Para el día de hoy (20/06/14)
Evangelio según San Mateo 6, 19-23
En otros tiempos y no demasiado lejanos, la reafirmación abierta y explícita de los derechos de los pobres suponía un automático encasillamiento ideológico, especialmente hacia el flanco izquierdo, aún cuando ese clamor de justicia naciera de la enseñanza de Cristo en los Evangelios. Más aún, en varios países de estas doloridas tierras latinoamericanas que tanto amamos, ese compromiso podía lisa y llanamente costar el exilio, el ostracismo o la vida misma; con dolorosa tristeza, hemos de convenir que también esos golpes fueron asestados con la anuencia de cierta jerarquía eclesiástica que poseía la misma mirada esquiva y la misma infidelidad evangélica.
Si bien los tiempos han cambiado, los miedos y las críticas permanecen. Hoy, con burda torpeza, cuando se reclama y se trabaja por la justicia para los agobiados por la pobreza y la miseria, y se denuncia con voz profética las crueldades cometidas en nombre del falso dios mercado, se otorga sin hesitar el sambenito de pobrismo.
Nada más alejado de la verdad, y nada más contrario a la Buena Noticia como el culto al dinero y la devoción al materialismo, cualesquiera sea su color ideológico.
Siempre que las sociedades se aferran a esos ídolos, surge imparable un torrente de esclavos y de graves lesionados por la exclusión, que no tienen otro horizonte que el de la supervivencia cotidiana, almas condenadas aquí y ahora a penas inhumanas porque en los corazones de algunos no hay espacio para nada más que cosas.
Acontecen sacrificios humanos, y no es una alusión menor ni una figura literaria, pues en el altar del egoísmo sacrificamos al prójimo.
Pero lo cierto es que todos, invariablemente, a la hora de nuestra partida sólo nos llevaremos aquello que hemos sido capaces de dar. Comenzando por nosotros mismos.
Si jugamos con los sentidos -tan limitados y limitantes- y conferimos a la vida eterna el nombre de un cielo ubicado en un determinado estrato superior, todo lo que no tiene valor y que causa tanto mal es lo que nos aferra al aquí abajo, lo que nos retiene y detiene.
Los corazones ligeros, capaces de volar y pervivir para siempre, por la infinita y asombrosa misericordia de Dios, son aquellos que han sabido acumular lo único que jamás perece y que se acrecienta en la medida en que se brinda, y es el amor, Dios mismo entre nosotros y en nosotros.
Paz y Bien
2 comentarios:
Cuanto más de Cristo tenemos en nuestros corazones, menos espacio tenemos para nosotros mismos.
Así es. Hay que dejar fuera todo lo necio, lo que ocupa espacio vital de balde, lo que perece y permitirnos que ese Cristo hermano y Señor nos habite.
Gracias por sus hondas palabras
Paz y Bien
Ricardo
Publicar un comentario