Para el día de hoy (30/09/17)
Evangelio según San Lucas 9, 43b-45
Las multitudes se admiraban del rabbí galileo; desbordaban de entusiasmo, les resultaba increíble y a la vez esperanzador, una señal clarísima de Dios.
Ese entusiasmo era difícil de soslayar, potro joven que en mayor o menor medida todos querrían galopear. El entusiasmo, en su positividad, es leve, ligero, no cuesta nada, y Jesús de Nazareth colmaba muchas de su expectativas truncas, de sus frustraciones, de las humillaciones que sufrían a diario. No está nada mal, claro que nó, esas gentes intuían con certeza que en el Maestro se revelaba el asombroso amor de Dios.
Pero hay más, siempre hay más. Y el Maestro quiere los suyos, sus discípulos, emprendan el éxodo de la tierra esclava de los preconceptos, para que puedan asumir con Él su Pascua.
Así entonces les anuncia la Pasión que asumirá dentro de muy poco tiempo. Pero eso no es todo: se reconoce como Hijo del Hombre, es decir, Hijo de la humanidad, un Dios que se hace hermano, hijo, muy pero muy cercano, tan cercano al hombre que es parte de su familia, de todos los pueblos, de todos más no propiedad exclusiva de unos pocos.
A todas luces, es un Mesías inaceptable. Es un Mesías que reniega de pompa y honores, de poder que se detenta, de fuerza que derrota militarmente a sus enemigos, un Mesías que parece escaparle al éxito, que asume humildemente fracasos y derrotas, humillaciones y avances implacables de los malvados.
Los discípulos temen preguntarle acerca de ello, porque en verdad no lo comprenden pero tampoco lo aceptan. Su silencio se corresponde con exactitud al orgullo inveterado de no reconocer que hay cosas que se ignoran y cosas que están por fuera del alcance de la propia comprensión. Y peor aún, decirle a ese Cristo que vive y camina con ellos que en nada se parece al Mesías que ellos esperan.
No hay otra explicación que la del amor, que todo lo trasciende, que supera las miserias y horrores que se imponen, que transforma los patíbulos en árboles frutales, las noches cerradas en amaneceres tibios, la muerte implacable en vida que se acrecienta y no tiene fin.
Paz y Bien
Ese entusiasmo era difícil de soslayar, potro joven que en mayor o menor medida todos querrían galopear. El entusiasmo, en su positividad, es leve, ligero, no cuesta nada, y Jesús de Nazareth colmaba muchas de su expectativas truncas, de sus frustraciones, de las humillaciones que sufrían a diario. No está nada mal, claro que nó, esas gentes intuían con certeza que en el Maestro se revelaba el asombroso amor de Dios.
Pero hay más, siempre hay más. Y el Maestro quiere los suyos, sus discípulos, emprendan el éxodo de la tierra esclava de los preconceptos, para que puedan asumir con Él su Pascua.
Así entonces les anuncia la Pasión que asumirá dentro de muy poco tiempo. Pero eso no es todo: se reconoce como Hijo del Hombre, es decir, Hijo de la humanidad, un Dios que se hace hermano, hijo, muy pero muy cercano, tan cercano al hombre que es parte de su familia, de todos los pueblos, de todos más no propiedad exclusiva de unos pocos.
A todas luces, es un Mesías inaceptable. Es un Mesías que reniega de pompa y honores, de poder que se detenta, de fuerza que derrota militarmente a sus enemigos, un Mesías que parece escaparle al éxito, que asume humildemente fracasos y derrotas, humillaciones y avances implacables de los malvados.
Los discípulos temen preguntarle acerca de ello, porque en verdad no lo comprenden pero tampoco lo aceptan. Su silencio se corresponde con exactitud al orgullo inveterado de no reconocer que hay cosas que se ignoran y cosas que están por fuera del alcance de la propia comprensión. Y peor aún, decirle a ese Cristo que vive y camina con ellos que en nada se parece al Mesías que ellos esperan.
No hay otra explicación que la del amor, que todo lo trasciende, que supera las miserias y horrores que se imponen, que transforma los patíbulos en árboles frutales, las noches cerradas en amaneceres tibios, la muerte implacable en vida que se acrecienta y no tiene fin.
Paz y Bien
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