Para el día de hoy (28/07/17):
Evangelio según San Mateo 13, 18-23
En los afanes de racionalizar la parábola del sembrador, nos solemos detener en los problemas que se plantean luego de sembrada la semilla. Ciertos sentimientos culposos y justificados nos llevan a identificarnos con las situaciones planteadas por el Maestro en la parábola, todas las veces que nos hemos dejado embarcar en las euforias nimias, el pedregullo de la superficialidad. La cizaña de las tentaciones mundanas que impiden que la semilla del Reino crezca y se vuelva árbol frondoso. Las raíces sin profundidad, que arrancan de cuajo el humilde brote ante el primer ventarrón.
Pero es menester ahondar en la Palabra, tal como hace la semilla, que muere en lo profundo para que nazca una vida nueva, pujante, imparable.
Quizás sea tan evidente que nos sobresaturemos de obviedades. Pero lo importante es que en todos nosotros -en toda persona- hay un reducto de buena tierra, parcela santa en donde se espeja el rostro de Dios. Porque con todo y a pesar de todo, la creación y las creaturas son buenas y santas.
Así, somos tierra que anda, tierra que late, y tenemos una infinita invitación a ser tierra santa de la Salvación, en las honduras de los corazones.
Todo es posible cuando se mixturan en el cáliz de la fé la confianza cordial del hombre y el amor infinito y paternal de Dios.
La semilla es asombrosa, pues nadie repara en ella, tan pequeña y humilde que resulta. Sin embargo tiene una fuerza increíble, pujante, que no ceja en su germinar y en su crecer.
Tiempo santo de Dios y el hombre es el tiempo inaugurado por Cristo.
Por esa semilla asombrosa y desde la libertad de ofrecer esta pequeña parcela de buena tierra que somos, frutos santos y abundantes, frutos que son bendición pues se agigantan como un magnífico tesoro en tanto se comparten.
Hombres y mujeres de trigo con destino de pan santo.
Paz y Bien
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