Para el día de hoy (26/05/17)
Evangelio según San Juan 16, 20-23a
Abordar la cuestión del dolor y del sufrimiento humano en unas líneas tan escasas y limitadas como éstas tendría un cariz limitante y fraccionado, toda vez que requiere una profunda reflexión, máxime si lo que intentamos es su comprensión a la luz del Evangelio.
Sin embargo, podemos acercarnos a algunos aspectos que nos sirvan para orientar la mirada.
Es preciso, no obstante, establecer que el sufrimiento no es grato ni deseable, ni es del agrado del Dios de la Vida; en un sentido opuesto, la cruz de Cristo no sería ya la ofrenda inmensamente generosa de su vida sino más bien el precio a pagar a un dios absurdamente cruel. Y ése no es el Dios de Jesús de Nazareth.
Pero este Cristo, sabedor cabal de los horrores que le esperaban, no rehúye a la Pasión. Con entera libertad asume la aparente victoria de sus enemigos, el aplastamiento de una muerte ignominiosa.
Porque Él tiene la capacidad de mirar y ver más allá de lo inmediato y de las apariencias, y en su horizonte -que es el mismo de Dios- hay una vida que no perece. Esa esperanza lo sostiene y lo alimenta, y en sintonía amorosa su sacrificio, sus pesares y sus dolores padecidos cobran nuevo sentido, con todo y a pesar de todo.
En Cristo todo es enseñanza, para los discípulos de los inicios y para los discípulos de todas las épocas entre los que estamos nosotros mismos. Él sabe que su sacrificio no será en vano porque, por intolerables que fueran, esos dolores preanuncian una vida que viene pujando por nacernos, una vida plena, una vida definitiva.
Por eso cuando el dolor se hace ofrenda y se reviste -aún en medio de lágrimas y lamentos- de una humilde esperanza, todo puede cambiar y volverse santo en el aquí y el ahora.
Porque por Cristo sabemos que ninguna tristeza ni ninguna ausencia son definitivas. Él es nuestra alegría plena.
Paz y Bien
Sin embargo, podemos acercarnos a algunos aspectos que nos sirvan para orientar la mirada.
Es preciso, no obstante, establecer que el sufrimiento no es grato ni deseable, ni es del agrado del Dios de la Vida; en un sentido opuesto, la cruz de Cristo no sería ya la ofrenda inmensamente generosa de su vida sino más bien el precio a pagar a un dios absurdamente cruel. Y ése no es el Dios de Jesús de Nazareth.
Pero este Cristo, sabedor cabal de los horrores que le esperaban, no rehúye a la Pasión. Con entera libertad asume la aparente victoria de sus enemigos, el aplastamiento de una muerte ignominiosa.
Porque Él tiene la capacidad de mirar y ver más allá de lo inmediato y de las apariencias, y en su horizonte -que es el mismo de Dios- hay una vida que no perece. Esa esperanza lo sostiene y lo alimenta, y en sintonía amorosa su sacrificio, sus pesares y sus dolores padecidos cobran nuevo sentido, con todo y a pesar de todo.
En Cristo todo es enseñanza, para los discípulos de los inicios y para los discípulos de todas las épocas entre los que estamos nosotros mismos. Él sabe que su sacrificio no será en vano porque, por intolerables que fueran, esos dolores preanuncian una vida que viene pujando por nacernos, una vida plena, una vida definitiva.
Por eso cuando el dolor se hace ofrenda y se reviste -aún en medio de lágrimas y lamentos- de una humilde esperanza, todo puede cambiar y volverse santo en el aquí y el ahora.
Porque por Cristo sabemos que ninguna tristeza ni ninguna ausencia son definitivas. Él es nuestra alegría plena.
Paz y Bien
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