20º Domingo durante el año
Para el día de hoy (16/08/15):
Evangelio según San Juan 6, 51-59
Ellos murmuraban y discutían entre sí acerca de las cosas que decía y enseñaba Jesús de Nazareth.
El murmurar no es un hablar en bajo volumen para no molestar o interferir: el murmurar, como aquí sucede, implica dar la espalda y esconderse para denostar e injuriar a otro, sin darle la posibilidad de defenderse, la infamia de no decir lo que se piensa -por duro que sea- de frente, mirando a los ojos.
Es importante destacar una cuestión perentoria: cuando los Evangelistas hablan de los judíos se refieren puntualmente a los dirigentes y notables religiosos de la época del ministerio del Maestro, es decir, a la ortodoxia oficial representada principalmente por escribas y fariseos. Cualquier otra suposición, que carecerá de sustento teológico, nos desliza irremisiblemente al pantanoso terreno de un antisemitismo grotesco y peligrosamente ridículo, que además, expresa todo lo opuesto a la Buena Noticia.
Esos hombres que murmuraban estaban presos de sus propios esquemas, encerrados en una tautología infernal de la literalidad y la superficialidad, y su mundo era la exactitud del dogma, sus corazones pétreos en donde Dios no hallaba lugar. Ese Dios, para ellos, era el Todopoderoso distante e inaccesible, entendiéndose el poder como la fuerza descomunal que se impone.
Tampoco puede descartarse cierto desprecio latente: el nazareno era un rabbí sin hogar, pobre y caminante, sin pergaminos que exhibir y con una voz tan fresca y nueva que, además, no pedía autorización.
En esos andariveles estrechos de la literalidad, se ofenden y se escandalizan. Según la Ley, el pan debe comerse con sumo cuidado, con una puntillosidad estricta, y los rigores dietéticos prohíben taxativamente ingerir alimentos en los que la sangre esté presente. Ello es anatema y los asquea.
Porque tampoco son capaces de concebir a un Dios que se acerque así al hombre, que se brinde sin reservas, que se entregue por entero, que haga comunión con la existencia humana fecundándola de eternidad sin méritos previos, a pura generosidad.
El cuerpo es comida, la existencia misma de Cristo que es el pan que sacia el hambre raigal de todo hombre y de toda mujer, la vida sin final.
La sangre es la savia, vital, decisiva, que ratificará esa comunión amorosa de Dios en la ofrenda extrema de la cruz, vida entregada por Cristo como un marginal, como un criminal abyecto en el horror del cadalso para que no haya más crucificados. Grito manso que vuelve a decirnos ahora mismo que no todo tiene precio, que hay cosas que no se compran, y que lo verdaderamente valioso no es lo que se acumula o acopia sino lo que se ofrece generosamente y sin condiciones, la propia vida por pequeña y mínima que parezca, vida que se expande y multiplica como ese pan y esos peces en una tarde de hambre y enseñanza compartidas.
Cristo se nos dá para que nosotros nos hagamos pan para el hermano.
Y quiera el Espíritu que la Eucaristía no sea sólo un rito, sino una mesa fraterna de gratitud y alegría, de Cristo vivo y presente en medio de su pueblo, de escándalo creciente porque se ama, y se ama en serio, con ganas, sin reservas.
Paz y Bien
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