Para el día de hoy (28/07/16):
Evangelio según San Mateo 13, 47-53
La parábola que hoy nos presenta la lectura del día hace referencia al mar y a la pesca; Jesús le está enseñando a una multitud compuesta, en gran parte, por hombres que tenían por oficio la pesca en el mar de Galilea. Esos hombres bebían con grata avidez sus palabras, pues a la vez de asomarse al misterio infinito de Dios, descubrían también -o intuían- que lo eterno, las cosas de Dios se encontraban en sus vidas cotidianas, a veces tan grises, a veces tan duras.
Por otra parte y en el plano simbólico, el mar representaba lo caótico y peligroso, y en ese aspecto el mar, así expresado, se asemeja en gran medida a un mundo que suele ser opuesto a Dios, al Reino, un mundo en el que estamos inmersos pero del que debemos ser libres.
Como don absoluto, como una bendición inmensa de la que aún no hemos comprendido su trascendencia, la red es el Reino que nos rescata del mar, de ese mar terrible en el que todo se pierde y disuelve y en el que estos pequeños peces que somos -todos nosotros, sin excepciones- para conducirnos a la plenitud de la existencia, a Dios mismo.
La Iglesia es también, a su modo, una red elaborada a pura misericordia y tejida pacientemente por esos amigos del Maestro, pescadores de oficio y pescadores de hombres por vocación, redes de misericordia y compasión para que el Reino acontezca aquí y ahora, un Reino por el que suplicamos al Dios del universo junto a Cristo llamándolo por su nombre, Abba.
Quizás el trasfondo principal, lo que bulle tras la superficie de las letras sea la inmensa paciencia de Dios, que en esa red recoge peces de toda clase, de múltiples características.
No es nuestro tiempo ni nuestra atribución discriminar entre buenos y malos para desechar a los peces sin utilidad, a los peces nocivos. Esa, precisamente, es cuestión escatológica, del tiempo final, propia de Dios.
Sin embargo, ello no implica plantarse en la cómoda postura del espectador cómodo sin compromiso que vé la vida pasar desde una platea distante. Los pies en el barro, el corazón en el cielo, oídos en el pueblo y en el Evangelio.
El Reino por el que suplicamos es Reino de justicia, de amor y de paz, y eso no admite medias tintas ni edulcorantes, sólo compromiso cordial, existencias frutales y voces claras que digan las cosas como son, renunciando a los sofismas y a cierto tipo de torpe corrección política para no ofender a los poderosos. Iglesia y profecía, Iglesia que tiene una vocación profética irrenunciable.
Y otra certeza nos colma; que ante Dios, ante el Dios de Jesús y María de Nazareth, el Dios de la Iglesia, de nuestros padres, de nuestros hijos y nuestros amigos, ante ese Dios el mal no prevalece.
Paz y Bien
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