Para el día de hoy (19/12/16):
Evangelio según San Lucas 1, 5-25
En los Evangelios suele haber ciertos signos, no tan evidentes, a los que es menester prestarle atención para contemplar toda la riqueza de la Palabra: así, cuando los Evangelistas abundan en detalles precisos, están marcando la relevancia de lo que comunican y una carga simbólica que se revelará decisiva.
El marco de referencia parece ser el gobierno de Herodes: recordemos que era un rey de origen griego -repudiado por muchos de sus súbditos- y cuya corona dependía por entero del respaldo de la potencia imperial romana que ocupaba Palestina y la sometía a un vasallaje sin límites. En ese entorno opresivo, las esperanzas de redención del pueblo se magnifican pero también se confunden en ilusiones y construcciones parciales.
Zacarías pertenece a la clase sacerdotal de Abías, e Isabel es descendiente de Aarón, por lo cual el niño que nacerá, Juan, tendrá todos los derechos y el carácter de sacerdote de Dios según Moisés. Será puente / pontífice entre Dios y los hombres, y señal de auxilio de Dios para su pueblo.
En el Templo de Jerusalem, en donde Zacarías prestaba servicio, había dos altares, el del incienso y el de los holocaustos. Ante el Santuario y en ese altar, Zacarías quema incienso, señal de que nos encontramos frente a lo sagrado, en presencia de Dios, de un Dios al que se le rinde culto en espíritu y en verdad. Misericordia quiero, que no sacrificios.
Zacarías e Isabel son justos y viven según la Ley: según los criterios bíblicos, justo es aquel que ajusta su voluntad a la de Dios. Ambos son de avanzada edad pero no han podido tener hijos, porque Isabel era estéril, símbolo del resto del antiguo pueblo que permanece fiel pero que ya no puede dar frutos, porque nadie dá frutos por sí mismo.
En aquellos tiempos en que la enfermedad solía asociarse al pecado como consecuencia de éste, la esterilidad era, en el mejor de los casos, deshonrosa, ignominiosa. Isabel y Zacarías eran justos, pero esa esterilidad los humilla frente a los demás, y expresa que la estirpe de Zacarías desaparecerá tras su muerte cercana, y que Israel se achicará porque no habrá renuevos jóvenes.
El pueblo aguarda en oración mientras el sacerdote ofrece el incienso. Pueblo que reza, pueblo que no abdica nunca de sus esperanzas. En el ámbito sagrado del Templo, un Mensajero le lleva a Zacarías una noticia asombrosa: a pesar de ser casi un abuelo, a pesar de que todo diga que nó, finalmente serán junto con Isabel padres de un hijo maravilloso. Ese hijo será grande, restaurará las familias y preparará los caminos a Aquél que todos esperan. Ese hijo será pleno en el Espíritu de Dios. Ese hijo se llamará Juan, que significa Dios es misericordia.
Acaso porque está atado a los dictámenes de la razón, tal vez porque sus horizontes sean tan estrechos como el tiempo que le quede por vivir, por esas causas la fé de Zacarías vacila. Y con la vacilación, llega el enmudecimiento.
Como en una sinfonía con hermosos contrapuntos, la abuela Isabel se contrasta frente a la jovencísima María de Nazareth. Ella sale presurosa, mientras que su parienta se oculta varios meses, tal vez con ciertos pruritos moralistas -una abuela embarazada!-. El sacerdote calla, y la muchacha del campo canta jubilosa la grandeza de su Dios.
Siempre Dios, el Dios de Jesús y María de Nazareth, tiene buenas noticias para nosotros que nos llegan a través de sus mensajeros y de los profetas. A veces, doblegados por las durezas cotidianas, esas noticias no nos parecen tan buenas ni tan nuevas.
Como Zacarías, a veces es necesario guardar silencio, aguardando que las cosas maduren, que haya espacios en los corazones para la misericordia que nos llega. A veces es menester callar hasta que nos volvamos capaces de alabar y agradecer con palabras claras y desde la Palabra que está entre nosotros.
Paz y Bien
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