Los testigos del Resucitado, gratas señales de auxilio













Lunes de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (22/04/19):  

Evangelio según San Mateo 28, 8-15







La tumba abierta provoca prisas. Son días en que en la Escritura parecen estar todos corriendo, apurados, como si quisieran despertarse del sopor que la muerte les ha impuesto. Cristo, para las mujeres devotas, para los soldados temerosos, es en apariencia un muerto inquieto e inconveniente.

Ellas tienen un distingo único: todos se han escondido y dispersado por el miedo y se han doblegado frente al estupor de una derrota tan ignominiosa, pero ellas -aún cuando sigan aferradas a la muerte, al Crucificado- se movilizan al alba, plenas de ternura. Hay cuestiones que deben madurar, hay una Pascua que les debe germinar, pero siempre prevalece el amor a ese Cristo manso e inocente que en apariencia ha sido arrollado por el odio de sus enemigos. El amor jamás nos permite resignarnos ni abdicar la esperanza aún cuando la muerte parezca clausurar toda posibilidad.

Al Cristo que se busca de corazón siempre se le encuentra.

La Resurrección del Señor desaloja todos los nunca, los no se puede, los jamases. 

La Resurrección del Señor es la nueva creación, es definitiva, y su signo primordial se explicita en el miedo que se desaloja: -Alégrense!- es la señal bondadosa de que no es tiempo de rictus amargo, de miedos paralizadores, de vidas restituídas, las propias unidas al que está vivo y presenta. 
Esa alegría es la presentación eterna de un Dios que busca nuestra plenitud, no nuestra sumisión ni nuestro pesar temeroso, la misma alegría que fecunda la vida de María de Nazareth.

Esas mujeres han ido a honrar el cuerpo del Crucificado, más se han encontrado con el Resucitado. Es el mismo amor que sólo puede comprenderse desde la fé, y ese amor les pone alas en el alma y en sus pies.
Esas mujeres a las que nadie toma demasiado en cuenta -no tienen importancia por ser mujeres- tienen una misión única y poco reconocida: son testigos fieles de la Resurrección, apóstoles y evangelizadoras de los apóstoles, pues la misión cristiana es dar testimonio del Cristo vivo y a su vez transformar la existencia y vivir de acuerdo a ello. Aún sabiendo que no se les tiene demasiado en cuenta, ellas van presurosas y confiadas.

El reencuentro será en Galilea, y no se trata de unas coordenadas geográficas, pues en la periferia sin importancia es donde todo ha comenzado, en el borde en donde nunca pasa nada Dios teje eternidad y salvación, y por ello hay que regresar a las fuentes, reencontrarse allí con el Resucitado.
La clave que todo lo desata es que los apóstoles no son solamente discípulos o seguidores: por la vida ofrecida generosa y sin límites ni condiciones, por el Espíritu que todo lo renueva, ahora los discípulos son hermanos del Señor, y esa es precisamente la vocación infinita de la fé cristiana, un Cristo hermano y Señor, un Dios tan cercano que se hace parte de la familia.

Hay otros testigos de la primer hora. Los soldados -armados para custodia de un muerto, extraño combate- se adormecieron en sus deberes, en el momento importante. Nunca hay que dejar de estar atentos, a pesar de que los sopores mundanos nos aplasten. Aún así, también son testigos primeros de la tumba vacía e inútil, aunque carecen de la fé que concede trascendencia y significado.
Sin la fé, la tumba vacía es sólo eso, o eventualmente el producto de una conjura.
Ciertos dirigentes compran el silencio de esos testigos con un soborno significativo, malditos corruptos y miserables sin destino. No todo puede comprarse, hay cosas que no tienen precio.
El dinero que cambia de manos evidencia sin ambages que la corrupción siempre está vinculada a la muerte.

Pero la verdad siempre saldrá a la luz, o mejor dicho, la verdad siempre se hará luz. Felizmente hay gentes que los traficantes del odio y de la muerte jamás podrán comprar.
Los testigos del Resucitado son gratas señales de auxilio en un mundo empecinado en sumergirse en las sombras.

Paz y Bien

0 comentarios:

Publicar un comentario

ir arriba