Para el día de hoy (18/05/17):
Evangelio según San Juan 15, 9-11
El amor de Dios es infinito e incondicional. Jesús de Nazareth lo sabe bien y lo revela: Dios nos ama con amor de Padre y Madre, un amor de dación perpetua, porque el amor de Dios -su propia esencia- es ágape, es decir, es mucho más que un sentimiento o algo con un cariz gustoso, agradable. Ágape es ser para los demás, para una persona en concreto, sin dispersarse en generalidades banales, actuando y obrando por y para los demás sin reservas, aún cuando ello implique abordar la nave del sacrificio, del morir para que otro viva. Nunca mejor utilizado aquí es el término des-vivirse.
Ese amor de Dios permanece con todo y a pesar de todo, a pesar de nuestros quebrantos e infidelidades, a pesar de que bajo parámetros mundanos nuestras miserias no nos conceden escapatoria. La misericordia alimenta los asombros y sostiene al universo, y así sacrificio abandona cualquier pretensión luctuosa y se nos abren las aguas pascuales hacia su sentido primordial: sacrificio es hacer sagrado lo que no lo es, consagrar.
Ese amor entrañable nos revela nuestra identidad primordial e irrevocable, y es la de ser hijas e hijos, y por ello mismo, mujeres y hombres libres.
Sólo las mujeres y los hombres libres actúan de acuerdo a ese amor fundante, pues somos tales porque nos sabemos amados primero por Dios en la mano salvadora de Cristo Resucitado. Por ello mismo seguimos sus enseñanzas, por ello mismo guardamos como un tesoro la Palabra y observamos los mandamientos, por ese Padre que nos ama con amor de Madre.
La observancia de los mandamientos por conveniencia, por pertenencia simple o por miedo es referencia de los esclavos, de los mercenarios. Nunca de los hijos.
El amor de Dios es fuente inagotable de todas las alegrías, por el valor inmenso que cada uno de nosotros -mínimos, quebradizos, invisibles- tenemos a la mirada y a la bondad de Él. Ésa es la Alegría del Evangelio que con voz profética Francisco intenta despertarnos de tantos sopores y angustias.
Porque la alegría con que vivamos es señal de identidad. Signo de que nada ni nadie -ni nosotros mismos- podrá separarnos del amor de Dios. Y que la vida cristiana es plenitud, eso que llamamos felicidad, porque se explaya en los demás, desertores felices de cualquier egoísmo.
Paz y Bien
Ese amor de Dios permanece con todo y a pesar de todo, a pesar de nuestros quebrantos e infidelidades, a pesar de que bajo parámetros mundanos nuestras miserias no nos conceden escapatoria. La misericordia alimenta los asombros y sostiene al universo, y así sacrificio abandona cualquier pretensión luctuosa y se nos abren las aguas pascuales hacia su sentido primordial: sacrificio es hacer sagrado lo que no lo es, consagrar.
Ese amor entrañable nos revela nuestra identidad primordial e irrevocable, y es la de ser hijas e hijos, y por ello mismo, mujeres y hombres libres.
Sólo las mujeres y los hombres libres actúan de acuerdo a ese amor fundante, pues somos tales porque nos sabemos amados primero por Dios en la mano salvadora de Cristo Resucitado. Por ello mismo seguimos sus enseñanzas, por ello mismo guardamos como un tesoro la Palabra y observamos los mandamientos, por ese Padre que nos ama con amor de Madre.
La observancia de los mandamientos por conveniencia, por pertenencia simple o por miedo es referencia de los esclavos, de los mercenarios. Nunca de los hijos.
El amor de Dios es fuente inagotable de todas las alegrías, por el valor inmenso que cada uno de nosotros -mínimos, quebradizos, invisibles- tenemos a la mirada y a la bondad de Él. Ésa es la Alegría del Evangelio que con voz profética Francisco intenta despertarnos de tantos sopores y angustias.
Porque la alegría con que vivamos es señal de identidad. Signo de que nada ni nadie -ni nosotros mismos- podrá separarnos del amor de Dios. Y que la vida cristiana es plenitud, eso que llamamos felicidad, porque se explaya en los demás, desertores felices de cualquier egoísmo.
Paz y Bien
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