El sabor perdido del pan

Para el día de hoy (14/08/11):
Evangelio según San Mateo 15, 21-28

(En nuestra cultura, el término perro no tiene resonancias peyorativas; sin embargo, en los tiempos de la predicación de Jesús poseía un significado referido a lo abyecto y despreciable. En un parangón algo banal podríamos reemplazar ese término por rata o hiena.

En en caso de hoy, se trata de los cananeos, enemigos jurados de Israel, depreciados como enemigos, como extranjeros, como idólatras. Peor es el caso de la mujer que reclama: al hecho de ser cananea se le suma la cuestión de pertenecer al grupo social sin relevancia, derechos ni voz.

Mas allá de todo, es una madre angustiada por una hija enferma, y quizás no haya una fuerza en el mundo tan grande. El amor la vuelve tenaz e incansable, y e intuye desde ese corazón grande de madre que en ese rabbí galileo -tan ajeno a ella- puede hallar la liberación del mal que agobia a su niña.

Es claro: su presencia de por sí provoca rechazo -mujer y cananea-; mucho peor por su insistencia in crescendo, súplica que vá desde el murmullo a la voz en cuello. Por ello los discípulos le piden a un Jesús en apariencia desentendido que la atienda, para que no moleste, para que se calle.

La respuesta del Maestro es durísima, y nos puede producir cierto escozor: le dice que nó, que el auxilio y la Salvación es para los hijos de Israel, no para los perros, las ratas, la hienas cananeas...

Esa madre sabe su ubicación social, comprende lo que puede esperar: a pesar de todo y con todo, no se resigna. No pide sentarse a la mesa de los elegidos, sólo unas migajas que se caigan de la mesa principal. Esas migajas -lo sabe- también son pan bueno.

Como bellamente nos cuentan los Evangelios de la infancia del Señor, Jesús crecía en Gracia y Sabiduría, y aquí también: su misión -el sueño de Abbá Padre- no conoce de fronteras ni rótulos, y se conmueve su corazón sagrado e inmenso, se estremecen sus entrañas de misericordia por esa mujer que le habla con su corazón en la mano.
De algún modo, la conversión -converger- acontece en el alma del Maestro: su corazón se vuelca por completo en ella y ya no es extranjera y lejana, antes bien, la hace prójimo, la aproxima. Y en la conjunción de la fé y la ternura sucede el milagro.

No podemos negarlo: muchos de nosotros hemos perdido el sabor del pan santo, ese pan que se parte, comparte y reparte y alcanza para todos y más también.
La mesa del Dios de la Vida tiene sitio para toda la humanidad, no está reservada para unos pocos individuos selectos y exclusivos -tal vez sea uno de los aspectos primordiales de esa catolicidad/universalidad que con tanta ligereza solemos enarbolar-.

Tal vez, para recuperar el sabor del pan verdadero, del pan de vida, debamos volver a degustar las migajas de misericordia que tantos reclaman a diario, y a las que a menudo hacemos oídos sordos, por venir de quien vienen y porque molestan.

Es preciso darnos cuenta que el Reino es desmesura de compasión y perdón: nuestras pequeñas súplicas -directamente proporcionales a lo pequeños que cada uno de nosotros somos- son siempre colmadas por torrentes de misericordia, canastas inesperadas y llenas de pan que siempre nos sacia y sostiene)

Paz y Bien


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