Lo que Cristo escribe en el suelo




Para el día de hoy (23/03/15) 

Evangelio según San Juan 8, 1-11



Esos hombres no tenían ninguna intención de acercarse a la verdad. Sólo les interesa silenciar al joven rabbí galileo, y para ello son capaces de valerse de todo lo que esté a su alcance, justificando así todos los medios posibles para acceder a ese fin tan oscuro.

Es menester situarse en el tiempo del ministerio de Jesús de Nazareth: Israel, dividido en tetrarquías gobernadas por los hijos de Herodes el Grande, a quien la mayoría de los judíos consideraban un usurpador por su formación helenística y su origen idumeo. Y no sólo ello: el poder de los tetrarcas -brutal, licencioso- se fundamentaba en el vasallaje que rendían a la potencia romana imperial que ocupaba Tierra Santa y Siria; ello acarreaba una pérdida de soberanía tal, que las decisiones del más alto tribunal judío -el Sanedrín- eran pasibles de ser revisadas, conformadas o revocadas por los tribunos y pretores romanos.

En ese ambiente, es que llevan a la presencia de Jesús a una mujer sorprendida en adulterio flagrante. La Ley mosaica prescribe la pena de muerte para la pareja infractora, su ejecución por lapidación, y que a su vez los ejecutores sean los testigos del hecho, y que éstos también estén con sus almas exentas de esa mancha.
Desde el vamos, y volviendo a la expresión inicial de estas líneas, hay una manipulación evidente de los hechos con un fin que nada tiene de veraz. Con cierta misoginia nada encubierta, llevan solamente como inculpada a la mujer, no así al varón copartícipe del pecado. Y la trampa está en el silogismo formulado, que deviene en falacia -sea cual fuere la respuesta, se infiere lapidación-, pero también son tramposas las conclusiones posibles: si el Maestro accede a la pena capital, Él mismo se pone en riesgo al desobedecer tácitamente a la autoridad y al poder romano. Pero de igual modo, si se niega quedará como un rabbí laxo, incumplidor de la Ley y poco digno de respeto ante el pueblo.

Lo peor de todo es el clima, que tal vez no se explicita pero flota denso en el aire, y es que la vida de una mujer está en riesgo, y nadie parece reparar en ello. Y que esos hombres, aún más allá de sus aviesas intenciones, precognizan a un Dios vengativo, severo, rapidísimo en castigar. 
Los castigos en nombre de la fé, la muerte a causa de Dios, tumores endémicos en las almas que siguen persistiendo dolorosamente.

Mientras la exigencia por esos hombres persistía, el Maestro escribe en el suelo con su dedo.
Mucho se ha escrito sobre ello, y mucho más se pergeñará, y está muy bien si su raíz es la piedad. Pero quizás lo importante sea regresar, por un momento, al lugar y tiempo en donde nos encontramos: Palestina del siglo I, calles polvorientas -tierra y arena-: todo lo que Cristo escribe en el suelo, el viento más ligero lo borra, lo levanta por los aires con suma facilidad.
Allí, quizás, se encuentre el símbolo primordial de la misericordia de Dios: hasta las miserias más gravosas ceden frente al amor inmenso y asombroso de Dios.

Es de imaginar la furia de esos hombres iracundos, veloces detectores de los pecados ajenos, que nó de los propios. Su enojo se potencia frente a la impasibilidad de ese Maestro que mansamente sigue escribiendo en el suelo. Frente a la paz de Cristo no hay enojos que persistan.
Pero no podemos soslayar a la otra protagonista del Evangelio, que es precisamente la mujer acusada, asustada hasta los huesos, asombrada por seguir respirando, reconocida como persona -y no como un objeto o una criminal- por ese rabbí que le habla sin ambages pero con afecto y respeto.
No se niegan sus miserias, por el contrario, se inaugura una nueva vida a una existencia mellada por el pecado.

Porque siempre será más fuerte la misericordia de Dios, que restaura y levanta, antes que la virulencia de las piedras del rencor, que nadie tiene derecho a enarbolar.
Todos somos esclavos declarados de esa misericordia que nos libera.

Paz y Bien

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