vez sea tiempo de darnos cuenta que hemos olvidado como llorar. Llorar en serio, llorar hasta las entrañas, llorar todo lo que haga falta, llorar como Cristo porque nay demasiadas ciudades nuestras que se tragan a sus hijos, que no aceptan bendiciones, que son demasiado hostiles a la vida. y sin ese llanto que nos purifique, las almas seguirán opacas a toda luz que nos recree, y nos vuelve reacios a la conversión.
Paz y Bien
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