Santos Carlos Lwanga y compañeros, mártires
Para el día de hoy (03/06/15):
Evangelio según San Marcos 12, 18-27
En el siglo I, dos grandes tendencias podían encontrarse dentro del judaísmo por entre una gran cantidad de escuelas y corrientes religiosas y filosóficas.
De un lado, estaban los saduceos -tsedduquim, descendientes del Sumo Sacerdote Sadoq- grupo que tenía una significativa influencia en la vida política y religiosa de Israel: ellos constituían la nobleza laica y sacerdotal, a tal punto que de su grupo surgían habitualmente los Sumos Sacerdotes del Templo -por ejemplo, Caifás y Anás-.
Por ende, su enorme poder político y económico se perpetúa mediante la práctica de un conservadurismo extremo que no desestabilice su status quo. Así también, además de ser perceptivos a las influencias de la cultura helenística, eran condescendientes y colaboracionistas con el ocupante imperial romano, pues era el César quien avalaba la corona vasalla de Herodes el Grande y sus sucesores.
Doctrinalmente, sólo aceptaban dogmáticamente al Pentateuco y a ningún otro libro sagrado, y menos aún el estudio y reflexión de las profusas tradiciones orales de su pueblo. De allí que negaran la resurrección, que en la teología judía comienza a entreverse y a aceptarse a partir del libro de Daniel. Asimismo, consideraban que la bonanza que gozaban en sus vidas se debía al premio de su Dios por una vida religiosa intachable.
La conclusión no es antojadiza, y presenta una continuidad con la doctrina que sostienen: lo que cuenta es el aquí y el ahora, las influencias que detentan y el bienestar que usufructúan como bendición. No hay un después, una vida postrera. Les basta con lo que se traen entre manos.
Del otro lado se encontraban los fariseos -pherushim, separados- casi contrapuestos a los saduceos, con quien mantenían virulentos enfrentamientos y un sostenido desprecio mutuo. Ellos, a su manera, eran estrictos intérpretes de la Torah pero, a la vez, tenían en un plano de igualdad con las Escrituras a las tradiciones recogidas a través de los siglos por rabinos, pensadores y teólogos de la Ley, cuyos comentarios se compilaban en la Mishna y el Talmud. Ellos sí creían en la resurrección entendida como una suerte de prolongación de la vida terrena merced a una existencia pródiga en la observancia puntillosa de la Ley y los preceptos.
La situación que nos plantea el Evangelio para el día de hoy viene por una pregunta capciosa por parte de los saduceos, señal de que ese grupo también percibía al rabbí de Nazareth como una amenaza peligrosa para su status. Lo que se razona está más allá de cualquier casuística, es una prescripción del libro del Levítico llevada a términos absurdos con el sólo ánimo de confundir, de trampear, de inducir a error.
Se trata del llamado levirato -o ley de Levirato-, que buscaba asegurar la continuidad del nombre familiar y cierta protección a las viudas: así, si un varón judío casado moría sin dejar descendencia, su mujer se uniría a uno de sus hermanos con el fin de procrear, y al hijo nacido se le impondría el nombre del difunto. De allí que lo planteado, si bien posible, es prácticamente ridículo. Se trata de esa persistente tendencia a acomodar la Palabra a las conveniencias de ocasión, razonando y validando justificaciones.
Pero unos y otros se equivocan. La vida no tendrá por última frontera la muerte, ni la resurrección es una mera prolongación de la existencia terrena. Tampoco es un premio destinado a unos pocos puros.
Lo que enseña el Maestro no es una alternativa a ciertas posturas, sino una mirada nueva, la mirada de la Buena Noticia que es la mirada misma de Dios, esa mirada de la que renegamos con tenacidad.
Enseñar implica coraje y valor para sostenerse en los principios, la fidelidad a lo que se sabe y conoce. Jesús de Nazareth, sin medir potenciales peligros, les dice a esos hombres que no saben nada de Dios ni tienen intenciones de conocerle, ni de descubrirlo en la Palabra y en las obras de amor que realiza Cristo.
El Dios de Jesús de Nazareth no es una entelequia, un concepto, un ídolo manipulable mediante una lineal y estratificada piedad, un verdugo alejado de las cosas cotidianas de la humanidad.
Este Dios es un Dios que nada se reserva para sí, que se brinda por entero, Dios vivo que vive entre los suyos y en los suyos, Dios de vivos que celebran un amor que nada ni nadie puede limitarlo.
Porque por ese amor, nunca moriremos.
Paz y Bien
1 comentarios:
La vida sin Dios está llena de cosas. La vida con Dios está llena de Dios. Gracias.
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