Para el día de hoy (12/07/16):
Evangelio según San Mateo 11, 20-24
Las invectivas contra las ciudades que hace el Maestro son durísimas; es el modo y la tonalidad propia de las admoniciones de los profetas de Israel exhortando a la conversión.
Él se dirige puntualmente hacia dos ciudades, Corozaín y Betsaida, cercanas a Cafarnaúm y costeras al lago. Son galileas como Él mismo, pero a su vez son sede de importantes escuelas rabínicas y centros de estudios religiosos.
A pesar de todo el empeño puesto en su ministerio, a pesar de todos los signos obrados allí, signos del Reino de Dios presente, no había allí conversión, no abandonaban la injusticia ni se esforzaban en vivir una vida justa de acuerdo a Dios.
Pero allí prevalecía la presunción de saberlo todo, la autosatisfacción conformista que no admite pecados ni novedades, y también un condescendiente desprecio: Jesús de Nazareth es también galileo, pero acaso se trata sólo de un artesano de poblado menor, sin pergaminos verificables, un judío demasiado marginal al que no hay que darle importancia. Sólo el hijo del carpintero.
Los ayes se incrementan cuando hace referencia a Cafarnaúm: hemos de recordar que Nazareth es la ciudad donde se ha criado, pero Cafarnaúm -patria chica de Pedro y Andrés- es el núcleo que se convierte en epicentro de su actividad misionera, y adonde regresa en busca de descanso y calor familiar, y en donde su corazón sagrado brindará una multiplicidad de signos del amor de Dios, milagros de sanación, de purificación, de liberación.
La comparación es ineludible, y así se menciona a Tiro, a Sidón y a Gomorra. Tiro y Sidón como ejemplos de las ciudades gentiles, Gomorra como epítome de la degradación y la corrupción, en donde sin tanta soberbia hubiera acontecido una conversión humilde y sincera.
Las lecturas lineales y literales engendran fundamentalismos vanos y violentos, y poco tienen que ver con la Buena Noticia.
No estamos aquí frente a una promesa de castigo exacto y demoledor, sino al preaviso de consecuencias horribles, producto de una ceguera elegida y tenaz, el no querer mirar y ver y reconocer en el bien prodigado la presencia de Dios. Eso es, precisamente, la auténtica des-gracia.
Nosotros a menudos también somos así de presuntuosos. Nos aferramos a las bibliotecas que hemos tragado, a la piedad calculada y rigurosa, pero la Buena Noticia parece que no nos incomoda ni nos desestabiliza. Permanecemos inalterables frente al paso bondadoso del Señor por nuestras vidas, e indiferentes a los signos de Salvación que el Espíritu suscita de continuo, especialmente su brillo en los ojos de los más pobres.
Quiera Dios que desertemos alegremente de todos los preconceptos y de esas soberbias que nos atan a lo viejo, a lo que perece y no crece.
Paz y Bien
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