Para el día de hoy (28/11/16):
Evangelio según San Mateo 8, 5-11
En tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, actuaban en Palestina dos tipos de tropas: por un lado, los soldados romanos, legiones estacionadas habitualmente en Cesarea que obedecían a sus mandos naturales y cuya cabeza política era el pretor -por ejemplo, Pilatos-. Por otro lado, los mercenarios contratados por el tetrarca de turno -Herodes en nuestro caso- que actuaban como fuerza policial y represiva, y soporte militar para el cobro de tributos.
En ambos casos, se trataba de estructuras jerárquico-militares conformadas en su totalidad por extranjeros y, por lo tanto, paganos. Ello es decisivo a la hora de considerar los rígidos criterios de pureza e impureza, de inclusión y exclusión religiosas imperantes. Todo judío observante escapa al contacto social con cualquiera de esas personas, y además está la cuestión nacionalista: unos y otros son represores, fuerzas de ocupación que humillan a la nación judía, aún cuando el padre de Herodes haya edificado el Segundo Templo.
Por todo eso, un militar está condenado de antemano como réprobo por su origen gentil y pagano, y además porta la carga de resentimiento que se tiene con su persona. Pero sus dioses paganos no dan respuesta a sus prisas -el criado que agoniza en su enfermedad- y le está vedada la fé de Israel.
Aún así, por oficio y praxis es un hombre decidido y práctico, un hombre con pocas dudas, un hombre acostumbrado a ordenar y a obedecer, y en esos menesteres a menudo se juega la vida de los otros.
Seguramente, al Maestro lo precedía su fama de taumaturgo milagroso, pero también su talante tan asombroso como extraño de no rechazar a nadie, de aceptar a todos por igual, sin distinción.
El centurión, con sus urgencias y sus miserias al hombro, dá el primer paso de la fé que es confiar, confiar en ese Cristo que pasa. Más aún, hay en ese soldado una confianza mayor que la de los mismos discípulos. Hasta le reconoce como Kyrios, Señor.
El auxilio de Cristo nunca se demora para los que creen y confían. El Maestro tampoco retacea bendiciones discriminando entre propios y ajenos, y es algo que tantos siglos después no terminamos de entender, la extraordinaria amplitud infinita del amor de Dios, un amor que no se calcula, un amor tan generoso como desbordante de expectativas. Así entonces el Maestro se dispone, sin más, a ir a la casa -o al cuartel?- del centurión a sanar a su criado doliente.
Sin embargo, ese soldado no tiene un ápice de tonto y es humilde. Él porta una condición habitual por la que se reconoce indigno de la presencia bondadosa de Cristo, pero además sabe que sometería al rabbí galileo a un escándalo mayor. No, así no, nada de eso.
Ese hombre, acostumbrado a mandar, a dar órdenes, conoce como nadie el valor de las palabras. Por eso mismo le basta conque el Señor pronuncie una palabra que alivie sus penas y su mal.
Ese hombre reconoce el valor de la palabra y más todavía, el valor de la Palabra de Cristo.
Posiblemente nosotros no tanto, pero nuestros padres y nuestros abuelos reconocían y valoraban el valor de la palabra, de la palabra prometida y empeñada, el impostergable compromiso de la palabra dada a los demás. Al fin y al cabo, y a pesar de tantos sofistas empedernidos y tanta propaganda vacua y tóxica, somos en gran medida nuestras palabras, las palabras que pronunciamos, las que callamos, las que omitimos.
El Dios del universo de hace palabra, palabra de Vida y palabra viva, para que la humanidad recupere el habla y la capacidad de comunicarse entre sí y con Dios. Dios es palabra que se hace historia, Verbo que se encarna en un Niño en el que palpitan todos los sueños y todas las esperanzas de todos los pueblos.
Paz y Bien
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