Para el día de hoy (05/03/16):
Evangelio según San Lucas 18, 9-14
Por cierta formación errónea, nos han quedado grabados ciertos estereotipos a menudo falaces, entre ellos los que se adjudican a los fariseos. Con cierto grado de torpeza, se nos ha inculcado que un fariseo es una suerte de avieso villano con ribetes hollywoodescos.
En realidad, los fariseos eran hombres profundamente religiosos a su modo, y la doctrina que sostenían, en gran parte, era digna de respeto y merecía ser escuchada tal como señalaba el Maestro, que recomendaba escucharlos, hacer y cumplir todo lo referente a la doctrina que enseñaban, pero con la advertencia de no guiarse por sus obras.
El Maestro así se refería a cierta hipocresía que ellos encarnaban, dividiendo a los creyentes entre justos e injustos, puros e impuros y sosteniendo una religiosidad retributiva, la piedad comercial, el trocar actos pretendidamente virtuosos por favores divinos. El gran problema es que muchos de esos fariseos que le criticaban, y que con el tiempo devinieron en feroces enemigos suyos, no consideraban a Dios y al prójimo como su horizonte y su buen puerto. Su sol, alrededor del cual orbitaban, era su propio ego, un yo que no admite tú ni nosotros.
Cuando hay piedad intercambiada, cuando una buena vida sólo es producto de lo bueno que he hecho en mi favor como sentido último, no hay espacios cordiales para ingresar en la dinámica de la Gracia.
Un publicano tampoco era un dechado de virtudes. Eran judíos contratados por el ocupante imperial romano para el cobro de los tributos debidos al César: su actividad se apoyaba en la fuerza brutal de las legiones estacionadas en la zona, pues la evasión impositiva se consideraba sedición y por ello causal directa de la pena capital. A su vez, podían cobrar de más en provecho propio y esto ocasionaba prácticas extorsivas y corruptas sobre los más pobres; así entonces, un publicano es un impuro absoluto por los severos criterios religiosos imperantes dado que a diario estaba en contacto con monedas imperiales y con extranjeros, es un corrupto explotador de su propio pueblo y, para sus paisanos, es un miserable traidor.
El Maestro nos propone una imagen clara, un fariseo y un publicano orando en el Templo.
El fariseo exhibe una plegaria arrogante que no es tal, pues monologa acerca de sí mismo. Sigue estando presente su Dios pero como personaje secundario, no como su centro. Más aún, el hombre cumple sobradamente con las prescripciones, ayuna de más, paga mucho más del diezmo establecido, y se considera absolutamente distinto a las demás personas pues no es corrupto, no es adúltero y respeta el derecho. Él se considera integrante de una élite apartada de los demás -tal es el sentido primordial del término fariseo-, y su talante implica una orgullosa alabanza de sí mismo que se planta frente a su Dios en tren de exigir lo que por mérito le corresponde. El Templo como ventanilla de cobro de los favores divinos.
El publicano ha comprendido los desvíos y perversiones de su vida, que tanto daño ha hecho a los demás, y ni siquiera puede levantar la mirada ante el abismo que descubre entre sus miserias y su Dios. No tiene otra posibilidad que suplicar la piedad de su Dios, que es el único origen del perdón, de la salvación, de la restitución de una humanidad redimida. El perdón de Dios restaura y levanta, sana y salva.
El fariseo era erudito en temas religiosos, pero el verdaderamente sabio en las cosas de Dios es el publicano, pues éste intuye en las honduras de su alma que la Gracia es todo aquello que Dios puede hacer en su vida minimizada, y no tanto vanas puntuaciones de las que hacer gala.
Por ello él volverá justificado, pues justificarse es ajustar el corazón al sagrado corazón de Dios, entrañas de misericordia.
Toda comparación es injusta y odiosa. La justicia es fruto primero del amor de Dios.
Paz y Bien
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