San Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia
Para el día de hoy (30/09/14)
Evangelio según San Lucas 9, 51-56
La señal que el Evangelista San Lucas nos brinda en el día de hoy es inequívoca, y es la decisión incoercible de Jesús de Nazareth en dirigirse a Jerusalem.
Él se encamina, decidido y sin vacilaciones, a consumar su misión, su existencia, la razón de un destino que ha venido edificando en total armonía con la voluntad salvadora de Dios. Es su sagrado corazón libre el que decide, con todo y a pesar de todo, de todos, de los horrores, los desprecios, las humillaciones; es el primer paso de esa Pascua que inaugurará la ofrenda de Salvación para toda la humanidad, y ello implica -aunque nos cueste asumirlo- que la Ascensión, la glorificación de Cristo ha de pasar primero por el crisol cruel de la cruz, una cruz que siendo patíbulo se convertirá por el infinito amor de la vida ofrecida en árbol santo.
En Jerusalem todo le es hostil. Es la Ciudad Santa de la nación judía, pero allí mandan y deciden el pretor invasor romano, simbolizando los poderes políticos establecidos mediante la fuerza de las armas; el tetrarca Herodes, el poder brutal que no conoce límites éticos ni considera jamás el bien común; y de modo preponderante, escribas, fariseos y sumos sacerdotes que esgrimen el poder religioso de manera omnímoda, absoluta y sin corazón, imponiendo una imagen de un dios vengativo y cruel, religiosidad reservada para unos pocos, yugo insostenible para tantos, creencia sin salvación. Todos y cada uno de ellos se arrogan el derecho de dictaminar sobre el rabbí galileo, pobre y humilde, porque su ascendencia sobre el pueblo y la bondad que ofrece sin condiciones es harto peligrosa para sus posiciones. Porque la caridad es muy peligrosa y subversiva a los ojos de los poderosos, y esos hombres sólo conocen un modo de respuesta, la violencia, y la violencia mortal que suprime disidencias aparentes.
Ahora bien, la ruta hacia Jerusalem parece dictada por la misma geografía palestina. Galilea -núcleo primario del ministerio de Jesús- se encuentra al norte de la tierra de Israel; para llegar a la Ciudad Santa, centro de la vida judía y de Judea, es menester atravesar Samaria -Shomrom-, que se interpone entre esa Galilea de la periferia y esa Judea del centro y de la ortodoxia. La alternativa es una ruta muchísimo más larga y riesgosamente complicada al este del río Jordán. Pero hay una geografía teológica, una geografía espiritual. El paso de Jesús de Nazareth y sus discípulos por tierras samaritanas simboliza que la Salvación no se restringirá a unos pocos, sino que es bendición para todos los pueblos y naciones, aún donde menos se la espera o supone.
Desde ocho siglos atrás, cuando las invasiones asirias, judíos y samaritanos se miran mutuamente con desprecio y odio consecuente. Quizás, puede detectarse un rencor mayor en el pueblo judío, toda vez que imperaban las estrictas normas de pureza, de pertenencia, de cumplimiento religioso y de sangre: los judíos, asirios mediante, habían sido llevados a las penurias del exilio mientras que los samaritanos se habían quedado en sus tierras, habían formado familias mixtas con esos extranjeros y cultivaron su fé a la manera que podían...y que le permitían. Por ello, la inviolabilidad de Jerusalem y el templo como centro de la espiritualidad y la vida judías se reemplazaban, para los samaritanos, con el culto que sostenían en el monte Gerizim. sitio en donde supieron tener un templo de importancia crucial para ellos, que también tenían la Torah como Libro Sagrado.
No obstante todo ello, la repulsión era mutua. Por ello, causó tanto asombro y escándalo la parábola del samaritano que Jesús enseñaba a todas las gentes.
El envío de mensajeros por delante de Él a una aldea samaritana es el símbolo del discípulo misionero -a la manera del Bautista- que allana y prepara los caminos para la llegada del Salvador. Parecería una mera cuestión práctica, como la de ir preparando un alojamiento para pasar la noche, pero volvemos al ámbito cordial: se trata de recibir a Cristo, de que éste se encuentre a gusto, en ambiente hogareño, fraterno y amistoso allí en donde se lo reciba. Pero los enviados se equivocan. Algunos dirán, no sin razones, que fracasan sin ambages; pero la medida de la historia no está signada por éxitos y fracasos, sino más bien por la compasión y el servicio ejercidos.
Esos enviados anuncian que Cristo se dirige a Jerusalem, y omiten lo esencial, es decir, que voluntaria y libremente se encamina a poner su rostro y su persona frente a aquellos que lo detestan con tanto peligro. Esos mensajeros no han entendido cabalmente la misión del Maestro, ni aceptan un Mesías derrotado, que morirá con escarnios y humillaciones a manos de sus enemigos; en ellos prevalece la imagen del Mesías glorioso que aplasta a sus oponentes, que devasta las fuerzas contrarias, que gobernará como rey la tierra de Israel. Por eso su mensaje es defectuoso, y aquí no hay medias tintas: su mensaje no es veraz. No anuncian la verdad de Cristo, anuncian la verdad de ellos mismos.
Así terciarán odios antiguos y prejuicios persistentes, y por ello Jesús y los suyos serán rechazados en el poblado samaritano. Se trata de otro predicador judío más, más de lo mismo, nada nuevo, nada bueno.
Los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago -Jacobo-, eran dos hermanos de personalidades fuertes, encendidas, violentas. Parece ser que todo se lo tomaban con una apasionamiento tal que el mismo Jesús los apodaba Boanerges, literalmente hijos del trueno. Con ello no son hijos de Zebedeo, ni hijos de su pueblo y sus tradiciones, sino esclavos de sus pasiones atronadoras. Ellos, en nombre de los Doce, piden venganza contra esos samaritanos atrevidos que los ofenden, recordando la tradición del profeta Elías, y suplican una lluvia de fuego que los consuma.
En realidad, esos Boanerges -quizás sin darse cuenta- piden fuego punitivo para ocultar su propia torpeza: los samaritanos rechazan porque el mensaje recibido es equívoco y parcial.
Así como no han comprendido el real carácter del Mesías que con ellos camina -el Siervo sufriente de todos-, tampoco han aceptado la fuerza de la semilla del Reino que se les ha sido confiada. Todo tiene su tiempo de germinación y crecimiento, y hay una cuestión fundamental: los esfuerzos son importantes, pero esa semilla, ese mensaje, no les pertenece. Tiene vida y tiempos propios, y cuando no es recibida hay que seguir adelante, esperando con mansa confianza tiempos mejores para que haya buenas cosechas.
Ninguna venganza, por sabrosa que aparezca, por justa que se asome, tiene asidero en la Buena Noticia.
Quiera Dios que esos fuegos que a nosotros también nos suelen encender, se vuelvan fuegos humildes y pacíficos de entrega, de servicio, de compasión y misericordia, en imitación cabal de un Maestro que no reniega de la cruz, de un Dios que prefiere siempre la Salvación de todos, pues a todos sale al encuentro, y envía a los suyos en búsqueda primordial de los extraviados.
Paz y Bien
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