Para el día de hoy (26/04/17):
Evangelio según San Juan 3, 16-21
Siempre tenemos presentes en nuestra imaginación sendas balanzas, 
balanzas que detentará Dios y que, según su inclinación favorable o 
contraria nos hará obtener los premios eternos o la condena definitiva. 
Ello se corresponde a una dura imagen de un dios juez, jurado, fiscal y 
verdugo todo a la vez, rápido y eficaz en sus castigos en el final de la
 existencia terrena o en una potencial existencia postrera.
Esa mentalidad religiosa se corresponde a una espiritualidad pseudo 
comercial, de acumulación de méritos piadosos que se trocarán por los 
favores divinos.
Nada más ajeno al amor de Dios, nada más contrario a la Cruz. Porque la 
cruz es una locura y un escándalo desde las limitadas razones humanas. 
Supone la ejecución abyecta de los marginales, infiere derrota y 
humillación, epítome de todos los fracasos.
Pero en esa cruz de la Pasión de Jesucristo y por esa cruz todos vivimos.
Esa cruz es señal perenne del amor asombroso e insondable de Dios, que 
es capaz de entregar a su mismo Hijo para nuestra salvación. Porque nos 
ama, a buenos y malos, a justos e injustos, especialmente a los que 
andan extraviados, agobiados de sombras y miserias.
El Dios de Jesús de Nazareth, por ese mismo amor de Padre y Madre nos ha
 conferido en la Resurrección la identidad plena de hijas e hijos, y con
 ello, nuestra libertad. La libertad de salvarnos, la libertad de 
hundirnos en los fosos de los que nunca se sale porque no se quiere.
La Salvación es don y misterio, pero es también invitación a ser 
partícipes necesarios. No somos espectadores pasivos, ni robots, ni 
marionetas manipuladas por hilos invisibles. Desde esa misma condición 
filial, asombrosamente podemos elegir entre la luz y las sombras.
Somos muy pero muy valiosos a los ojos de Dios, y Él confía en nosotros 
mucho más que las pequeñas muestras de confianza con que sabemos 
retribuirle.
Quizás no nos hemos convencido aún que a las hijas y a los hijos se les 
reconoce su identidad porque llevan a cada instante el rasgo primordial 
de la familia. Y este rasgo -mucho más que el adn, lejos de cualquier 
tribu- es precisamente el amor, que se expresa en humilde silencio, en 
gestos de compasión, en acciones solidarias, en pasos de servicio 
generoso, en fiestas de liberación. Ahí resplandece la luz de esta 
familia creciente que llamamos Iglesia.
Paz y Bien
 

 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
2 comentarios:
Somos muy pero muy valiosos a los ojos de Dios, y Él confía en nosotros mucho más que las pequeñas muestras de confianza con que sabemos retribuirle. Señor, ayúdame a creerme esto, gracias.
Roguemos juntos para descubrirlo a diario, estimada Camino
Paz y Bien
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