La cruz de mi hermano


Viernes Santo de la Pasión del Señor

Para el día de hoy (02/04/10)
Evangelio según San Juan 18, 1-19, 42

(Estaba allí. Vino el que creíamos amigo, y vino con soldados romanos en perfecta formación, y vino con policías del Templo, todos armados hasta los dientes, para llevarse a mi hermano.
Justo a Él, que sólo hablaba palabras de amor y de paz, lo vienen a prender como si fuera un sujeto muy peligroso y violento.
Yo miraba.
Pedro rojo, y la emprende contra los captores, espada en mano, ira desenvaindada. Yo hubiera levantado un arma también ¡se trataba de mi hermano!.
Pero ni Pedro ni yo entendíamos, y Él manda a guardar las armas.
Con una calma que nos asusta, nos dice que es la copa que Él debe beber, vaso que le ha dado nuestro Papá.
Yo miraba.
Miraba cuando maniatado se lo llevan a la casa de Anás, Miraba cuando Pedro lo negaba con la rapidez del canto del gallo al amanecer. Ese mismo Pedro que estaba hace muy poco presto a tomar las armas por Él. Yo lo miraba y creí por un momento que esa arma empuñada y esas negaciones eran la misma cosa.
cuando a mi hermano lo interrogaban, ahí de pié, incólume en su soledad.
Ese Anás quería regodearse con el preso, pero la verdad que emanaba de mi hermano se lo impedía.
Atado como un fardo, se lo pasa a Caifás y éste lo envía a su vez al pretorio romano, sucursal del Imperio y la prepotencia.
Yo miraba.
Lo seguía mirando, entero en su abandono, roble en su entrega. Miraba al pretor romano, seguro por el poder de las legiones, vacilar frente a mi hermano. Tiene miedo de que la sencillez de mi hermano desate una vorágine que quiebre su status y lo haga quedar mal con el emperador. Sabe que lo hecho por mi hermano no clasifica como delito en sus códigos, pero al desalmado esto no le preocupa demasiado como tampoco le importa saber qué es la verdad. Sólo prevalece el poder.
Prefiere jugar a una baraja mortal dejando libre a un violento homicida y condenando a mi hermano.
Yo miraba.
Miraba las voces rabiosas de quien pedían su muerte... Me pareció encontrar en algunos rostros a varios de los que hace unos días aplaudían y vivaban que Él llegara a la Ciudad Santa. No, está mal: ni tan ciudad ni tan santa. Jerusalem se había convertido en nido de serpientes y en teatro de maldiciones.
Y el venal pretor cede una vez más al clamor del poder. Pero toma sus resguardos: sabe que algo está mal, y trata de sacarse de encima cualquier problema lavándose las manos enfrente de todos.
Pero serían manos difíciles de lavar, eran manos que estarían manchadas con la sangre de mi hermano.
Yo miraba a mi hermano estremecerse de dolor debajo del suplicio del látigo concienzudo y eficaz que lo iba desgarrando con desgarradora pericia. Miraba esas espinas clavarse en sus sienes, morder su cabeza. Miraba las burlas de los disciplinados legionarios. Miraba el suplicio del desprecio y la exclusión, la tortura del desempleo y la violencia, el calculado látigo de las drogas y la esclavitud, y las heridas de mi hermano se ensanchaban aún más.
Miraba cuando le pusieron a los hombros esa cruz tan pesada... Él ya estaba muy mal, la tortura regulada había cobrado tributo en su cuerpo.
La cruz lo hace vacilar y caer. Sin embargo, con su cuerpo casi fragmentado lo ponerse en pié y seguir inexorable hacia ese monte.
Miraba al Cireneo que lo ayuda, pero pareciera que mi hermano lleva en sus hombros desgarrados muchas más cosas que el grave peso de esa cruz enorme.
Miraba cuando los expertos atravesaron con gruesos clavos sus manos y sus pies. Esas manos que curaron, que bendijeron, que acariciaron. Esos pies que tanto caminaron junto a nosotros. Le dan duro a la maza. Como si mi hermano se fuera a escapar, justo Él.
Yo miraba desde lejos.
Miraba las burlas y los insultos, la hiel y el vinagre, la lanza que taladra su costado.
Immá, nuestra Madre, tenía el alma atravesada por una espada de doble filo. ¿Quién cómo una Madre para saber el dolor de un Hijo, quién como una Madre para sufrir tanto como mi hermano?
Y llegó su momento, todo estaba cumplido. Mi hermano inclina la cabeza, mi hermano entrega el espíritu, mi hermano ha muerto.
Mamá, transida de dolor como está, tiene una certeza escondida que no cuenta pero yo la conozco. Ella sabe que esto no termina allí.
Me cuesta creerlo. La cruz es fiera y es voraz, y a mi hermano lo pusieron allí como a un maldito, como a un miserable, como a un criminal muy peligroso.
Su cuerpo mutilado poco a poco se enfría con la irrupción de la muerte.
Yo miraba cuando vino el de Arimatea para bajarlo del cadalso y llevarlo a un sepulcro nuevo.
Y cuando corrieron esa piedra tan pesada, dejé de mirar y por fin pude ver.

Allí adentro está el cuerpo de mi hermano.

Sin embargo, los verdaderos muertos son los que quedamos afuera.)

Paz y Bien

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