Para el día de hoy (10/07/17)
Evangelio según San Mateo 9, 18-26
La liturgia hoy nos brinda una lectura del Evangelio según San Mateo en el que, en principio y en su superficie, podemos encontrar dos paralelismos muy interesantes. En ambos casos se trata de mujeres: una de ellas, degastada por una enfermedad que se la está llevando por ríos de sangre, se encuentra en las cercanías de la muerte, sin dignidad y sin futuro. La otra, es una niña que por las normas sociales imperantes está muy cerca de convertirse en mujer y madre; pero la intempestiva irrupción de la muerte la tala como a un árbol joven que aún no ha dado frutos.
A la mujer adulta, doce años de hemorragias que le llevan su femineidad y su vida. A la niña, doce años que no agregarán ni un día más. A Israel, doce tribus sometidas, sin esperanzas.
La mujer que padece las hemorragias porta una impureza ritual que deviene en ostracismo social: la Ley supone que la enfermedad es consecuencia del propio pecado -o de pecados de los padres- y esa impureza indica que no tiene permitido participar del culto y de todo contacto comunitario, inclusive familiar, pues el contacto con un impuro, en cierto modo, contagia esa impureza. Para colmo de males, es mujer, y en la sociedad del siglo I tiene muy pocos y escasos derechos, en general los que le otorga el esposo, no se le escucha ni se le protege legalmente. Además de la soledad impuesta, es una mujer que no puede tener hijos, ni vida íntima, ni salud plena, y debe languidecer en soledad, sumida también en la conciencia de una idea culposa propia.
La niña ha fallecido. Siguiendo la Ley, y más allá de cualquier ternura y dolor de los padres, se trata de un cadáver que no debe, por ningún motivo, ser tocado. La misma familia queda teñida de una aureola de impureza y ha de cumplir con los ritos mortuorios, que tienden a ahondar el dolor de la pérdida, fedatarios crueles del luto.
Pero es un tiempo distinto, nuevo y sorprendente, definido para siempre por un Dios que se ha acercado a la humanidad, tan cercano que se ha hecho hombre desde María de Nazareth, uno más entre nosotros en Jesucristo, Señor y hermano de todas nuestras penas y alegrías.
La Encarnación -misterio insondable de amor- inaugura el tiempo santo de Dios y el hombre, urdimbre santa de salvación.
En Cristo acontecen todas nuestras esperanzas, pues a todos busca, a nadie rechaza, dador incansable de bendiciones, del amor de Dios que se derrama como lluvia buena, salud y liberación. Pues no se trata solamente de sanar cuerpos, sino también de vendar corazones heridos y enderezar razones que se extraviaron.
Pero imaginar un Cristo que hace todo, aún cuando fuera causa de nuestros asombros y alabanzas, nos quedaríamos solamente en un Mesías sanador y taumaturgo.
Se ha inaugurado el Reino de Dios, el tiempo de la Gracia, el aquí y el ahora de la Salvación, y esa Encarnación implica también una reciprocidad bondadosa y fiel del hombre. Y toda fidelidad -toda fé- se desarrolla desde la confianza, y confianza en Alguien.
En el caso de la niña y en el caso de la mujer suceden dos cuestiones fundamentales y similares: tanto la hemorroísa como el padre de la niña no se acostumbran ni se resignan a un sufrir sin sentido. A pesar de que todo -y todos- digan e indiquen lo contrario, jamás hay que resignarse al dolor y a la muerte, porque Cristo pasa, porque Cristo jamás dirá que nó y porque desde la fé todo es posible.
La Resurrección ha desterrado para siempre a todos los no se puede. Alabado sea Jesucristo.
Paz y Bien
A la mujer adulta, doce años de hemorragias que le llevan su femineidad y su vida. A la niña, doce años que no agregarán ni un día más. A Israel, doce tribus sometidas, sin esperanzas.
La mujer que padece las hemorragias porta una impureza ritual que deviene en ostracismo social: la Ley supone que la enfermedad es consecuencia del propio pecado -o de pecados de los padres- y esa impureza indica que no tiene permitido participar del culto y de todo contacto comunitario, inclusive familiar, pues el contacto con un impuro, en cierto modo, contagia esa impureza. Para colmo de males, es mujer, y en la sociedad del siglo I tiene muy pocos y escasos derechos, en general los que le otorga el esposo, no se le escucha ni se le protege legalmente. Además de la soledad impuesta, es una mujer que no puede tener hijos, ni vida íntima, ni salud plena, y debe languidecer en soledad, sumida también en la conciencia de una idea culposa propia.
La niña ha fallecido. Siguiendo la Ley, y más allá de cualquier ternura y dolor de los padres, se trata de un cadáver que no debe, por ningún motivo, ser tocado. La misma familia queda teñida de una aureola de impureza y ha de cumplir con los ritos mortuorios, que tienden a ahondar el dolor de la pérdida, fedatarios crueles del luto.
Pero es un tiempo distinto, nuevo y sorprendente, definido para siempre por un Dios que se ha acercado a la humanidad, tan cercano que se ha hecho hombre desde María de Nazareth, uno más entre nosotros en Jesucristo, Señor y hermano de todas nuestras penas y alegrías.
La Encarnación -misterio insondable de amor- inaugura el tiempo santo de Dios y el hombre, urdimbre santa de salvación.
En Cristo acontecen todas nuestras esperanzas, pues a todos busca, a nadie rechaza, dador incansable de bendiciones, del amor de Dios que se derrama como lluvia buena, salud y liberación. Pues no se trata solamente de sanar cuerpos, sino también de vendar corazones heridos y enderezar razones que se extraviaron.
Pero imaginar un Cristo que hace todo, aún cuando fuera causa de nuestros asombros y alabanzas, nos quedaríamos solamente en un Mesías sanador y taumaturgo.
Se ha inaugurado el Reino de Dios, el tiempo de la Gracia, el aquí y el ahora de la Salvación, y esa Encarnación implica también una reciprocidad bondadosa y fiel del hombre. Y toda fidelidad -toda fé- se desarrolla desde la confianza, y confianza en Alguien.
En el caso de la niña y en el caso de la mujer suceden dos cuestiones fundamentales y similares: tanto la hemorroísa como el padre de la niña no se acostumbran ni se resignan a un sufrir sin sentido. A pesar de que todo -y todos- digan e indiquen lo contrario, jamás hay que resignarse al dolor y a la muerte, porque Cristo pasa, porque Cristo jamás dirá que nó y porque desde la fé todo es posible.
La Resurrección ha desterrado para siempre a todos los no se puede. Alabado sea Jesucristo.
Paz y Bien
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