Para el día de hoy (26/06/10):
Evangelio según San Mateo 8, 5-17
(Era un oficial subalterno del ejército de ocupación en la tierra Santa de Israel. Totalmente funcional al Imperio. Muy probablemente poseyera esclavos a su servicio. Además de todo, pagano cultor de extraños dioses.
No podía esperarse demasiado de ese hombre; además, su misma condición legionaria y extranjera lo hacía blanco de un silencioso desprecio de parte de los hijos del Pueblo Elegido.
Pero los tiempos de la Buena Nueva son tiempos de lo impensado y lo inesperado.
Este centurión hace un acto de fé tan grande y profundo que prácticamente no hay otro que se lo pueda comparar en las Escrituras; es más, desde hace siglos, cuando nos reunimos en la Cena del Señor, repetimos confiados las palabras que le dirigió a Jesús.
Tiene conciencia plena de quién es: se acerca al Maestro y no le pide nada, sólo le cuenta que su sirviente se halla postrado en su parálisis. Ni siquiera ruega que lo cure.
Seguramente se hallaba condicionado por su cultura y su status social; no obstante, intuye certeramente que basta con dejar que Jesús haga lo que considere conveniente. Sabe, sin lugar a dudas, que el Maestro no se quedará quieto, ni dejará las cosas como están.
No es defraudado: de modo inmediato, Jesús le dice: -Voy a curarlo-.
No le importó si era judío o gentil, patriota o imperialista, santo o pecador. Mucho menos le importa el qué dirán, ni tampoco pedirá permiso.
Hay un hombre con un corazón tan grande como la fé que deposita en Él, y hay alguien que sufre. El sufrimiento del otro moviliza, el amor apremia, hacer el bien se hace urgente.
Y esa acción inmediata, ese amor que no se hace esperar deslumbra y provoca admiración y humildad.
-Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarle-
El centurión confía en la eficacia de la Palabra Viva de Jesús, y se sabe indigno de recibirlo; no sólo por extranjero, no sólo por pagano. Entre ese rabbí galileo y él descubre una distancia humanamente insalvable.
Fé y amor, salud y milagro: por la Palabra de Jesús, el que estaba paralizado camina.
Luego, curará a la suegra de Pedro. No se anda con remilgos: es una mujer enferma, por lo tanto a los ojos de la época, un ser inferior e impuro.
No le importa, por ello desde la ternura tomará su mano.
La mujer es liberada de sus fiebres, e inmediatamente se pone a servirle.
Le llevaban endemoniados, almas alienadas por diversos espíritus y enfermos aquejados de muchos males.
Nadie queda sin ser sanado, a todos cura, pone en sus hombros los males del otro, de todos y cada uno...
Es claro: no somos dignos de que Jesús entre a nuestra casa. Ni siquiera el más bueno, ni siquiera la más santa.
Pero siempre Él dá el paso primordial, no se demora ni tiene exigencias.
Un centurión, una mujer enferma, un endemoniado.
Parálisis, fiebre, y alienación que encontramos hoy a cada instante.
Si en verdad lo seguimos, no somos repetidores de Él: tenemos por mandato y misión ampliar su tarea, anunciar con hechos concretos, tangibles y actuales la Buena Noticia.
Deberíamos indagarnos en silencio... ver y mirar en este corazón que portamos si el dolor del hermano nos duele. Si su liberación -es decir, el mayor amor- nos urge, nos moviliza, nos apremia, y si esas urgencias se traducen en actos inmediatos.
Quizás también deberíamos preguntarnos si miramos hacia un solo lado; la Buena Noticia que es alegría y salud, justicia, fraternidad y liberación no reconoce fronteras ni exclusiones.
Pues no somos nosotros, es el Maestro el que viene)
Paz y Bien
Palabra y acciones inmediatas
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