Para el día de hoy (10/05/16):
Evangelio según San Juan 17, 1-11a
En este día la liturgia nos invita a contemplar un fragmento de la oración sacerdotal de Jesús. Ésta tiene un carácter que está mucho más allá de la razón, o sea, que ha de contemplarse desde el co-razón: es su entrañable plegaria, la súplica confiada de un hombre que está a punto de sufrir una muerte espantosa, revestida de la ignominia que tratan de imponer sus enemigos, pero que aún así se mantiene firme, fiel y libre pues sabe y conoce que su fidelidad y su amor prevalecen por sobre todo horror, por sobre la muerte.
Él sabe lo que le espera en breve, y sabe también lo que se anida en las almas de sus amigos. Ellos quedarán mareados en su confusión, y estarán demolidos de miedo, desesperanza y derrota, y Él no quiere abandonarlos a su suerte.
Esa preocupación comienza en los Once y se extiende a todos los discípulos de todos los tiempos -nosotros mismos también- para que nadie se pierda, para que en todos resplandezca la Gloria de Dios.
En la oración del Señor hay un distingo que no puede pasarse por alto, y es que el centro y fundamento de su plegaria es el Padre, es decir, que no se inscribe en un yo rotundo sino que se fundamenta en un tú, que aquí es su Padre. El otro es quien dá sentido y en quien nos espejamos, el tú es quien posibilita el nosotros y mediante el cual renegamos alegremente de todo egoísmo.
Y cuando ese Tú es el mismo Dios, todo adquiere una relevancia inusitada, en la ardua tarea y el desafío que plantea un mundo chato, sin trascendencia y con la vida en retroceso.
Mirando en su propia historia, el Maestro imagina futuro. En sus raíces está Dios, y a ese Dios regresa, un Dios que no se reviste de celestial inaccesibilidad, sino que abre las puertas de su inmensa casa-corazón a todos los hombres, un puente tendido para siempre a través de Cristo sacerdote. Por eso la gloria de Dios es la eternidad que se prodiga en toda la historia como rocío bienhechor por la amorosa paternidad suya, vida sin límites que florece en la cotidianeidad.
Esa, precisamente, ha sido la misión salvadora del Señor, y desde su partida y hasta su regreso será la misión de los discípulos: que el mundo conozca al único Dios verdadero y a su Hijo Jesucristo, que se descubra en gestos, palabras y presencia el amor misericordioso de Dios, conociendo y dando a conocer el paso salvador por cada historia personal, comunitaria y humana.
Paz y Bien
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