Ligeros, sobre los mares encrespados



Para el día de hoy (10/08/14) 

Evangelio según San Mateo 14, 22-33



El Maestro había, por fin, logrado quedarse a solas para orar, de un modo tan intenso y especial que sólo encontraremos frente a la inminencia de la Pasión, su oración en el huerto de los Olivos. Es que el Bautista había sido asesinado, y Herodes Antipas estaba enfocando todos sus sentidos en el rabbí galileo: era una situación combinada de tristeza por el homicidio de un inocente tan cercano, por la certeza del su vocación y por el peligro inminente que se cernía ominoso a su alrededor. El único modo de mantenerse firme en ocasiones así es la unión con Dios a través de la oración.

Pero las ansias de plegaria, de comunión con su Padre de Jesús se vieron truncadas por la necesidad urgente de la multitud hambrienta y a la deriva, el signo preciso de que Dios se desvive por nuestro bien.

Los discípulos reciben la instrucción del Señor de embarcarse hacia la otra orilla, pues la Buena Noticia jamás debe replegarse a fronteras geográficas, sociales, culturales ni, mucho menos, espirituales. 
Pero a ellos los sorprende la tormenta, y siguiendo ese orden de ideas, están sometidos a los vaivenes violentos de esa aguas enfurecidas. Más el peligroso trajín es a causa de haber hecho exactamente lo que Jesús les había dicho, y es la barca-Iglesia sorteando los embates de un mundo que se pone bravo cuando permanece fiel a la Palabra.

Pero esos pescadores en esa misma barca, cuando crece el miedo y decrece la confianza, tornan turbias sus miradas. No hay nada que vuelva más opaco el entendimiento y el corazón que el miedo, y es por ello que cuando Cristo se acerca sobre la tempestad en su auxilio, ellos creen ver a un fantasma, y es la Iglesia que imagina personajes diversos porque ignora a la persona real y presente del Señor.

Pedro, con cierto tono de exigencia, requiere un signo, una prueba, un milagro, renegando del milagro de estar vivo, olvidando la asombrosa persistencia de ese Cristo que nunca nos abandona.  
Y Pedro se hunde.
Está sobrecargado de soberbia, pesado de desconfianza, gravoso de orgullo banal. Por creer en sí mismo antes que en Cristo vá hacia abajo, y le renace el miedo cuando debe enfrentar la realidad en la soledad de sus limitaciones.

Somos así, a menudo demasiado pesados y nos hundimos, con taras cordiales que no admiten el vuelo libre del Espíritu alma adentro. Pero nuestra vocación es la de andar ligeros, por sobre todo mar encrespado, pero muy especialmente vivir, vivir plenamente y no solo sobrevivir apenas y a penas.
Sólo hay que ser capaces de confiar, que Dios no permitirá -contra toda terrible tempestad- que la barca de la Iglesia naufrague, y que siempre la mano de Cristo está y estará allí para sostenernos.

Paz y Bien 

2 comentarios:

pensamiento dijo...

El único modo de mantenerse firme en ocasiones así es la unión con Dios a través de la oración.Cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio del silencio de Dios.

Ricardo Guillermo Rosano dijo...

Amén a sus palabras sabias y fraternas, Pensamiento. Gracias por su valioss presencia constante, y renuevo mis disculpas por la demora en responderle.
Dios le bendiga y colme de su plenitud
Paz y Bien
Ricardo

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