Para el día de hoy (14/03/16):
Evangelio según San Juan 8, 12-20
El ambiente y la situación a menudo son importantes para sumergirnos en las profundidades de la enseñanza que nos brinda la lectura del día.
El ambiente es complejo, cada vez más oscuro, con arrebatos violentos y las prisas por acallar la voz del joven rabbi galileo por parte de las autoridades judías. Por otra parte, nos encontramos -tal como las lecturas de los días precedentes lo señalan- en la celebración de Sukkot o Fiesta de las Tiendas/Tabernáculos, solemne memorial del peregrinar del pueblo de Israel por el desierto hacia la tierra prometida, con un Dios que se hacía presente en la columna de nube durante el día y en un pilar de fuego por las noches.
Así entonces, al finalizar la primer jornada de Sukkot, se colocaban enormes candelabros sobre los muros del Atrio de las mujeres del Templo; había allí gigantescos hachones cuyo combustible era aceite, y cuyas mechas se elaboraban de las vestiduras usadas durante el año precedente por los sacerdotes del Templo. Esas grandes lámparas se encendían a medianoche, y era tal su luminosidad que los rabinos consideraban que su luminosidad alumbraba cada rincón de la Ciudad Santa, e inclusive podía verse desde varios kilómetros de distancia.
Precisamente allí, bajo esas lámparas y en ese momento solemne, es que el Maestro se declara como luz del mundo.
La contraposición en ese entorno cerrado y sacro a la vez provoca temor y temblor, un hombre solo frente a todos los odios.
No se trata de una provocación vana, ni tampoco es una cuestión dialéctica menor. Implica todo un éxodo definitivo, una conversión sin medias tintas, metanoia personal.
La luz verdadera que ilumina todo destino no se hallará en las construcciones -por sacras que estas fueran- ni en los monumentos imponentes, en la pompa arrolladora del un culto ornado de boato, sino en la persona de Jesús de Nazareth, Cristo de nuestra Salvación.
Esta afirmación tiene también otra connotación terrible para los criterios religiosos unicistas o elitistas: al manifestarse como Luz del Mundo, Cristo disipa las tinieblas de toda la humanidad, de todo el cosmos, de todo el universo. No es patrimonio exclusivo de los creyentes, de una Iglesia, de ciertos pueblos, sino incalculable don y herencia de toda la humanidad, respuesta veraz a los anhelos humanos más profundos.
La luz no admite quietudes temerosas o cómodas. La luz implica éxodo, movimiento, ir hacia Dios aquí y ahora, pues el amor motoriza, nos hace salir de nosotros mismos al encuentro del otro y del Totalmente Otro que nos ha buscado primero.
Cristo es luz y porta la luz divina del Padre, el amor absoluto e incondicional que Dios nos tiene, una luz que no depende tanto de nuestros esfuerzos o méritos, sino de dejarnos iluminar y plenificar por Cristo, luz verdadera de los corazones, luz del mundo.
Paz y Bien
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