Para el día de hoy (11/12/14)
Evangelio según San Mateo 11, 11-15
La situación era, cuanto menos, extraña: las gentes se movilizaban en gran número lejos de sus domicilios, de las ciudades hacia el desierto y hacia la vera del río Jordán para escuchar la voz de Juan el Bautista. Él los despertaba de un oprobioso letargo, y les renacían antiguas esperanzas que la costumbre, las miserias y las injusticias que les ejercían habían opacado, sumido en confusos olvidos.
Allí en el desierto y por ese profeta hacían memoria y revivían el tiempo del éxodo, esas tribus conviviendo con ese Dios que los guiaba, que los liberaba de la esclavitud, que los acrisolaba como pueblo.
Hay una cierta tendencia banal en la capacidad anticipatoria de previsualizar el futuro, en parte adjudicándole un carácter mágico, en parte superstición. Pero desde una perspectiva trascendente, diremos que un profeta es un hombre de Dios, y por ello es un hombre capaz de leer la historia con una mirada distinta, fiel intérprete de un pasado que es historia, que inaugura el futuro posible y que endereza el presente pues lo vive en plenitud, pues su tiempo es don de Dios. Ello implica una confianza total en el Espíritu que lo anima, pues a menudo muchas cosas que mira y vé no llegan a pasar el tamiz estrecho de la razón.
Juan leía las huellas de su Dios en la historia de su pueblo, y advertía que el tiempo estaba maduro, grávido de promesas que estaban cumpliéndose sin ambages, pues su Dios siempre pagaba al contado los compromisos asumidos por fidelidad a su pueblo.
Y otro aspecto importante era la integridad de Juan, que también es parte de su cariz de hombre de Dios. Su integridad es asombrosa como lo es en cada época de la historia en que abundan las turbulencias y corrupciones. La integridad y la honestidad, aún cuando sea silenciosa y humilde, deja en evidencia flagrante a los corruptos, y es esperanza para los que quieren andar por senderos de honradez.
Por su fé y por esa entereza que enarbola porque la respira, Juan no pasa inadvertido, y es percibido como una amenaza por aquellos que detentan poderes.
Los poderosos reaccionan siempre con violencia frente a los que empujan la vida y la humanidad al frente, paso a paso de justicia.
A él se refiere, en la lectura que la liturgia hoy nos ofrece, Jesús de Nazareth. Sus palabras son más que un elogio: son un llamado a la escucha, y a la escucha atenta de un tiempo pleno de signos y símbolos, grávido del Espíritu de Dios, fecundo de eternidad en el aquí y el ahora.
Juan es el más grande, y aún así es el más pequeño en la sintonía del Reino que Cristo inaugura. Ello no vá en desmedro de su figura augusta de fidelidad: Juan es el río caudaloso que atraviesa todo el Antiguo Testamento y desemboca potente en la Buena Noticia, el mar sin orillas de la Gracia.
Porque no somos adeptos a una doctrina, sino que creemos y confiamos en Alguien que está siempre llegándose allí en donde nos encontremos, Dios con nosotros dándose por entero sin condiciones para la Salvación.
Paz y Bien
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