Evangelio según San Lucas 7, 36-50
(Las mesas de Jesús de Nazareth, vistas de una manera simple y superficial, pueden resultarnos harto confusas. Pues se sentaba con gusto a comer con publicanos -denostados por la gran mayoría del pueblo-, con sus amigos, en una gran mesa en donde el pan y los peces se multiplican a favor de esa multitud hambrienta, y también gustaba de compartir la mesa con aquellos que habitualmente lo censuraban y lo despreciaban, los mismos que se convertirían en sus enemigos mortales.
Así sucede en la mesa que nos plantea el Evangelio para el día de hoy. El Maestro es invitado a cenar a a casa de un fariseo importante, un tal Simeón, el cual lo convida en parte por esa tenacidad censora, en parte por darse renombre al invitar a ese afamado taumaturgo y también quizás, por una curiosidad natural para saber de primera mano qué dice y que enseña el rabbí galileo.
Sin embargo, y a pesar de que Jesús es tratado con cortesía y cierto respeto aparente, es una mesa muy angosta y bastante ajena a las cosas del Reino de su Padre.
En plena cena, una mujer de la ciudad famosa por sus pecados públicos, conociendo la presencia del Señor en esa cena, irrumpe en el recinto, se arroja a sus pies cansados y plena de llanto, los lava, los seca con sus cabellos y los unge con perfume.
Es mucho más que un gesto de ternura y delicadeza.
En la Palestina del siglo I, el lavado de pies y su unción con perfume era una tarea exclusiva de los esclavos, además de ser un gesto constante e impostergable de hospitalidad. Por otra parte, aquellos a los que se conocían sus pecados -especialmente los de índole moral y pública- eran considerados impuros y, por lo tanto, indignos de participar en la vida comunitaria; más aún, quien estuviera en contacto con un impuro, a su vez, adquiriría ese estado de impureza y, por ello, de ostracismo.
Así entonces esa mujer tenía todo en su contra. Ser mujer, es decir, un ser inferior sujeto a los caprichos del varón; ser pecadora y para colmo, pecadora pública: ostracismo social y religioso y la censura moral, el ser señalada por las calles. Alguien quizás pueda inferir aquí que, de algún modo, ella debía afrontar esas consecuencias porque se lo había buscado. Pero eso poco tiene de compasión, y nada de las cosas del Reino.
Por ello mismo el Maestro no se niega a lo hace esa mujer, porque nadie como Él para leer lo que se inscribe y florece en las honduras de los corazones, y por ello mismo surgirá la sorda crítica de Simeón, que repudia no sólo a la mujer, sino a la mansa aceptación de Jesús.
En realidad, no hay una seria discusión de ortodoxia o heterodoxia. Lo que está en el centro es el perdón y la gratitud.
Porque para Simeón, el perdón se obtiene mediante actos piadosos prefijados, en una espiritualidad de trueque, corazones comercialistas que pretenden, a través del cumplimiento de los preceptos, la obtención del favor divino.
Pero es el tiempo de la Gracia, el año interminable de la Misericordia.
El Dios de Jesús de Nazareth es un Padre que brinda su amor sin límites ni condiciones porque ama sin medidas a todas sus hijas e hijos, un Padre que nos quiere, una Madre que nos cuida.
Perdón y liberación son flores perpetuas y maravillosamente desproporcionadas con nuestras mezquindades. Porque el amor que Dios nos tiene es incondicional, y esa mujer, sepultada por sus miserias propias y por la condena social y religiosa, ha descubierto esa bondad infinita, y desde esa confianza, desde esa vida renovada -resucitada- agradece en lágrimas de alegría en la persona del Maestro.
Tal vez la mesa de Cristo -mesa grande, inmensa, con sitio para todos- que solemos llamar Iglesia, sea una reunión de mujeres y hombres agradecidos, cuya gratitud es producto y fruto de saberse y reconocerse amados y perdonados)
Paz y Bien
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