Evangelio según San Mateo 8, 5-11
Un centurión es oficial de cierta relevancia dentro de la estructura militar romana, como comandante de sección dentro de una legión. Por origen, es un pagano que rinde culto a múltiples dioses extraños.
Como legionario, es emblema de ese imperio que somete, oprime y humilla a la tierra y al pueblo de Israel, y con esas dos condiciones es un odiado indeseable al que hay que evitar, y con el que nadie en su sano juicio cruzaría ninguna palabra excepto que esté obligado por la fuerza.
Este centurión, aún sabiendo el rechazo que provoca en todos los judíos, se atreve a dirigirse al rabbí galileo para rogar su auxilio para con un sirviente suyo, postrado por una parálisis. Ese hombre confía en ese Jesús que pasa por Cafarnaúm, en donde solía hospedarse, y es esa confianza en conjunción con el amor infinito de Dios la que obra milagros.
Porque ese hombre, a pesar de ser un experto en sus armas y estar acostumbrado a ser obedecido, es humilde. La humildad es la justa medida de todas las cosas, y sabe en las honduras de su corazón el abismo que hay entre él mismo y ese Cristo al que se dirige. Él se sabe indigno de recibir al Maestro en su casa, pero confía en Él, y le basta su Palabra.
Por eso su corazón será el hogar de esa Palabra que es vida nueva, y su confianza es un ejemplo de fé tan grande que es reconocido con alegría por Jesús, y nosotros hoy, veinte siglos después, seguimos repitiendo sus palabras confiados en cada Eucaristía.
El Adviento es un regalo infinito que se nos ofrece para recuperarnos y restaurarnos desde la fé y revestidos de humildad, a pesar de que -lo sabemos- no somos dignos de la visita de Cristo a nuestras vidas, que se llega con la pequeñez asombrosa de un Bebé Santo, Palabra encarnada que acampa en nuestros días.
Paz y Bien
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