Para el día de hoy (13/09/14)
Evangelio según San Lucas 6, 43-49
Poco a poco el Maestro hubo de abandonar su costumbre de enseñar en las sinagogas: allí el ambiente era por demás opresivo, y quienes detentaban el poder religioso -en cierto modo- lo habían arrojado de allí, una manera no tan velada de excomunión. Así Él decidió dirigirse al encuentro del pueblo, allí en donde las personas vivían, trabajaban y acontecían sus existencias.
Por eso lo encontraremos a orillas del mar junto a los pescadores, entre la multitud en un valle o en la falda de la montaña, o en las afueras de ciudades o pueblos rodeado de labriegos y campesinos.
Él conocía bien a esas gentes, y ellos comprendían lo que Él enseñaba. Hablaba de sus cosas, de lo que vivían, de sus experiencias cotidianas.
Y en una tierra como la de Israel en el siglo I, varios factores confluían en los corazones de sus oyentes. Los esfuerzos y las ansias por hacer pródiga la tierra, el valor de los frutos, la silenciosa dignidad del sudor y el trabajo. Pero esa tierra estaba también sometida por la bota romana, la humillación de la opresión imperial, la exacción de impuestos espantosos destinados al César. Y esas gentes, con amor humilde y tenaz, amaban su patria hasta los huesos.
Por eso no es difícil imaginarse la tranquila emoción de esas mujeres y esos hombres que escuchaban con atención a Jesús de Nazareth. Ellos reconocían los frutos perversos de los violentos, de los que dicen pero no hacen, las frutas perniciosas de los despreciadores, los opresores, los saqueadores de sustentos y también de almas. Pero a su vez también sabían saborear con fruición los magníficos frutos de la fraternidad, de la familia, de la abnegación, del trabajo. Y no necesitaban demasiado palabrerío.
Nosotros, como ellos, también conocemos los frutos nefastos de los habituales dispensadores del desempleo, de la exclusión, los que atropellan infancia y vejez, los que rinden culto al dios dinero, los traficantes de todas las muertes. Pero también están los frutos santos de la amistad, de la mesa compartida, de la generosidad, del servicio, de la vida hecha ofrenda humilde como María de Nazareth.
Quiera el Espíritu que nuestra casa/existencia se edifique con cimientos profundos, en la Palabra de Dios. Porque vendrán muchas tormentas e inundaciones -a no dudarlo- pero nos mantendremos firmes.Y que la Gracia de Dios nos vuelva frutales, en compasión y misericordia.
Paz y Bien
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