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Sábado de la Octava de Pascua

Para el día de hoy (27/04/19):  

Evangelio según San Marcos 16, 9-15










La escena que nos presenta el Evangelio que nos brinda la liturgia del día, con una rítmica tranquila, es durísima. El grupo inicial de apóstoles -el primer colegio apostólico- oscilaba con flagrancia entre la traición y la incredulidad.

Traición, pues han abandonado con temerosa presteza al Maestro en las horas decisivas de la Pasión. Ellos persistían en los viejos moldes de un Mesías revestido de poder, que aplastara a sus enemigos por la fuerza y que por esa fuerza y ese poder restaurara la soberanía de Israel desde la corona davídica. Pero Jesús de Nazareth nada tenía que ver con poderes terrenales, ni con dominios y violencias. Su reino no es de este mundo porque desde la mansedumbre y el servicio de la vida ofrecida hasta el fin hace presente el amor de Dios y todo lo transforma. El Iscariote fué quien lo entregó a manos de los enemigos, pero ellos se escondieron cuando había que dar la cara, y se callaron cuando, tal vez, había que gritar.

El Resucitado se había aparecido en primer lugar a María de Magdala: ella lo reconoció al escuchar su voz -las buenas ovejas conocen la voz del Buen Pastor-, y había corrido alborozada a contar esa noticia maravillosa al grupo de discípulos demolidos de tristeza y aflicción. Ellos no creen, quizás en primer lugar por ser mujer y luego por no pertenecer a ese círculo tan cercano al Señor.

En segundo lugar, los peregrinos de Emaús reconocieron al Resucitado en la fracción del pan, en la mesa compartida de hermanos, en la Palabra que ilumina los caminos de la existencia. Ellos también van de la aldea a Jerusalem, a comunicar esa magnífica novedad del Cristo vivo. Sin embargo, a ellos tampoco le creen, probablemente por similares motivos a los de María Magdalena: los peregrinos son discípulos pero no pertenecen al grupo estrecho de los Once.

Se nos presenta así cierta tensión fluctuante entre lo institucional y la vida de fé en las primeras comunidades, una tensión que suele perdurar a través del tiempo. Y la verdad es que vocación es ante todo llamado, convocatoria, y son múltiples y frondosos los carismas dentro de la Iglesia que no son, de ningún modo, opuestos entre sí, pues todos se nutren de la misma savia del Espíritu.

Volviendo a la incredulidad de los Once, existen ciertas cuestiones que no podemos soslayar. María de Magdala y los peregrinos de Emaús son testigos veraces y misioneros del Resucitado, misión que ante todo es misión de fé, y esa fé no ha sido suscitada por la acción evangelizadora de los Once. Hay en María y en los peregrinos una fé tenaz y un compromiso que no ha sido encomendado por el colegio apostólico, y aún así no es menos fé ni hay menos veracidad en ellos.

El Evangelista destaca entonces la reprimenda del Señor: esos hombres han hecho ostentación de su incredulidad frente a sus hermanos, cuando se esperaba de ellos capacidad de escucha y discernimiento, pastores serviciales antes que jefes o comandantes.
Aún así, con sus traiciones, su falta de fé, el Maestro les confía una misión específica, sacerdotal, mediadora de la Buena Noticia, y hay otro detalle que no es menor: la reticencia de esos hombres a aceptar el alba de la Resurrección despeja también cualquier intencionalidad pueril o imaginería aleatoria respecto al Resucitado. En una ilógica que es propia del Reino, testimonio y certeza surgen del cabezahuequismo de esos hombres.

Lo importante es que el ministerio apostólico ha sido confiado por Dios, es su decisión y en ella esta su confianza aún cuando los responsables a veces sean traidores y, muy a menudo, hombres de escasa fé.

Todo se decide por el amor de Dios. No hay, desde esa perspectiva, ministerio o vocaciones menos o más importantes en la comunidad eclesial. Todos somos importantes pues todos hemos sido llamados a caminar los caminos de Cristo desde nuestros lugares, que pueden ser muy diversos pero no obstante todos tienen la misma raíz.
Y todos somos esclavos suplicantes del perdón de Dios, que desciende sobre nosotros en canastas llenas y asombrosas de entrañable misericordia.

Paz y Bien

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