Para el día de hoy (12/05/15):
Evangelio según San Juan 16, 5-11
La tristeza que anegaba los corazones de los discípulos en la Última Cena tiene una terca persistencia oscura. Llega hasta nuestros días, y a veces se expresa en cierto formal y riguroso regodeo con el sufrimiento, la reivindicación del dolor, el quedarse en las lágrimas por el llanto mismo sin purificarse el alma.
Pero el Dios revelado por Jesucristo es ante todo un Padre que ama y cuida. Y ningún padre -más aún, ningún papá- busca ni quiere para su hijo el dolor y los padecimientos, menos todavía el infame horror de la Pasión, en donde el Hijo amado, servidor manso y fiel, es ejecutado como un criminal abyecto.
Por eso el sentido primordial de la Pasión sólo puede explicitarse desde el amor, esencia misma de Dios. La ofrenda de la vida a favor de los demás es el amor como ágape, es decir, amor que se expresa en la vida por y para los otros, sin reservarse nada para sí.
En ese ámbito que nos funda y vivifica, es posible comprender la conveniencia de que Jesús se vaya. Esa conveniencia está en las antípodas de cualquier parámetro razonable, pues ingresamos en la ilógica eterna de la Gracia de Dios.
Conveniencia que es convergencia, pues el Espíritu que vendrá a inhabitar los corazones de sus discípulos y seguidores, sus amigos, es la ratificación de su amor infinito, de su existencia ofrecida: su presencia plena y definitiva, el don de la vida de Dios en cada corazón.
Ese Espíritu será para los discípulos abogado en la acepción latina del término, advocatus, es decir, el que es llamado para ayudar, o mejor aún, el que habla por.
Hablará cuando los discípulos enmudezcan de miedo y soledad. Hablará para que nadie quede sumido en cualquier silencio impuesto a la fuerza. Hablará para que el rescoldo fulgente del Resucitado nunca se apague en las honduras de las gentes.
Pero también hablará con contundencia, sin ambages. Hablará de justicia, y apelará lo pretendidamente definitivo, desenmascarando todas las falacias y argumentos mendaces por el que el Maestro es condenado a muerte, en el tribunal supremo que es el Corazón de Dios.
Porque de Dios es la vida, la verdad, la justicia.
Don mayor de la propia vida, de la eternidad ofrecida sin condiciones, el Espíritu del Resucitado, Espíritu de Dios, nos conducirá a la libertad gloriosa de las hijas y los hijos de Dios, mansa victoria en donde no hay derrotados ni víctimas porque la sólo se acepta la ofrenda de la existencia para la vida del hermano.
Paz y Bien
1 comentarios:
El don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón es la confianza profunda en el amor y en la misericordia de Dios. Gracias.
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