Hijo de Dios, Hijo de todos



Santos Cosme y Damián, mártires

Para el día de hoy (26/09/15): 

Evangelio según San Lucas 9, 43b-45



Como notas graves y agudas de una sinfonía, se nos desenvuelve ante la mente y el corazón la lectura que nos ofrenda la liturgia para este día. El contraste es arrollador: por un lado, las gentes se admiraban del joven rabbí galileo, estaban maravilladas por todas las cosas que hacía. Sin embargo, los discípulos, aquellos que comparten con Él vida y caminos, callan.

El Maestro, por segunda vez, les anuncia su Pasión, otro color lúgubre en estas notas que se nos van tejiendo. Las gentes se admiran, los discípulos callan, los fariseos lo rechazan y su repudio es violento, al punto de aniquilar su vida en aras de su observancia religiosa.

Lo vemos con dolorosa frecuencia, y tal vez mortalmente nos acostumbramos a que se siga matando en nombre de Dios.  

El silencio de los discípulos es por demás elocuente. Ellos siguen atrapados en sus propios esquemas de un Mesías glorioso que se impone a puro poder victorioso sobre los enemigos de Israel. Este Cristo no encaja en sus moldes, ni lo que dice ni lo que hace, y en cierto modo multiplican el rechazo de otros hombres.
Ellos temen preguntarle. Probablemente esté allí el prurito de cierta vergüenza, o quizás el temor a algunas palabras duras de parte de Él. Aún no lo conocen.

A veces también, es mejor no preguntar si no se tiene el valor de aceptar la verdad que se obtenga por respuesta, por incómoda que esta fuera.  

El Cristo morirá en la cruz como un criminal abyecto y maldito, un varón de dolores en la soledad del abandono y la incomprensión, en el luto que impone la violenta intolerancia del poder. Es un Mesías escandaloso y decididamente controversial si no se contempla su sacrificio libérrimo desde esa fé que nos dice que allí no hay un cadalso ni verdugos ni muerte regidora, sino el acto supremo de un amor que se brinda como el mismo Dios, sin reservas ni condiciones, un Cristo que prefiere morir Él mismo para que nadie más muera violentamente, pero por sobre todo, para que la muerte no tenga la última palabra.

La confusión de esos hombres de seguro al escuchar de su Maestro la identidad que les revela: se define como Hijo del hombre, o mejor aún, Hijo de la humanidad. Allí late ese amor profundísimo, infinito y asombroso, un Dios que se encarna, que se hace tiempo, historia, vecino, amigo fiel, Hijo amado del Padre, pero también Hijo de cada uno de nosotros.

El Dios que se hace niño en la pequeña Belén de María de Nazareth, un Niño que busca refugio en nuestros brazos, es también el Hijo que se nos muere ante los ojos en la cruz voraz.

Hijo de Dios, Hijo de todos, para que cada crucificado sea también nuestro hijo, nuestro hermano, nuestro corazón.

Paz y Bien

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