Jueves Santo: el señorío del servicio













Misa Vespertina de la Cena del Señor

Para el día de hoy (18/04/19):  
 
Evangelio según San Juan 13, 1-15








El Evangelista Juan es un autor sagrado pero también es un catequista, y evidencia la intención de educarnos progresivamente en la fé. Por ello mismo, el Evangelista ha preparado la narración evangélica de tal modo que cada uno de nosotros se sitúe, tome asiento en ese ambiente en donde se celebra esa cena que Jesús brinda a sus amigos.
Así uno puede situarse como un observador distante, sin formar parte, sin tomar posición, y esa postura en apariencia científica y razonable significa también que lo que acontezca allí no nos afecta, no nos conmueve, no es para nosotros, se trataría sólo de una abstracción a analizar y meditar.
El problema es que frente a Cristo se ha de tomar partida. Es menester permitir que nos lave los pies, estar allí, conmovernos y, tal vez, enervarnos confusos como Pedro: ello también conduce a la enseñanza clarificadora del Maestro.

Se trata de una cena en donde se conjugan penas, alegrías, solemnidad y humildad. La pena por la derrota inminente, por la despedida en ciernes, por la persecución de los dirigentes judíos. De alegría por encontrarse, pues cada encuentro -a pesar de traidores- nos despierta bendiciones y profecías, frutos de la comunidad cristiana.
La ocasión también es solemne, pues será el comienzo de un nuevo éxodo, de la Pascua definitiva, del paso salvador de Dios por la historia humana. Pero también destella en plena humildad, en ese Cristo que se arremanga para lavar los pies de sus amigos. Por eso mismo, no se trata de la sustitución o reemplazo de un rito prefijado por uno nuevo, pues ello debería suceder al comienzo de la cena, en ocasión de las abluciones rituales obligatorias de la Ley de Moisés, o en un final riguroso y sacralizado.
El lavatorio de los pies acontece en medio del ágape -cena de amor y vida-, y es la revelación definitiva de la identidad y misión de Cristo.

En la cultura judía del siglo I, lavar los pies era un gesto de fraterna acogida, de cálida hospitalidad hacia el viajero que arrastra en sus extremidades polvo de muchos caminos, motas de tierras extrañas y mucho cansancio. Quizás por portar esas partículas que ensucian y que son foráneas, en gran medida es tarea que se acota a los esclavos no judíos y a las mujeres que reciben a sus esposos; los pobres lo hacían cada uno por sí mismo, pues era una tarea muy menor, casi indigna e indelegable.
El Cristo que se levanta de su sitio a la mesa y se inclina a lavar los pies de sus amigos como un esclavo, derriba toda concepción celestial y lejana usualmente propalada por los sistemas religiosos. Un Mesías así, un Dios tan humano y cercano es demasiado inconveniente y estremecedor. No derrama desde un cielo inaccesible sus bendiciones como si fueran una limosna eventual, sino que se hace servidor del hombre, desde abajo -desde el fondo de todo- a pura generosidad, para que el hombre ascienda en humanidad, considerando a todos sus mayores.

Nosotros, sinceramente, nos aferramos sin disimulo a los títulos jerárquicos, a las jefaturas, a las potestades de dominio, y en ello se nos vá el Cristo de nuestra salvación y nuestra amistad, Dios servidor generoso y sin reservas, un Dios que nos dice que el Reino es al revés de lo que solemos imaginarnos.

Ese Cristo, a su vez, se pone una toalla a la cintura.Simbólicamente, ceñirse los vestidos con otra prenda a la cintura -al modo de un cinturón- es prepararse para la guerra, para el combate. Pero Él, príncipe de la paz de Dios, se ciñe los vestidos con esa toalla dispuesto a un combate espiritual en el que la única sangre que se derrame será la propia, lucha a muerte en donde prevalecerá la vida.

El manto era, en aquel tiempo, la prenda principal de la vestimenta, y a su vez representaba la identidad personal y la existencia. Así, quitarse el manto es casi quedar desnudo, desamparado, y en este caso se trata del Cristo que se despoja de todo y se prepara para morir.

Pedro algo intuye en ese sentido. Sus viejos esquemas religiosos tironean su mente, su razón, y por ello le resulta intolerable que el Maestro lave sus pies. Pedro ama profundamente a Jesús a pesar de su volubilidad, de sus arrebatos, de sus requiebros, pero sigue aferrado al molde de un jefe supremo, de un Mesías glorioso que revestido de poder aplaste a sus enemigos y por ello supone que hay una inversión de roles: es él quien debería lavar los pies del Señor.
Movido por ese afecto entrañable, piensa que tal vez el Maestro le esté dando una lección de catártica humildad que lo purifique, y por ello exige que también le lave las manos y la cabeza: no le hace mella en su cerrado universo el servicio, pero sí prevalece -en sus viejos esquemas- lo ritual, y será ese ritual de lavado quien le quite todo lo impuro.
No ha comprendido que no es el rito el que purifica, sino la Gracia de Dios.

Junto con Pedro, es menester descubrir el señorío de Cristo. Cristo es Señor porque ama sin límites, en plena identidad con el Padre, Todopoderoso pues Dios es amor. No hay otra jerarquía ni otro poder que el del servicio generoso e incondicional hacia el hermano, el prójimo, la vida que se ofrece en favor de la dignidad, la libertad, la plenitud del hombre.

Por eso es imprescindible permitir que Cristo nos lave los pies. Que nos reencontremos con el Dios que nos ama sin medida, que se ha llegado a nuestros arrabales para que nadie quede atrás, para restituir la identidad única e irreemplazable de los hijos de Dios.

Paz y Bien

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