Hacer justicia








Para el día de hoy (12/11/16):  

Evangelio según San Lucas 18, 1-8




En la parábola correspondiente a la lectura que nos ofrece la liturgia del día, predominan dos personajes.

Por un lado, el juez injusto. En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, los jueces tenían una relevancia fundamental en una sociedad en donde se mixturaban lo religioso y lo civil sin diferenciarse; por ello, un juez decidía, a menudo, no sólo en pleitos civiles o comerciales, sino también en la referencia de esos conflictos a la Ley de Moisés. 
Un juez, entonces, debe ser un hombre piadoso, incorruptiblemente probo y que nunca demorará el hacer justicia a los más débiles de la comunidad, porque en última instancia la justicia es cosa de Dios, no de los hombres, y de ese modo, un juez actúa en nombre de Dios porque Dios es Dios de la justicia y el derecho.

Pero en el ejemplo que nos convoca, nos encontramos a un juez que no teme a Dios ni a los hombres. Es un juez inicuo que sólo tiene en su horizonte a él mismo. Ni Dios ni prójimo, y se ufana de ello. Por aquello que se planteaba en el párrafo anterior, es un infame enemigo de Dios y del pueblo, vive sin Dios, sin Ley y sin comunidad a pesar de su responsabilidad, y para colmo de males hace aspavientos.

Por otro lado, se nos presenta la viuda. En aquellos tiempos, las mujeres carecían de derechos propios, y los mismos -aunque mínimos- los garantizaba de niña su padre, ya como mujer adulta el esposo y, en el caso de enviudar, el varón más importante de la familia. Sin varones, quedaban terriblemente desprotegidas, a merced de cualquier abusador, sin nadie que las escuche; en la tradición de Israel y los profetas, las viudas y los huérfanos -los más débiles y vulnerables- tenían notables consideraciones dentro de la Ley de Moisés, indicando las preferencias de Dios para con aquellos que, habitualmente, nadie ayuda y son dejados de lado.
Por eso, el talante inicuo del juez se agrava, toda vez que una viuda que sufre una injusticia debería concitar su atención y arribar sin demoras a un proceso justo, que garantice sus derechos.

Aunque hayan pasado tantos siglos, los clamores dolientes de millones de viudas y de tantos que son como ellas siguen subiendo al cielo, al corazón sagrado de Dios, pues sigue habiendo jueces y sistemas infames que razonan miserias y atropellan derechos sin despeinarse ni pestañear. Quizás por ello la imagen de la justicia como la de una dama de ojos vendados a veces se nos haga ajena: más real y ansiada es la imagen de una madre de familia que abre bien los ojos, que no se abstrae en tecnicismos, que pone por delante a la persona, objeto primordial y sujeto preferencial del derecho. Hoy, al igual que ayer, el profeta Amós tendría palabras durísimas de parte de Dios para todos los opresores.

Sin embargo, y contrariamente a cualquier lógica o previsión, la viuda que nos ocupa no tiene nada de dócil, de resignada a su situación y doblegada por su condición. Ella es obstinada y hermosamente tenaz, no baja los brazos ni abdica su corazón en la búsqueda de la justicia. El juez inicuo, finalmente, hace lo que debería haber hecho sin demoras ni especulaciones, pero es dable suponer que no lo hace por hartazgo, porque la viuda se ha vuelto una gran molestia.
En realidad, el juez corre peligro porque la tenacidad de la viuda lo pone en evidencia: es un hombre que debe hacer justicia, y que se ufana de no hacerlo, y precisamente allí está el riesgo mayor. No nos es del todo desconocido: los poderosos suelen revestirse de pavor cuando los pobres y los pequeños ganan las calles con gritos destemplados que claman por paz, pan y justicia, más allá de cualquier razón.

Esa viuda es muy parecida al Dios Abbá de María y Jesús de Nazareth, que se anima sin vacilaciones a pelearse con todos los jueces injustos, que interviene en la historia derribando a los poderosos, que inclina su rostro decidido en favor de los pobres y los pequeños.

Es esa mujer la que hace justicia porque jamás abandona la esperanza, porque nunca baja los brazos, porque con todo y a pesar de todo sigue confiando en cambiar las cosas, es decir, que el Reino venga y sea.

Hacer justicia es hacer las cosas que Dios ama, mirar con su mirada, actuar como Él actúa sin demoras, atento a todos sus hijos comenzando por los más pequeños.

Orar sin desmayos, tener vidas orantes para que cuando Cristo regrese encuentre fé sobre la tierra, Buena Noticia que se encarna en lo cotidiano, Evangelios vivos, sal y luz.

Paz y Bien


1 comentarios:

ven dijo...

La justicia verdadera y progresiva nace del amor y de la oración, un gran abrazo fraterno, gracias.

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